Lo que todo gato quiere. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417142667
Скачать книгу
Tercera Guerra Mundial.

      La tenían encerrada en una bola de cristal, esterilizada y al vacío, que funcionó mientras era una niña, pero ahora, con casi dieciocho, le acarreaba problemas.

      Todavía no había dado su primer beso, todavía no tenía novio, todavía era virgen y todavía no podía encajar en ningún lugar ni sentarse en una mesa de la cafetería con alguien a quien considerara su amigo.

      Entonces recordó al tipo que escondía en su habitación.

      A Sebastian.

      Tenía muchas preguntas que hacerle y no sabía por dónde empezar. ¿Cómo es que se evoluciona de gato a humano en una sola noche? ¿Los humanos vendrían del gato y no del mono?

      Cielos, vivía engañada. Maldita escuela.

      Mientras pensaba en todas las posibilidades sobre el origen del mundo y la inmortalidad de las cucarachas, Ginger se sobresaltó. Su madre le dio un beso de despedida en la frente y su padre le revolvió el cabello como si fuera un niño. Con algo de suerte, no los vería hasta la mañana siguiente, tenía tiempo suficiente para pensar en qué hacer con el chico que estaba en su habitación.

      Momento…

      ¡Había un chico en su habitación! ¡Uno de verdad! ¿Por qué no lo había pensado antes? Impulsivamente, se miró el pecho; todavía llevaba puesta su enorme pijama rosa de los Care Bears. Alargó el cuello hasta verse en el espejo que estaba sobre la chimenea y se horrorizó con lo que vio.

      Su cabello era un desastre. De un lado, parecía que tenía un nido de avestruz y, del otro, parecía que la había lamido un

      camello.

      Se levantó de un salto y dejó el melón a medias, luego, corrió al baño más cercano. Sabía que no conquistaba ni a su perro, pero no podía permitirse que un chico tan guapo como Sebastian la viera en esas fachas.

      Trató de alisarse el cabello con un poco de agua del grifo, se sonó la nariz, lavó sus dientes hasta que las encías se le enrojecieron y, como no podía subir a su habitación vestida de esa manera, corrió al cuarto de lavado. Revolvió con frenesí la ropa limpia que estaba en el cesto hasta que dio con unos pantalones de mezclilla ajustados, con una blusa de tirantes de color azul y con un suéter rosa con el cierre en la parte de adelante.

      Ginger se escabulló en la cocina donde Kamy tarareaba London Bridge is Falling Down y logró rescatar el melón que no se había comido del refrigerador.

      —¿Qué haces?

      Sebastian la miró por encima de su hombro, tenía un bigote de leche embarrado en la cara. Luego se giró y dejó ver el tazón que Ginger le había dejado la noche anterior, bajo la cama.

      —Me moría de hambre —explicó.

      Ginger cerró la puerta tras su espalda y sonrió con ternura, seguía pareciendo un gato hasta por la forma que tenía de encoger los hombros.

      —Eso no es comida. Mira —le extendió el plato con melón—, traje esto para ti.

      Sebastian se acercó con un caminar lento, felino, elegante, preciso. Tomó el plato, lo olisqueó un poco y lo aceptó.

      —Vamos, no seas quisquilloso.

      —No lo soy, me cuido de no comer cosas envenenadas —al notar la ofensa en esas palabras, añadió—. No digo que esto esté envenenado, es solo que —se embutió un pedazo de fruta y habló con la boca llena— me ha tocado comer ratones envenena…

      Al ver la cara de horror que puso Ginger, se detuvo a media frase. Sebastian se sentó en una silla, con asiento de peluche de color rosa, que contrastaba de forma ridícula con su masculinidad.

      Ginger se tumbó en la cama, sobre su estómago, y recargó su barbilla en las manos. Lo observó atiborrarse de comida, tan fascinada como si estuviera contemplando los fuegos artificiales de Disneyland.

      Y es que, lo era todo.

      Cada gesto que hacía, por más pequeño que fuera, Dios, era como ver a una pantera. La forma en la que se lamía el labio superior para limpiarse los restos de melón, su mirada de satisfacción y de concentración al comer, la…

      De pronto, notó que la ropa le quedaba un poco corta, en particular, la camisa de manga larga.

      Oh, la lá.

      La tenía ceñida a los músculos de los brazos, a los hombros anchos, al pecho, al six-pack del abdomen, a todo. Solo le faltaba ver qué tal tenía la espalda. Ginger rio por su pensamiento, probablemente, estaba muy bien…

      ¡Y no! Ya basta.

      Ginger sacudió la cabeza. Se estaba distrayendo con cosas que jamás hubiera pensado que su mente era capaz de proyectar.

      Sebastian terminó de comer con una felina sonrisa en sus sonrosados labios y dijo:

      —Gracias, es lo más delicioso que he probado desde… pues, desde siempre.

      Se palpó el estómago como si estuviera a punto de reventar cuando en realidad lo notaba más plano que nada.

      —Sebastian, he querido preguntar —comenzó en un tono demasiado formal, muy típico de Ginger—. ¿Cómo es que tú…? Bueno, ya sabes…

      —Al grano, Gina…

      —Ginger —corrigió.

      A ella la invadió la vergüenza y Sebastian notó que era muy tímida. Él se levantó de su silla y caminó hacia el ventanal. Sí, así es, hacia el ventanal. No le guardaba rencor, después de todo.

      —¿Quieres saber por qué era un gato, pero amanecí como un humano? —preguntó mientras miraba al exterior, ahora transitado. Quiso ahorrarle a Ginger el sufrimiento de tener que hablar.

      —Sí —contestó en voz débil. Temía que él no quisiera contestar en caso de que la historia fuera desagradable o que el pasado lo hiciera llorar.

      Sí, como no. Ni que fuera ella.

      Él se recargó contra el helado cristal y cruzó los tobillos de manera perezosa. Ginger ganó una vista panorámica de su trasero y pensó que estaba como para comérselo.

      ¡Santo Dios! ¿En qué estaba pensando? Inevitable, pero cierto.

      Se obligó a prestarle atención mientras él contestaba.

      —Solo sé que ha sido así desde siempre —empezó con un rastro casi imperceptible de nostalgia en la voz.

      —¿No lo recuerdas?

      Sebastian negó con la cabeza y volteó hacia ella, sus ojos destellaron con el reflejo de la luz.

      —No lo entiendo —dijo Ginger un poco más suelta—. ¿Por qué cambias? ¿Tiene que ver con la luna? ¿Alguna fecha en especial? ¿Es tu cumpleaños? ¿El calentamiento global? ¿Es la maldición de los doce horóscopos chinos? ¿Eres un transformista?

      Sebastian no podía entender nada de lo que decía a causa de lo rápido que hablaba. Al final, no pudo contener la risa y agitó la mano en un gesto de negación.

      —¡Pero qué imaginación! No, no, nada de eso —respondió cuando ella hizo silencio—. Me tomó casi toda la vida descubrir lo que me hacía cambiar. Pensé en todo lo que has dicho, pero, al final, solo es una cosa. —Miró al exterior, al cielo, donde las nubes lloraban y sus lágrimas caían sobre la banqueta—: Es el agua.

      Ginger no dio crédito. De todas las cosas vudúes que se le habían ocurrido, ¿el agua era la respuesta? Ay, por favor, eso era… ¡Ridículo!

      Hizo un gesto escéptico.

      —¿Cómo puede hacerte eso? Si es tan…

      —… inofensiva —concluyó él.

      Ginger