Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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del vascuence le debe el castellano algunos de sus rasgos propios: las vocales reducidas al mínimo y la desaparición de la f inicial. Cuando llegaron las rectificaciones cultas posteriores, el trabajo ya estaba hecho y había dado a luz un idioma próximo al latín en sus estructuras sintácticas, es decir, con una articulación interna lógica y clara, y una simplificación drástica en lo fonético, con cinco únicas vocales. Aún más se simplificaría al desaparecer las consonantes sonoras, con las antiguas grafías x o ss. Solo criterios cultos posteriores, y a veces la nostalgia, impidieron el olvido de estas formas. Seguimos escribiendo México con x, la antigua j sonora, por mucho que se pronuncie Méjico. (Fray Servando Teresa de Mier, ideólogo de la independencia, insistía en que se conservara la x para respetar el supuesto origen de la palabra, que estaba enraizado en las creencias cristianas que existían allí antes de la llegada de los españoles. Mexicano, según el gran fray Servando, quería decir «cristiano»).

      Así concebido, el castellano era la lengua perfecta para unos poemas épicos —como el dedicado a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid— volcados en la descripción precisa de la realidad y descartado todo lo sobrenatural. Lo mismo ocurre en la poesía de Gonzalo de Berceo, que traduce la santidad del mundo en términos aún más concretos, capaces de evocar el sabor y el tacto de las cosas. Los romances, con sus versos de ocho sílabas y su rima asonante, tan libre, proporcionan a la crónica histórica una fluidez y una ligereza extraordinarias, como si la música de la lengua llevara de por sí a la creación de fórmulas poéticas nuevas, fragmentadas, lejos de cualquier pesadez moralista o doctrinaria. Todo esto culminará en un teatro que tiene por característica primera la variedad de ritmos y armonías. El éxito de Lope de Vega y sus amigos, que crearon un teatro moderno, propiamente español, consiste en parte en haber comprendido el significado de esa especial musicalidad del idioma, que organizó para siempre el inconsciente del español.

      La lengua castellana había ido incorporando palabras de origen alemán (en el vocabulario bélico: «guerra», por ejemplo; y nombres como «Enrique», que significa valentía) y otras, en mayor número, de origen árabe. Estas últimas recuerdan los contactos de cristianos y musulmanes, la presencia de mudéjares y antiguos mozárabes en los reinos cristianos, y también la de moriscos, de los que queda algún término —«gazpacho»—, propio de quienes tan aficionados eran a las verduras y las frutas. A mediados del siglo xiii la lengua tenía ya la suficiente madurez y los suficientes recursos como para enfrentarse con éxito a las traducciones de colecciones de historias que, desde la India o desde Oriente Medio y Arabia, traían inequívocos aromas orientales en la fantasía, el gusto por el ornamento y la negativa a distinguir entre realidad e imaginación. La vida es sueño, la obra maestra de Calderón de la Barca que evoca la leyenda de Sakiamuni, o Buda, es una variante de aquella veta oriental.

      El idioma seguía flexibilizándose, aunque nada de esto habría sido posible si Alfonso X, el rey sabio, hijo del monarca que había recuperado Sevilla para la cristiandad, no hubiera encabezado el esfuerzo de formar un «castellano derecho»: dotar a su lengua castellana de una prosa que alcanza la perfección de una vez.

      España sobre todas es ingeniosa, atrevida et mucho esforzada en lid, ligera en afán, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, cumplida de todo bien; no hay tierra en el mundo la semeje en abundancia, ni se iguale ninguna de ellas en fortaleza y pocas hay en el mundo tan grandes como ellas. España sobre todas es adelantada en grandeza y más que todas preciadas por lealtad. ¡Ay España! no hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien.

      La literatura española nace con su prosa, cuando el antiguo género del elogio de España, cultivado por latinos, visigodos, judíos y musulmanes, se escribe por vez primera en castellano y el escritor toma conciencia de aquello —España— que la nueva lengua no alcanza a expresar. España se ha hecho materia literaria.

      Cuando los españoles llegaron a América, llegó con ellos su lengua. Era el idioma de quien había financiado la expedición: el castellano o español. En el mismo momento en el que los Reyes Católicos tomaban Granada y culminaban el proyecto de restaurar la unidad destruida el año 711, los españoles llegaban a un nuevo mundo que creían las Indias… De nuevo a Oriente, por Occidente. El objetivo económico era abrir nuevas vías para el comercio de mercancías de lujo, competir con los portugueses y cortocircuitar a los venecianos y a los musulmanes que dominaban el Mediterráneo y las rutas asiáticas. El objetivo político sería incorporar las tierras descubiertas a la Corona. Para eso, la Corona proyectaba difundir el castellano. El Imperio español actuaría como lo habían hecho otros imperios antes. El romano, que acabó con casi todas las lenguas vivas en Hispania, y el musulmán, que hizo lo mismo en el norte de África y pudo haberlo hecho en al-Ándalus.

      La difusión del castellano recibió la macabra ayuda de las epidemias que destruyeron las poblaciones locales de las Antillas, y con ellas los idiomas que allí se hablaban, en particular el taíno. Quedan algunas palabras, incorporadas al castellano desde los primeros textos de Colón, escritos nada más arribar a la isla de San Salvador, o Guanahaní. La situación cambió cuando los españoles se enfrentaron al continente. La política de la Corona requería que los habitantes de esta nueva España hablaran castellano lo antes posible. Iban a ser súbditos de la Corona y por tanto sujetos de derecho de una legislación española en origen, aunque luego se promulgara una nueva, pensada para los territorios americanos.

      La Corona solo podía cumplir este plan con la colaboración de frailes y sacerdotes, que eran los encargados de la educación. Ahora bien, estos tenían sus propios objetivos, de los que aquella tampoco podía zafarse. Una de las obligaciones contraídas para autorizar una conquista ya entonces discutida era la evangelización de las poblaciones. Y ante este reto gigantesco, los clérigos optaron por la solución más práctica. En vez de esperar a que las poblaciones del Nuevo Mundo aprendieran castellano, serían ellos los que aprenderían las lenguas americanas. A esta consideración se sumaba otra. La de la constatación de que la conquista amenazaba las comunidades locales, como había ocurrido en las Antillas con la desaparición total de la población americana, o las dejaba en manos de los conquistadores y de los que habían ido a instalarse allí en busca de una vida mejor y a veces de riquezas legendarias. Las misiones de los franciscanos en California, siempre un poco alejadas de las fortificaciones militares, intentaban proteger a los americanos del ejemplo de la soldadesca —sin la cual, por otra parte, los frailes poco podían hacer, aunque a veces los indios oponían menos resistencia a los frailes que a los hombres armados—. Más al sur se organizaron reducciones o «pueblos de indios», y en la región del Paraguay, los jesuitas levantaron sus propias misiones para poner a salvo a los locales de las incursiones de los esclavistas portugueses y de la codicia de los españoles.

      La llegada a América había significado también el descubrimiento de un mundo ajeno a cualquier cultura conocida hasta entonces, un mundo que parecía preservado por obra de Dios en una inocencia perdida en el resto del orbe. Los clérigos españoles no podían ser indiferentes a la sugestión de unas tierras que parecían al mismo tiempo abandonadas y protegidas por Dios. Y así es como a consideraciones puramente mundanas, como la que movía a la Iglesia a crearse una esfera de poder propia, ajena a la Corona, se sumaron otras, inspiradas en la caridad —es decir, el amor por el prójimo— y en la preocupación ante el apocalipsis, humano y cultural, que estaban presenciando. Por eso, al tiempo que aprendían las lenguas que podían serles útiles en la difusión del Evangelio, los religiosos emprendieron un extraordinario trabajo de recopilación de testimonios, preservación de textos y fijación de algunas de las lenguas americanas.

      Para esta última empresa, tomaron de modelo la gramática escrita por Antonio de Nebrija para fijar la lengua castellana. Un instrumento diseñado para establecer el español como «idioma del imperio» sirvió para conservar las lenguas americanas. En 1582, Gonzalo Bermúdez fundó una cátedra de chibcha —lengua o conjunto de lenguas habladas en Centroamérica— en el Colegio Máximo, de los jesuitas, en Bogotá. Fray Francisco Ximénez transcribió y trasladó el texto del Popol Vuh, libro sagrado de los mayas guatemaltecos, y el gran Bernardino de Sahagún supervisó la redacción en náhuatl de lo que acabó siendo la monumental Historia general de las cosas de Nueva España, indispensable para conocer