110 «¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Marte! En grave infortunio envolvióme Júpiter. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilión, y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me ordena regresar á Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Júpiter, que ha destruído las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras porque su poder es inmenso. Vergonzoso será para nosotros que lleguen á saberlo los hombres de mañana. ¡Un ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana é ineficaz! ¡Combatir contra un número menor de hombres y no saberse aún cuándo la contienda tendrá fin! Pues si aqueos y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos, y reunidos cuantos troyanos hay en sus hogares y agrupados nosotros en décadas, cada una de éstas eligiera un troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin escanciador. ¡En tanto superan los aqueos á los troyanos que en Ilión moran! Pero han venido en su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de mi propósito y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Troya. Nueve años del gran Jove transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras esposas é hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos dado cima á la empresa para la cual vinimos. Ea, obremos todos como voy á decir: Huyamos en las naves á nuestra patria, pues ya no tomaremos á Troya, la de anchas calles.»
142 Así dijo; y á todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el corazón en el pecho. Agitóse la junta como las grandes olas que en el mar Icario levantan el Euro y el Noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Júpiter. Como el Céfiro mueve con violento soplo un campo de trigo y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda la junta. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhórtanse á tirar de ellos para botarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen á volver á la patria llega hasta el cielo.
155 Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los argivos, si Juno no hubiese dicho á Minerva:
157 «¡Oh dioses! ¡Hija de Júpiter, que lleva la égida! ¡Indómita deidad! ¿Huirán los argivos á sus casas, á su tierra por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo á Príamo y á los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos, de broncíneas lorigas, detén con suaves palabras á cada guerrero y no permitas que boten al mar los corvos bajeles.»
166 De este modo habló. Minerva, la diosa de los brillantes ojos, no fué desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó presto á las naves aqueas y halló á Ulises, igual á Júpiter en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de muchos bancos porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y poniéndose á su lado, díjole Minerva, la de los brillantes ojos:
173 «¡Hijo de Laertes, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! ¿Huiréis á vuestras casas, á la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis como trofeo á Príamo y á los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos y no cejes: detén con suaves palabras á cada guerrero y no permitas que boten al mar los corvos bajeles.»
182 Dijo. Ulises conoció la voz de la diosa; tiró el manto, que recogió el heraldo Euríbates de Ítaca, que le acompañaba; corrió hacia el Atrida Agamenón, para que le diera el imperecedero cetro paterno; y con éste en la mano, enderezó á las naves de los aqueos, de broncíneas lorigas.
188 Cuando encontraba á un rey ó á un capitán eximio, parábase y le detenía con suaves palabras:
190 «¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Deténte y haz que los otros se detengan también. Aún no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos prueba, y pronto castigará á los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que dijo. No sea que, irritándose, maltrate á los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos de Jove, es terrible, porque su dignidad procede del próvido Júpiter y éste los ama.»
198 Cuando encontraba á un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y le increpaba de esta manera:
200 «¡Desdichado! Estáte quieto y escucha á los que te aventajan en bravura; tú, débil é inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquel á quien el hijo del artero Saturno dió cetro y leyes para que reine sobre nosotros.»
Anda, pernicioso Sueño, introdúcete en la tienda de Agamenón y dile lo que voy á encargarte
(Canto II, versos 8 á 10.)
207 Así Ulises, obrando como supremo jefe, se imponía al ejército; y ellos se apresuraban á volver de las tiendas y naves á la junta, con gran vocerío, como cuando el olaje del estruendoso mar brama en la anchurosa playa y el ponto resuena.
211 Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, á excepción de Tersites, que, sin poner freno á la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes; y lo que á él le pareciera, hacerlo ridículo para los argivos. Fué el hombre más feo que llegó á Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanle de un modo especial Aquiles y Ulises, á quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, insultaba al divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban é irritaban mucho contra él, seguía increpándole á voz en grito:
225 «¡Atrida! ¿De qué te quejas ó de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que á nadie cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que un troyano te traiga de Ilión para redimir al hijo que yo ú otro aqueo haya hecho prisionero? ¿Ó, por ventura, una joven con quien goces del amor y que tú solo poseas? No es justo que, siendo el jefe, ocasiones tantos males á los aqueos. ¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves á la patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve ó no nuestra ayuda; ya que ha ofendido á Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.»
243 Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo á Agamenón, pastor de hombres. El divino Ulises se detuvo á su lado; y mirándole con torva faz, le increpó duramente:
246 «¡Tersites parlero! Aunque seas orador fecundo, calla y no quieras disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido á Ilión con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca á los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz ó desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto le zahieres. Lo que voy á decir se cumplirá: Si vuelvo á encontrarte delirando como ahora, que Ulises no conserve la cabeza sobre los hombros ni sea llamado padre de Telémaco si, echándote mano, no te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus vergüenzas) y no te envío lloroso de la junta á las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.»