Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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desbordada y el cultivo de los prejuicios góticos, léase medievales. Para los alemanes y los ingleses, España estaba al servicio del papa, que encarnaba la corrupción de la Iglesia católica romana. Los holandeses, embarcados en una larga guerra de independencia, tacharon a los españoles de seres brutales y fanáticos. Felipe II era el anticristo y el duque de Alba se desayunaba unos cuantos niños holandeses todos los días.

      Todo lo facilitó la crítica de la conquista de América a cargo de algunos españoles, en particular la Relación de la destrucción de las Indias (Brevísima, además, para facilitar su difusión), de fray Bartolomé de las Casas. La expresión «destrucción de las indias» remitía a la «destrucción de España», que es como los cronistas cristianos habían descrito la invasión musulmana. Desautorizaba por tanto la acción española en América y servía de material inflamable a lo que un estudioso —Julián Juderías— llamó más tarde la Leyenda negra.

      La Leyenda negra no era una simple crítica política; era una descalificación de la naturaleza política de España y un ataque a la cultura española, como los que en el siglo xx se lanzaron contra Estados Unidos. Bien es verdad que entonces los españoles, seguros de ellos mismos, se reían de aquellas simplezas y se sentían halagados por los reproches de fanfarronería y sensualidad.

      La Leyenda negra evolucionó luego, en tiempos de la Ilustración, a una nueva consideración de lo español. Además de despreciar al mundo entero, expandir la sífilis y tener sangre judía y sarracena corriendo por las venas, los españoles también nos habíamos apartado del espíritu de la modernidad. En pleno Siglo de las Luces, España seguía anclada en un mundo arcaico y en vez de abrazar la causa de la razón, se empeñaba en encastillarse en la superstición, el oscurantismo y el odio a la libertad. España se había tibetanizado, según la expresión posterior de Ortega. Los Pirineos nos aislaban de Europa y nos acercaban a África, nuestro entorno natural. Ni Europa ni el mundo —en general— debían nada a España. Más que un país, era una colección de tribus y cabilas.

      Este retrato servía sobre todo para que los ilustrados pulieran su imagen. También era una excelente propaganda política contra un imperio que seguía siendo temible, como demostró con su intervención en la guerra de Independencia norteamericana. Todo cambió en el siglo xix. Los ideales de la Ilustración habían llevado a las primeras matanzas políticas realizadas en nombre de la razón, en la Francia revolucionaria de 1792 y 1793. Luego, Bonaparte, siempre en nombre de la racionalidad universal, sumió a Europa en una guerra brutal. Descabezados de sus representantes políticos, los españoles se enfrentaron a los soldados bonapartistas que traían en su mochila los ideales revolucionarios. Y la revuelta encontró eco en el resto de Europa.

      Aquello era la manifestación de algo nuevo, una energía desconocida que se alzaba contra la voluntad uniformizadora de una razón abstracta y criminal. El pueblo español se convertía, sin haberlo querido, en el adalid de la nueva causa romántica contra la modernidad. En el siglo xviii habíamos caído del lado oscuro y siniestro de la historia. El escritor alemán Friedrich Schlegel, empeñado en su propia guerra contra la Ilustración francesa, se entusiasmó con Calderón. Beethoven celebró la batalla de Vitoria, derrota final del ejército napoleónico en España, con una descomunal y ruidosa pieza sinfónica. Kleist, el espíritu mismo del Romanticismo, cantó a Palafox, el héroe de los sitios de Zaragoza, en una oda épica.

      El fondo de la cuestión no cambiaba gran cosa. Seguíamos en los márgenes de la historia, pero ahora eso era lo correcto. No dejábamos de ser menos europeos que el resto, pero encarnábamos todo aquello que las demás naciones europeas habían echado a perder al abrazar el plan ilustrado. A favor de los españoles estaba la religión, que seguía vertebrando la sociedad con un significado trascendente, visible en las catedrales, el arte, las manifestaciones de la cultura popular. Los españoles habían sabido conservar algo de la Edad Media, que ya no significaba el espíritu gótico, es decir, atrasado, del que abominaba el siglo anterior. Ahora era una forma de vivir más natural, más caballeresca también, generosa y valiente, desconocedora de esa falsa igualdad que produce el dinero. En España la igualdad no era el resultado de una ley abstracta. Era una realidad moral básica.

      España abrió igualmente una de las grandes vías por donde alcanzar lo exótico. El español desciende del moro y ha sabido preservar la fantasía y la intensidad orientales que los europeos habían despreciado. Además, España es un inmenso territorio vacío, despoblado, agreste, siempre imprevisible y en cierto modo virgen, no como Francia, Alemania o Italia, paisajes en los que la imaginación tiene poco que hacer de tan cultivados y amables como han llegado a ser. (El concepto de «España vacía», referido a la despoblación del país como un dato fundamental de su naturaleza, ha reaparecido en un reciente libro del mismo título de Sergio del Molino, precedido por la reflexión lírica de Julio Llamazares en La lluvia amarilla. Y para muchos el agreste paisaje de la España indomable sigue siendo tanto o más atractivo que la suavidad un poco enervante de la dulce Francia y la exquisita Toscana). Por si fuera poco, la variedad y el contraste de los paisajes reflejaban los de una sociedad en la que la miseria lindaba con la mayor de las opulencias, lo sublime con lo grotesco, la bestialidad con el más alto refinamiento. El alma española, al tiempo que se deja tentar por los apetitos más sensuales, también sabe hablar con Dios.

      Los románticos no inventaron leyendas tan extraordinarias como los griegos y los pueblos de Oriente. Supieron, eso sí, poetizar lo que tenían a mano. El escritor polaco Jan Patocki imaginó en su Manuscrito hallado en Zaragoza una historia descabellada de apariciones, brujas, gitanos y personajes del otro mundo. Washington Irving, que venía de un pueblo tan poco romántico como el norteamericano y había conocido a Moratín en Burdeos, reinventó el material moruno en sus Cuentos de la Alhambra y lo puso en circulación en todo Occidente. En la «Leyenda del astrólogo árabe» evoca la figura de un sabio, venido de Egipto y vinculado con el profeta Mahoma, que ayuda al viejo rey de Granada a vencer a sus enemigos hasta que cae presa de su concupiscencia. Push­kin se inspiró de esta leyenda para su último poema fantástico, del que luego se sirvió Rimski-Korsakov para su ópera El gallo de oro; los rusos se reconocían en aquel legendario territorio de frontera, del otro lado de Europa.

      El francés Prosper Mérimée llegó a conocer España como muy pocos. Fue, de hecho, su patria de adopción. Recrea la libertad propia de las costumbres y la literatura españolas en su Teatro de Clara Gazul, donde se disfraza tras un pseudónimo que viene de Lope de Vega. Analiza la vida política con inteligencia y se deja seducir por el arte español, justo cuando el gusto europeo lo empieza a descubrir, tras el saqueo por las tropas napoleónicas. Se dice que Mérimée se complace en el lugar común con su Carmen, prototipo de la mujer libre, ajena a la moral común, rodeada de las cigarreras sevillanas, de contrabandistas y toreros. Personificaciones todas del ser humano sin civilizar, que se enfrenta con el mismo gesto a la ley y a la muerte. En realidad, Mérimée logró con su Carmen inventar una de esas individualidades que el arte eleva a categoría de mito. No hay españolada, sino una comprensión muy fina de la libertad propia de la vida y el arte español, algo que Bizet supo luego captar con su ópera.

      El también francés Théophile Gautier escribe que «un viaje por España sigue siendo una empresa peligrosa y novelesca». Es lo que se venía buscando, como demuestra el estupendo Viaje por España que él mismo escribió. Se viene a España en busca de emociones fuertes, como las que cree encontrar un Alejandro Dumas que sobreactúa con los toros. También escribe a su corresponsal que «si alguna vez viajáis a España, si visitáis Madrid, fletad un coche, montad una diligencia, esperad, si hace falta, a que pase una caravana, pero no dejéis de ir a Toledo, señora, no dejéis de ir a Toledo».

      Esta España romántica y pintoresca ya había encendido la imaginación inglesa gracias a las muy finas y analíticas Cartas de España, del español naturalizado inglés José María Blanco White, y a los libros de recuerdos escritos por los soldados ingleses que participaron en la guerra de la Independencia —para ellos la «guerra peninsular»—. Dará pie a dos obras maestras. El maravilloso viaje, apasionado, lírico y a veces atormentado de Richard Ford y el más burlón y picaresco de George Borrow, un joven aventurero empeñado en evangelizar España mediante la difusión de la Biblia en la