Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
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olor dulzón de las galletas de mantequilla que se cocinaban en el horno, sentir el calor proveniente de la chimenea encendida en la sala y que «la hora clásica» saliera del viejo radio de su padre. En ese momento, sonaba la canción de Frank Sinatra, Singin’ in the Rain, que era muy apropiada para la ocasión.

      Mientras Kamy subía las escaleras en busca de una toalla caliente, Honey, el perro labrador de la familia que tenía su nombre por color miel de su pelaje, olfateó a Ginger frenéticamente. Debía percibir el olor de Sebastian.

      Sebastian, a su vez, debía percibir a Honey porque los pelos de su lomo se erizaron y el perro comenzó a gruñir por lo bajo.

      Cuando Kamy bajó con la toalla, trató de despojar a Ginger de su «uniforme».

      —¡No! Es decir, no te preocupes. Yo me encargo, subiré a cambiarme.

      —Como quieras —dijo Kamy con una mirada perspicaz—, pero no te vayas a resbalar, Ginger, por favor, tus padres ya tienen suficiente trabajo en el hospital como para atender otra pierna rota.

      Ginger salió de cambiarse y, al abrir la puerta de su habitación, se encontró con Sebastian que estaba empapando el hermoso edredón rosa que cubría su cama. El gato se acicalaba tras las orejas con una pata que ensalivaba.

      —Gato malo, bájate de ahí. —Lo ahuyentó con las manos y él fue hacia el piso.

      Sebastian la observaba mientras ella iba de un lado a otro buscando en los cajones trapos viejos o rotos, sin embargo, solo que encontró viejas bragas agujeradas.

      —… y, por favor, por ningún motivo quiero que salgas de esta habitación. ¿Entiendes?

      ...

      ¿Qué se suponía que iba a entender? Era un gato y no entendía la mayoría de las palabras humanas.

      —… porque si mi madre te llega a ver, Dios, no sé ni lo que pueda pasar. —Se detuvo contemplativa—. No, sí sé. Estallará la Tercera Guerra Mundial —exclamó haciendo un ademán de explosión con sus manos.

      Encendió la calefacción empotrada cerca del suelo y se arrastró con dificultad bajo la cama. Estaba claro que no servía para el ejército, pero tenía que cumplir con la peligrosa misión de hacer una camita para el gato con el montón de bragas.

      Luego, llenó un tazón con leche y otro con agua y, por último, trajo una misteriosa caja de zapatos.

      Se agachó frente a Sebastian y le inclinó la caja para que asomara la cabeza. Estaba llena de arena medio mojada y tenía una que otra hierba del jardín.

      —Escucha: esto —señaló dentro de la caja con un dedo— es para que hagas tus necesidades. Ya sabes, eres un gato y los gatos escarban —hizo ademán de escarbar sin tocar la tierra— para hacer pis o hacer poop —Se levantó y volvió a escabullirse bajo la cama para colocar la caja—. Lo dejaré aquí y espero que recuerdes todo lo que te he dicho.

      Sebastian pareció no entender una sola palabra, pero caminó cauteloso a la braga-cama, olisqueó el detergente con el que estaban lavadas, escarbó un poco para ahuecarlas, dio un par de vueltas alrededor de sí y se hizo un ovillo ronroneante y negro al envolverse con su cola.

      Ginger lo observó un momento hasta que sus párpados pesaron como el plomo y se metió en la cama.

      

Capítulo 2

      No todo lo que

      maulla es un minino

      A la mañana, Ginger se despertó con el agradable sonido de las gotas de lluvia que querían traspasar el cristal de su ventana.

      Con eso y con otro sonido.

      Cuando la señora Kaminsky no tomaba sus pastillas para los ronquidos antes de dormir, pues… roncaba; pero ¡santo cielo!, esa vez superaba el límite de los decibeles. El sonido era demasiado intenso y rasposo, parecía que roncaba con todas sus fuerzas pulmonares o que…

      De pronto, Ginger se abrazó a la almohada y la aprisionó contra su pecho. Con lentitud, asomó la cabeza al borde de la cama. Había una sábana tirada en el suelo sobre la que se podían distinguir dos bultos extraños.

      Con mucha cautela, tomó la sábana de un extremo y la jaló hacia arriba para descubrir dos largas, velludas, desnudas y fuertes piernas que sobresalían por debajo de la cama.

      —¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhh! —gritó Ginger y retrocedió sobre sus cobertores mientras se aferraba con las uñas a la almohada.

      Sintió un golpe bajo en la cama que hizo levantar un poco el colchón del lado donde tenía su trasero. Se levantó tambaleante y trató de subirse a la cabecera de la cama. Parecía una damisela en una isla rodeada por tiburones.

      —¡Auch!

      Los golpes en la puerta la sobresaltaron.

      —Ginger, ¿qué pasa ahí dentro? ¿Por qué gritaste? ¿Estás bien? —dijo Kamy con la voz amortiguada tras la puerta de madera.

      —Ah… sí. Fue solo una cucaracha —tranquilizó.

      Tremenda cucarachona, más bien.

      —Ay, Ginger, pues mátala, corazón. Espero que no hayas despertado a tus padres, llegaron hace un par de horas.

      —Está bien, yo me ocupo, Kamy.

      Cuando los arrastrados pasos de Kamy se alejaron por el pasillo, Ginger volvió a asomarse por el borde de la cama, pero ya no había nada.

      Era como si todo lo que sus padres le habían dicho sobre el «Coco» se estuviera volviendo realidad. Se asomó por las otras orillas, pero tampoco encontró algo.

      Quería bajarse de la cama y salir corriendo por la puerta, pero tenía miedo de que, si lo hacía, alguien pudiera jalarle el pie y quisiera arrastrarla bajo la cama con quien quiera que estuviese ahí.

      —¡Oh, no!

      Sebastian.

      ¡Sebastian estaba ahí! Se lo habían comido.

      —Oh, Dios.

      Ginger se estremeció de solo pensarlo.

      Logró saltar hasta una silla cercana y tomar una larga regla de madera entre sus manos a modo de arma blanca. Aunque no lograra verse peligrosa, porque las manos le temblaban como maracas, le daba algo de fuerza mental.

      Subió a su escritorio; la puerta ya la tenía a un lado. Luego, bajó un pie después de otro y, despacio, pegó la mejilla a la alfombra para ver bien qué diablos era lo que habitaba bajo su cama. ¿Acaso sería una bestia?

      Todo lo que su miope vista logró ver desde esa distancia fue un ovillo de piel humana que apenas cabía ahí debajo y que se sobaba la cabeza. Aprovechando que el humanoide no le prestaba atención, Ginger se acercó a rastras, con la regla en mano.

      Cuando estuvo más o menos cerca para que su arma alcanzara a «esa» cosa, le picó las costillas con la punta.

      —¡Ay! —el individuo dio un respingo y volvió a golpearse la cabeza con la base del colchón. Volteó y sus ojos se encontraron con los de Ginger, que enseguida se abrieron como dos platos de tamaño familiar.

      Él salió de debajo de la cama y se movió hacia atrás con gran agilidad. Cuando se levantó, Ginger solo pudo verle de los pies hasta la mitad de las pantorrillas. Ella lo imitó y se levantó; no dio crédito a lo que tenía frente a sí.

      Antes de que Ginger soltara la regla, que cayó con un rebote sordo sobre la alfombra, y se cubriera los ojos con las manos, lo vio; no hubo duda de que lo vio…

      Había un hombre completamente desnudo del otro lado de su cama.