Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
Скачать книгу
hombre retrocedió más y se topó con una cortina púrpura de diseño floral que usó como toga romana para cubrirse los atributos masculinos... esos que ya sabemos cuáles son.

      —¿Quién diablos eres tú? —preguntó Ginger mientras se tapaba los ojos con una mano y con la otra tanteaba el piso en busca de la regla.

      —¿Yo? ¡Yo soy yo!

      —Ah, no me digas —dijo en tono sarcástico—. Pues será mejor que salgas de aquí antes de que te muela a palos —se acercó lo más amenazante que pudo y blandió la regla con ambas manos como si fuera un bate de béisbol.

      El hombre, cuando vio que ella estaba más cerca, extendió una mano como escudo y suplicó por su vida.

      —¡No, por favor!

      —¿Por favor? ¿Cómo te atreves a decir «por favor»?

      —Diablos. ¿Qué te pasa? ¿Tienes memoria de pez? ¡Soy yo! Recuerda, demonios. Me recogiste ayer. Soy Sebastian.

      «Sebastian. Sebastian. Sebastian».

      A Ginger se le paralizó la sangre, se le coaguló y luego se le secó.

      Estaba petrificada.

      Confundida.

      Acorralada.

      No estaba segura de poder creer semejante cosa; la parte racional de su cerebro se aferraba a negarlo y a salir corriendo para pedir por ayuda, sin embargo, Ginger era demasiado incrédula y fácil de influenciar.

      Aun así, no había forma racional en la cual pudiera creerle a ese sujeto. No obstante, algo en el cerebro de Ginger hizo clic; una neurona se conectó con otra y en una milésima de segundo recordó el día de ayer.

      La bola de pelos que huía del carnicero, la bola de pelos que la miró de forma penetrante, la misma bola de pelos que acarició, la que se le restregó en la pierna mientras ronroneaba, la que acogió en su casa de contrabando y le explicó todas aquellas cosas vergonzosas de la caja de arena: ¿Cómo le dijo? Ah, sí. Pis y poop.

      Sus mejillas se encendieron y luego, jadeante, se fijó en la fina cadena de oro que colgaba de su cuello. El óvalo descansaba en el hueco entre sus dos clavículas.

      «Sebastian».

      —Soy yo —repitió.

      Su profunda voz distaba mucho del maullido agudo con el que lo había conocido. Ginger levantó la vista y lo miró a la cara. Casi le da una segunda era de hielo en la sangre al ver lo embriagadoramente atractivo que era.

      Aún lucía rasgos felinos, sobre todo, en la forma de sus ojos, en su intenso color azul —en el que cualquiera podría ahogarse feliz—, en la intensidad de su mirada y, principalmente, en el cabello: negro azabache, brillante a contra luz y de apariencia suave. Ginger se preguntó si sería igual que el pelaje del gatito si enterraba la mano en él.

      La era de hielo se derritió y dio paso al calentamiento global en sus mejillas. Soltó la regla y se llevó una mano a la frente. Arrastró los pies hasta el borde de la cama, necesitaba sentarse para no desmayarse en el suelo.

      —Eres tú —susurró con la vista perdida en algún remolino de la alfombra.

      Sebastian observó en silencio el debate interno que tenía Ginger. Luego de un momento de pensamientos implícitos en el aire, ella levantó sus ojos verdes y lo miró. Dijo algo que dejó a Sebastian desconcertado.

      —Yo que tú, me quito de ahí.

      Sebastian frunció el entrecejo, confundido.

      —¿Por qué lo dices? —preguntó, cauteloso de la respuesta.

      —Porque todo Londres está viendo tu trasero.

      Sebastian apretó más la cortina contra su cuerpo y miró por encima de su hombro.

      Tras de sí, había una ventana. No, no era una ventana. ¡Era un monstruoso ventanal del infierno y su trasero estaba pegado al cristal como una mejilla!

      Alarmado, lo primero que hizo fue mirar hacia la banqueta. Sus pulmones se desinflaron de alivio cuando comprobó que no había moros en la costa: ni autos ni personas ni nada…

      Hasta que dirigió la mirada hacia las escalinatas de la casa y vio a la mujer del correo con la mandíbula desencajada, con los ojos salidos de sus órbitas y con la correspondencia suspendida en el aire, a medio camino de entrar en el buzón.

      Sebastian se dio la vuelta hasta quedar enrollado en la cortina. Merecía el premio mayor a la vergüenza.

      Ginger intentó con todas sus ganas contener la risa, pero no la pudo controlar y se convirtió en una carcajada que trató de amortiguar contra una almohada.

      Sebastian gruñó y soltó un par de palabrotas.

      —Maldición, no puedo vivir así —murmuró para sí mismo— ¿No tienes ropa que me prestes? No sé, de algún hermano, padre, novio…

      Ginger hizo una mueca al oír esa última parte... «Novio»: era la palabra que más le gustaba y la que menos usaba, porque no tenía.

      ¡Qué mundo tan cruel!

      —Veré que puedo hacer, pero eres más alto que mi papá, así que no prometo la gran cosa.

      —Sí, sí. Lo que sea, pero que sea ahora… por favor.

      Ginger sonrió enternecida.

      Sebastian era grande y delgado, pero musculoso. Tenía una espalda que parecía entrenada para patear traseros en el rugby. Además, su apariencia era la de un chico malo, de esos que dicen: «Tú. Yo. A la salida. Te espero. Madrazos» y, sin embargo, era indefenso como un gatito.

      Después de dejar a Sebastian cambiándose en el cuarto y advertirle, de nuevo, que no se le ocurriera siquiera mirar fuera del pasillo, Ginger bajó a desayunar.

      Al pie de la escalera la esperaba Honey, meneaba la cola con ahínco, aunque adoptó una actitud más cautelosa al olfatear su pierna. De seguro debía notar el olor gatuno que desprendía la piel de Sebastian.

      —Chist, no vayas a delatarme Honey. —Le dio unas palmadas en la cabeza y entró en el comedor.

      Adentro, sus padres ya estaban sentados a la mesa, cosa que no le sorprendía porque así era su ajetreado ritmo de vida: trabajar mucho, dormir solo dos segundos, desayunar, trabajar y adiós.

      Su padre estaba en la cabecera del comedor, frente a la chimenea, oculto por el Times y bebiendo de su taza de café. Su madre, por otro lado, enviaba mensajes de texto donde de seguro avisaba de que llegaría en quince minutos a la cirugía programada que tenía en el hospital.

      No notaron a Ginger hasta que arrastró la silla para sentarse.

      —Buenos días, cielo —dijo su madre con una sonrisa dulce.

      Su padre bajó el periódico un momento y la saludó con un gesto que hizo al levantar su taza de café tamaño familiar.

      —Vaya, ya era hora de que la bella holgazana se despertara. —Entró Kamy con una bandeja plateada y le ofreció a Ginger un plato con melón y miel—. ¿Pudiste eliminar a la cucaracha?

      Ginger casi se atraganta con el pedazo de melón:

      —Cuca... ¿cucaracha? —repitió—. Ah, sí. Debiste verla, era enorme.

      —Kamy, ¿hay cucarachas en la casa? —preguntó la madre de Gin con la cara horrorizada.

      —No lo creo, nunca me he topado con ninguna.

      —Loren, tranquilízate, no te van a comer viva, pero en todo caso llamaré a un exterminador —dijo su padre en tono distraído sin bajar el periódico.

      —Derek, ¡no es cualquier cosa! ¿Qué tal si uno de esos bichos muerde a Ginger? Todavía