Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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que no se torciera hacia ella. Las miradas la ponían nerviosa y la hacían caminar más aprisa.

      Ginger zigzagueaba para evitar los charcos de la lluvia anterior. Había llovido durante el partido y, aun así, eso no impidió que siguieran adelante, lo cual no fue favorecedor para ella porque Escorpi terminó oliendo como perro mojado.

      Una gota explotó en su respingona y pecosa nariz. Miró al cielo y divisó unas grandes nubes grises que contrastaban con la oscuridad parcial que antecede a la noche. La gente ya se disponía a cerrar los locales, cuando Ginger cruzaba por una zona de callejones.

      Comenzó a sudar con solo imaginarse la clase de maleantes que podrían estar a la espera de una víctima, tras los mugrosos contenedores de basura, y pensó en todas las señoritas que fueron víctimas de Jack el Destripador. Ginger estaba en una situación parecida a la que estuvieron todas ellas antes del crimen, salvo que por el disfraz distaba mucho de parecer prostituta.

      Un estrepitoso ruido detuvo su corazón y, luego, lo hizo latir muy rápido. Sonó como si varios baldes metálicos cayeran al suelo.

      Una mancha negra pasó como una exhalación por los pies de Ginger, seguida por un hombre gordo que salía a tumbos por la puerta trasera de un callejón mientras agitaba una escoba en el aire.

      —Maldito bicho, ¡vuelve a meterte con mis carnes y te convertirás en una hamburguesa! —masculló el hombre que vestía un mandil blanco manchado de sangre y grasa.

      El carnicero se limpió el sudor de la frente con su peludo y gordo brazo y se embarró de sangre. Después, miró a Ginger de arriba abajo tratando de descifrar de qué diablos iba disfrazada.

      —Oye niña, si ves a esa mascota del demonio, tráemelo, ¿entiendes?

      Ginger asintió enérgicamente con la cabeza y siguió su camino con rapidez. Antes de llegar a la esquina, en la entrada de otro callejón, vio que un gato de pelaje negro y brillante le daba la espalda.

      Sabía que en cuanto se acercara, lo asustaría y el animal saldría corriendo hacia recoveco más cercano, por lo que trató de amortiguar el sonido de sus pasos. A pesar de sus esfuerzos, las puntiagudas orejas del gato comenzaron a girar y retorcerse como una antena que trata de sintonizar la señal. Cuando encontró la «frecuencia» de los pasos, miró sobre su espalda y la enfocó.

      Ginger se detuvo en seco y se quedó congelada, sin mover un solo músculo, no quería que saliera huyendo. El gato fijó su felina y afilada mirada en ella. Tenía unos impresionantes ojos azul turquesa que parecían realzarse en 3D sobre su pelaje negro.

      Con la arrogante elegancia que suele caracterizar a los gatos, se levantó y giró hacia ella agitando la cola de un lado a otro.

      Oh, no. Ginger no era tonta, veía demasiado Animal Planet como para saber que la mirada fija y la cola danzante eran gestos equivalentes al de una serpiente que hacía sonar su cascabel.

      El gato adelantó una pata. Ginger retrocedió un pie y después, con mucho cuidado, rodeó al minino para poder pasar como si de un precipicio se tratara. El gato giró la cabeza en su dirección y la siguió con la mirada.

      Con un estremecedor escalofrío, Ginger cruzó la siguiente calle, ya se encontraba más cerca de su casa.

      —Miauu.

      Ella reprimió un grito y dio un respingo. El carnicero tenía razón. Tal vez sí era la mascota del demonio.

      Ahí estaba esa bola de pelo negra, mirándola directo a los ojos. Ronroneaba y movía lentamente la cola, de derecha a izquierda. Se acercó con parsimonia hacia ella. Ginger tenía miedo de pensar que, si corría, él se le engancharía en la pierna.

      —No, no, no. No te muevas —le suplicó mientras ella retrocedía los pasos que daba el gato— gatito, lindo gatito… ay, Dios, me das miedo.

      Tras su espalda, escuchó el pitido de los autos. Había llegado hasta el cordón de la calle y no podía seguir retrocediendo o la aplastarían como a un sapo.

      El gato se acercó tanto a ella que casi se podían tocar. Levantó el lomo y se enroscó en la pierna de Ginger: restregándose.

      Ella soltó el aire que había acumulado en su interior. Después de todo, no iba a morir asesinada por un gato.

      Se puso en cuclillas y le extendió su mano con la palma abierta hacia arriba. El animal la olisqueó un momento y luego restregó su sonrosada nariz y su mejilla contra ella. Ginger rascó tras sus orejas y le deslizó la mano sobre el lomo provocando que el gato se arqueara.

      Gin se rio.

      —Eres muy lindo —afirmó.

      Él maulló, como diciendo «lo sé», y cerró sus preciosos ojos azules mientras ella le rascaba el cuello. Su pelaje estaba mojado, pero era muy suave.

      Pronto, Ginger tocó algo extraño bajo el pelo de su cuello.

      —Vaya, ¿qué tienes aquí amigo?

      Se agachó un poco más y sus dedos jalaron una enredada cadena, pero de delicados eslabones, dorada.

      —¡No puede ser! ¿Cómo es que tú tienes cosas de oro y mis padres solo me dan… plástico?

      El gato protestó porque ella había dejado de acariciarlo y Ginger le frotó la barbilla con una mano mientras que, con la otra, le daba vueltas a la cadena y sentía la vibración de su ronroneo bajo los dedos.

      Se encontró con un pequeño óvalo dorado que tenía un escudo grabado en una cara y un nombre, en la otra.

      —«Se… Sebastian» —leyó—. ¿Te llamas Sebastian?

      —Miau.

      —No te ofendas, ¿quieres? Pero normalmente a los animales se les pone nombres ridículos como Skipie, Pulgas, Manchas, Rex o algo así, pero ¿Sebastian? ¿Quién es tu dueño? ¿Paris Hilton?

      Un trueno golpeó el cielo, un relámpago lo iluminó y las nubes soltaron la lluvia.

      —Ay, no.

      Ginger no lo pensó ni dos veces: tomó la cabeza de Escorpi con una mano, a Sebastian, el gato, con otra y se echó a correr. Sus pisadas salpicaban el agua de los charcos.

      Al llegar a su calle, sintió que las fuerzas le faltaban y la lluvia le borraba el camino a su de por sí miope vista.

      Subió las tres escalinatas de la entrada y, antes de aplastar la yema de su dedo contra el timbre, se acordó del gato que llevaba rebotando bajo el brazo.

      El pobre se había empapado de nuevo y sacudía la cabeza haciendo tintinear su collar. A Ginger no se le había ocurrido qué diablos era lo que iba a hacer con él.

      Sus padres no la dejarían tener otra mascota y, menos, un gato. Su madre les tenía alergia porque soltaban demasiado pelo.

      Un trueno volvió a viciar el sonido de la lluvia que repiqueteaba en la calle adoquinada y Ginger tomó su decisión: ella no tenía corazón para dejarlo ahí afuera en la tempestad. Quizá si lo escondía muy bien, en algún rincón de su habitación, su madre no se daría cuenta. Además, recordó que ese día tenía que hacer guardia en el hospital donde trabajaba y que su padre tenía una cirugía programada para altas horas de la noche, así que…

      Metió la bola de pelos en la cabeza de Escorpi, consciente de que no estaría cómodo. Sebastian siseó irritado.

      —Shh, cállate solo será un momento.

      Pulsó el timbre repetidas veces, sabía que con una bastaba, pero a ella le daba placer irritar a toda su familia mientras lo hacía.

      Del otro lado de la puerta, se oyeron pasos apresurados acompañados por el repiqueteo de pezuñas y varios ladridos.

      —¡Honey, perro malo, no arañes la puerta! … ¡Gin! Santo Dios. ¡Mira cómo vienes cariño! Entra, qué esperas. ¿Que llegue Navidad?

      La señora Kaminsky, o Kamy, la empujó dentro