Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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También ellos estaban convencidos de que había que cristianizar España. A tanto había llegado nuestra barbarie.

      El agua siempre ha sido una obsesión para los habitantes de España. Lo fue para los romanos, que construyeron acueductos para transportarla y termas para la higiene y el recreo públicos. Los musulmanes, venidos de climas desérticos, la incorporaron a la vida privada con su gusto por la sombra y las fuentes. Con ellos el agua se aplicó a la producción agrícola con tanta meticulosidad y tanto ingenio, que los huertos de verdura y de naranjas parecían un vergel.

      Aquellos sistemas de riego se han conservado hasta hoy mismo, como se conservaron fuentes muy antiguas a lo largo de toda España. Las ha habido míticas, como la del claustro mudéjar de Guadalupe; góticas, como la de Blanes, en Gerona, o la de Real de la Trinidad, en Xátiva, ciudad valenciana famosa por sus fuentes; renacentistas, como la de Santa María, en Baeza; barrocas, como las de los jardines de La Granja y otras, pintorescas, pobladas de animales, como la de los Galápagos en el Retiro de Madrid y la de las Ranas del parque de María Luisa. La Pila, una fuente de traza muy elaborada, en la ciudad mexicana de Chiapa de Corzo, atestigua el éxito del estilo mudéjar en América. Muchas de estas fuentes, y no las menos importantes, eran simples pozos o humildes caños que surtían de agua a una población. (Los autores andalusíes recomendaban que las casas tuvieran siempre un pozo en el patio. Hoy los patios de las casas andaluzas, como huertos cerrados que huyen del calor y matizan la luz, continúan la tradición).

      La Alhambra llegó a ser la viva representación del jardín como ideal de vida. Se incorporó a la iconografía arquitectónica y decorativa occidental, y pasaría a formar parte de esa renovación estética que fue el estilo morisco, con toda su fantasía orientalizante. Los jardines, por su parte, pasaron a formar parte esencial de la imagen de España, ya sean los orientales evocados por Lope de Vega en una comedia temprana, como El remedio en la desdicha, los renacentistas de la reina Isabel de Castilla en la Isla de Aranjuez, los clásicos de Felipe II en El Escorial y, más tarde, los franceses de Sabatini en Madrid y el de René Carlier en La Granja, los románticos de Sevilla y de Ronda, hasta llegar al estilo puramente español en el del Buen Retiro en Madrid.

      El eclecticismo había preparado la aparición de un estilo propio en el que prima el correr del agua en fuentes y canales, la frondosidad, los paseos cubiertos, las pérgolas, los pabellones, las flores y las fragancias. Las baldosas y los azulejos, por fin, componen un conjunto único, que resguarda del sol y del calor, pero deja pasar la luz en juegos de contraste que evocan —con el murmullo del agua que corre, el frescor y los olores— un pequeño paraíso, como el que Sorolla reprodujo en su casa madrileña. El edén vuelve a estar detrás de esta gran creación del gusto español. Manuel de Falla evocó este mundo encantado en sus Noches en los jardines de España. Mediante el extremo artificio, y lejos de cualquier abstracción metafísica, el jardín español reinventa, o recupera, si se prefiere, la naturaleza. Se convierte así en la mejor muestra de un gusto capaz de espiritualizar la más sensual de las evocaciones.

      En el extremo sur del país, al bajar de Ronda hacia La Línea de la Concepción, antes de llegar a la costa, se entra en un valle cubierto de huertas, árboles frutales y naranjos. A la salida, por el sur, se alza un castillo en lo alto de una colina. Por las laderas trepa una ciudad pequeña, de casas blancas y calles largas, a veces escarpadas. Estamos en Jimena de la Frontera. En el término municipal se conservan unas pinturas rupestres que permiten contemplar la llegada de unos barcos, tal vez los de los forasteros y colonizadores de Oriente.

      El castillo de Jimena de la Frontera es pequeño, pero lo bastante elevado como para dominar la ciudad y todo el valle bajo su protección. A un lado, sobre una roca, todavía se ve un oratorio mozárabe. Quedan en pie parte del recinto amurallado, una torre albarrana —de las que forman parte de la muralla, levantada sobre unos restos monumentales romanos— flanqueada de una majestuosa puerta con dos arcos de estilo califal con lápidas romanas en los muros, la torre redonda de homenaje y unos aljibes intactos, obra de gente práctica y con sentido del estilo. En tiempos de la Reconquista, esta fue una ciudad de frontera, como muchas otras de la zona, siempre amenazadas por las incursiones de los musulmanes granadinos: Arcos, Jerez, Chiclana, Vejer… todos de la Frontera. Cubierto durante mucho tiempo de hierbas, matorrales y chumberas, el recinto interior del castillo de Jimena se animaba con la presencia de un asno que acompañaba al visitante con cierta curiosidad —no mucha, la verdad— y de vez en cuando, en la atmósfera transparente saturada del canto de las chicharras, algún rebuzno.

      El castillo de Jimena de la Frontera se alza sobre una antigua población. Y de aquellas muy primeras construcciones quedan vestigios en el castro más pequeño, pero igualmente hermoso, que se levanta en una colina aislada, de unos 150 metros de altura, detrás del pueblo valenciano de La Alquería de la Condesa. Desde ahí domina, en una panorámica circular completa, toda la comarca de la Safor, la gran montaña que la protege y le da nombre —nevada la última vez que estuve por allí: algo extraordinario—.

      En la cumbre del pequeño monte, llamado montaña del Rabat, se encuentran los restos de un poblado ibérico, con sus murallas de piedra y relleno de mampostería, unas habitaciones y lo que parece un esbozo de calle. Los iberos habían elegido bien el lugar: fácil de defender por la altura y la perfecta visibilidad de los alrededores, y rodeado de tierra que siempre ha sido fértil. Hoy es un inmenso huerto verde, tan jugoso y fragante que se diría que hasta la altura llega el perfume del azahar, como sube el sonido de los campanarios de las iglesias en torno a los que se arraciman los pueblos blancos de la comarca.

      Al fondo, de un lado, se extiende el mar resplandeciente y del otro la sierra Gallinera, con un imponente castillo moro que protege la entrada al valle, de aire seco y transparente, cubierto de almendros y árboles frutales, poblado durante siglos por moriscos y luego, tras la expulsión, por colonos mallorquines. En una ladera, justo por encima de los pueblos de Benitaia y Benisili, sigue viva una fuente, de agua fría y cristalina, próxima a una antigua dependencia de un convento franciscano de la que solo queda un bosquecillo umbrío, cerrado por una reja. Nunca el espíritu anda lejos de las fuentes vivas.

      Los castillos están entre los elementos más reconocibles y característicos del paisaje español. Los hay islámicos, como los que cierran las dos entradas de la Vall de Gallinera. En muchas ciudades se conservan las alcazabas, recintos fortificados en cuyo núcleo se alzaba el castillo propiamente dicho, el alcázar, de uso estrictamente militar. La de Granada, la de Antequera, en la punta oriental de la ciudad, la de Málaga, dominando el mar como la de Almería, y la muy amplia de Badajoz recuerdan el papel que la guerra jugó en el desarrollo de estas ciudades, agrícolas o comerciales muchas de ellas.

      Mucho más al norte, en la provincia de Soria, el castillo de Gormaz domina sin apelación posible la llanura castellana que se extiende a sus pies. En plena Castilla, estirado a lo largo de 500 metros, con sus 28 torres, el castillo de Gormaz encarna el triunfo de la ingeniería árabe. Con la Alhambra y la mezquita de Córdoba, es de los grandes supervivientes del dominio musulmán. Demuestra el avance técnico de la sociedad musulmana de entonces (estamos en el siglo x) sobre las cristianas. Inexpugnable, en 978 fue objeto de un asedio destinado al fracaso a cargo de un ejército de 60.000 soldados cristianos. El Cid, vuelto del destierro, logró su titularidad de Alfonso VI, tal vez como reconocimiento por su genialidad a la hora de imaginar nuevas tácticas militares y políticas para combatir a los temibles almorávides, a los que el rey, como recordó Menéndez Pidal, había sido incapaz de hacer frente. Los castillos árabes se extendieron por buena parte de la península como sistema de defensa, muchas veces con su alcazaba y su medina. Así, el antiguo alcázar de Madrid, pero no Gormaz, soberbiamente aislado.

      En territorio cristiano, son tan abundantes que llegaron a dar nombre primero a un condado y luego al reino en el que este se convirtió. (Luis Díez del Corral contrapone las regiones y los países que deben el nombre a sus invasores —Francia por los francos y Andalucía por los vándalos— a aquellos otros que son propios y acaban designando a sus pobladores: España, Castilla, Italia).

      Ortega vio en los castillos la encarnación del principio de libertad que triunfó con el feudalismo. Díez del Corral,