76 Así habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Los aqueos, de larga cabellera, le arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero Agamenón, rey de hombres, gritóles con recias voces:
82 «Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, de tremolante casco, quiere decirnos algo.»
84 Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo:
86 «Oíd de mis labios, teucros y aqueos, de hermosas grebas, el ofrecimiento de Alejandro por quien se suscitó la contienda. Propone que teucros y aqueos dejemos las bellas armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro á Marte, peleen en medio por Helena y sus riquezas todas: el que venza, por ser más valiente, llevará á su casa mujer y riquezas, y los demás juraremos paz y amistad.»
95 Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente en la pelea, les habló de este modo:
97 «Ahora, oídme también á mí. Tengo el corazón traspasado de dolor, y creo que ya, argivos y teucros, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por mi contienda que Alejandro originó. Aquél de nosotros para quien se hallen aparejados el destino y la muerte, perezca; y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco y una cordera negra para la Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Júpiter. Conducid acá á Príamo para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y fementidos: no sea que alguien cometa una transgresión y quebrante los juramentos prestados invocando á Júpiter. El alma de los jóvenes es voluble, y el viejo, cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro á fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes.»
Paris, blandiendo dos lanzas de broncínea punta, desafiaba á los más valientes argivos
(Canto III, versos 18 á 20.)
111 Tal dijo. Gozáronse aqueos y teucros con la esperanza de que iba á terminar la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio mediaba entre ambos ejércitos.
116 Héctor despachó dos heraldos á la ciudad, para que en seguida le trajeran las víctimas y llamasen á Príamo. El rey Agamenón, por su parte, mandó á Taltibio que se llegara á las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció al divino Agamenón.
121 Entonces la mensajera Iris fué en busca de Helena, la de níveos brazos, tomando la figura de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida, que era la más hermosa de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran tela doble, purpúrea, en la cual entretejía muchos trabajos que los teucros, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas lorigas, habían padecido por ella en la marcial contienda. Paróse Iris, la de los pies ligeros, junto á Helena, y así le dijo:
130 «Ven, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de los teucros, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas lorigas. Los que antes, ávidos del funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso Marte unos contra otros, se sentaron—pues la batalla se ha suspendido—y permanecen silenciosos, reclinados en los escudos, con las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro á Marte, lucharán por ti con ingentes lanzas, y el que venza te llamará su amada esposa.»
139 Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de su anterior marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la habitación, cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera sola, pues la acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Climene, la de los grandes ojos. Pronto llegaron á las puertas Esceas.
146 Allí estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio, Hicetaón, vástago de Marte, y los prudentes Ucalegonte y Antenor, ancianos del pueblo; los cuales á causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores, semejantes á las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oir su aguda voz. Tales próceres troyanos había en la torre. Cuando vieron á Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos á otros, hablando quedo, estas aladas palabras:
156 «No es reprensible que los troyanos y los aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue á convertirse en una plaga para nosotros y para nuestros hijos.»
161 En tales términos hablaban. Príamo llamó á Helena y le dijo: «Ven acá, hija querida; siéntate á mi lado para que veas á tu anterior marido y á sus parientes y amigos—pues á ti no te considero culpable, sino á los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos—y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.»
171 Contestó Helena, divina entre las mujeres: «Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando á la vez que el tálamo, á mis hermanos, mi hija querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy á responder á tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fué cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido un sueño.»
181 Así dijo. El anciano contemplóle con admiración y exclamó: «¡Atrida feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que te obedecen. En otro tiempo fuí á la Frigia, en viñas abundosa, y vi á muchos de sus naturales—los pueblos de Otreo y de Migdón, igual á un dios—que con los ágiles corceles acampaban á orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba á fuer de aliado, el día en que llegaron las varoniles amazonas. Pero no eran tantos como los aqueos de ojos vivos.»
191 Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió á preguntar: «Ea, dime también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón Atrida, pero más espacioso de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas.»
199 Respondióle Helena, hija de Júpiter: «Aquél es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crió en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos.»
203 El sensato Antenor replicó al momento: «Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con Menelao, caro á Marte; yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer el carácter y los prudentes consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie, sobresalía Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso. Cuando hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba de prisa, poco, pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más joven, se apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse, permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo, no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo ó por un estólido. Mas