399 «¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, á cualquier populosa ciudad de la Frigia ó de la Meonia amena donde algún hombre dotado de palabra te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao ha vencido á Alejandro, y quiere que yo, la odiosa, vuelva á su casa? Ve, siéntate al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te conduzcan tus pies al Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te haga su esposa ó su esclava. No iré allá, ¡vergonzoso fuera!, á compartir su lecho; todas las troyanas me lo vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban mi corazón.»
413 La diosa Venus le respondió colérica: «¡No me irrites, desgraciada! No sea que, enojándome, te abandone; te aborrezca de modo tan extraordinario como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre teucros y dánaos, y tú perezcas de mala muerte.»
418 Así habló. Helena, hija de Júpiter, tuvo miedo; y echándose el blanco y espléndido velo, salió en silencio tras de la diosa, sin que ninguna de las troyanas lo advirtiera.
421 Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas volvieron á sus labores, y la divina entre las mujeres se fué derecha á la cámara nupcial de elevado techo. La risueña Venus colocó una silla delante de Alejandro; sentóse Helena, hija de Júpiter, que lleva la égida, y apartando la vista de su esposo, le increpó con estas palabras:
428 «¡Vienes de la lucha... y hubieras debido perecer á manos del esforzado varón que fué mi anterior marido! Blasonabas de ser superior á Menelao, caro á Marte, en fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócale de nuevo á singular combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea que en seguida sucumbas, herido por su lanza.»
437 Contestó Paris: «Mujer, no me zahieras con amargos reproches. Hoy ha vencido Menelao con el auxilio de Minerva; otro día le venceré yo, pues también tenemos dioses que nos protegen. Mas, ea, acostémonos y volvamos á ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves que atraviesan el ponto y llegamos á la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.»
447 Dijo, y se encaminó al tálamo; la esposa le siguió, y ambos se acostaron en el torneado lecho.
449 El Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo á Menelao, caro á Marte; que no por amistad le hubiesen ocultado, pues á todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte. Y Agamenón, rey de hombres, les dijo:
456 «¡Oíd, troyanos, dárdanos y aliados! Es evidente que la victoria quedó por Menelao, caro á Marte; entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización, la que sea justa, para que llegue á conocimiento de los hombres venideros.»
461 Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron.
Júpiter y los demás dioses deliberan sobre la suerte de Troya. Hebe les sirve el néctar
CANTO IV
VIOLACIÓN DE LOS JURAMENTOS.—AGAMENÓN REVISTA LAS TROPAS
1 Sentados en el áureo pavimento á la vera de Júpiter, los dioses celebraban consejo. La venerable Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y contemplaban la ciudad de Troya. Pronto el Saturnio intentó zaherir á Juno con mordaces palabras; y hablando fingidamente, dijo:
7 «Dos son las diosas que protegen á Menelao, Juno argiva y Minerva alalcomenia; pero sentadas á distancia, se contentan con mirarle; mientras que la risueña Venus acompaña constantemente al otro y le libra de las Parcas, y ahora le ha salvado cuando él mismo creía perecer. Pero como la victoria quedó por Menelao, caro á Marte, deliberemos sobre sus futuras consecuencias; si conviene promover nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, ó reconciliar á entrambos pueblos. Si á todos pluguiera y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y Menelao se llevaría la argiva Helena.»
20 Así se expresó. Minerva y Juno, que tenían los asientos contiguos y pensaban en causar daño á los teucros, se mordieron los labios. Minerva, aunque airada contra su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero á Juno no le cupo la ira en el pecho, y exclamó:
25 «¡Crudelísimo Saturnio! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano é ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando reunía el ejército contra Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.»
30 Respondióle muy indignado Júpiter, que amontona las nubes: «¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que continuamente anheles destruir la bien edificada ciudad de Ilión? Si trasponiendo las puertas de los altos muros, te comieras crudo á Príamo, á sus hijos y á los demás troyanos, quizás tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy á decirte que fijarás en la memoria: cuando yo tenga vehemente deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no retardes mi cólera y déjame obrar; ya que ésta te la cedo espontáneamente, aunque contra los impulsos de mi alma. De las ciudades que los hombres terrestres habitan debajo del sol y del cielo estrellado, la sagrada Troya era la preferida de mi corazón, con Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás careció en ella de libaciones y víctimas, que tales son los honores que se nos deben.»
50 Contestó Juno veneranda, la de los grandes ojos: «Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré siquiera. Y si me opusiere y no te permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Saturno engendróme la más venerable, por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses nos seguirán. Manda presto á Minerva que vaya al campo de la terrible batalla de los teucros y los aqueos, y procure que los teucros empiecen á ofender, contra lo jurado, á los envanecidos aqueos.»
68 Tal dijo. No desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y dirigiéndose á Minerva, profirió estas aladas palabras:
70 «Ve pronto al campo de los teucros y de los aqueos, y procura que los teucros empiecen á ofender, contra lo jurado, á los envanecidos aqueos.»
73 Con tales voces instigóle á hacer lo que ella misma deseaba; y Minerva bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como señal por el hijo del artero Saturno á los navegantes ó á los individuos de un gran ejército, despide numerosas chispas; de igual modo Palas Minerva se lanzó á la tierra y cayó en medio del campo. Asombráronse cuantos la vieron, así los teucros, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, y no faltó quien dijera á su vecino:
82 «Ó empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, ó Júpiter, árbitro de la guerra humana, pondrá amistad entre ambos pueblos.»
85 De esta manera hablaban algunos de los aqueos y de los teucros. La diosa, transfigurada en varón—parecíase á Laódoco Antenórida, esforzado combatiente,—penetró por el ejército teucro buscando al deiforme Pándaro. Halló por fin al eximio y fuerte hijo de Licaón en medio de las filas de hombres valientes,