228 Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres: «Ése es el ingente Ayax, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo, como un dios, entre los cretenses; rodéanle los capitanes de sus tropas. Muchas veces Menelao, caro á Marte, le hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo á los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no veo á dos caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me dió mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿Ó llegaron en las naves, que atraviesan el ponto, y no quieren entrar en combate para no hacerse partícipes de mi deshonra y múltiples oprobios?»
243 De este modo habló. Á ellos la fértil tierra los tenía ya en su seno, en Lacedemonia, en su misma patria.
245 Los heraldos atravesaban la ciudad con las víctimas para los divinos juramentos, los dos corderos, y el regocijador vino, fruto de la tierra, encerrado en un odre de piel de cabra. El heraldo Ideo llevaba además una reluciente cratera y copas de oro; y acercándose al anciano, invitóle diciendo:
250 «¡Levántate, hijo de Laomedonte! Los próceres de los teucros, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas lorigas, te piden que bajes á la llanura y sanciones los fieles juramentos; pues Alejandro y Menelao, caro á Marte, combatirán con luengas lanzas por la esposa: mujer y riquezas serán del que venza, y después de pactar amistad con fieles juramentos, nosotros seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán á Argos, criador de caballos, y á la Acaya de lindas mujeres.»
259 Así dijo. Estremecióse el anciano y mandó á los amigos que engancharan los caballos. Obedeciéronle solícitos. Subió Príamo y cogió las riendas; á su lado, en el magnífico carro, se puso Antenor. É inmediatamente guiaron los ligeros corceles hacia la llanura por las puertas Esceas.
264 Cuando hubieron llegado al campo, descendieron del carro al almo suelo y se encaminaron al espacio que mediaba entre los teucros y los aqueos. Levantóse al punto el rey de hombres Agamenón, levantóse también el ingenioso Ulises; y los heraldos conspicuos juntaron las víctimas que debían inmolarse para los sagrados juramentos, mezclaron vinos en la cratera y dieron aguamanos á los reyes. El Atrida, con la daga que llevaba junto á la espada, cortó pelo de la cabeza de los corderos, y los heraldos lo repartieron á los próceres teucros y aquivos. Y, colocándose el Atrida en medio de todos, oró en alta voz con las manos levantadas:
276 «¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! ¡Sol, que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Ríos! ¡Tierra! ¡Y vosotros que en lo profundo castigáis á los muertos que fueron perjuros! Sed todos testigos y guardad los fieles juramentos: Si Alejandro mata á Menelao, sea suya Helena con todas las riquezas y nosotros volvámonos en las naves, que atraviesan el ponto; mas si el rubio Menelao mata á Alejandro, devuélvannos los troyanos á Helena y las riquezas todas, y paguen la indemnización que sea justa para que llegue á conocimiento de los hombres venideros. Y si, vencido Alejandro, Príamo y sus hijos se negaren á pagar la indemnización, me quedaré á combatir por ella hasta que termine la guerra.»
292 Dijo, cortó el cuello á los corderos y los puso palpitantes, pero sin vida, en el suelo; el cruel bronce les había quitado el vigor. Llenaron las copas en la cratera, y derramando el vino oraban á los sempiternos dioses. Y algunos de los aqueos y de los teucros exclamaron:
298 «¡Júpiter gloriosísimo, máximo! ¡Dioses inmortales! Los primeros que obren contra lo jurado, vean derramárseles á tierra, como este vino, sus sesos y los de sus hijos, y sus esposas caigan en poder de extraños.»
302 De esta manera hablaban, pero el Saturnio no ratificó el voto. Y Príamo Dardánida les dijo:
304 «¡Oídme, teucros y aqueos, de hermosas grebas! Yo regresaré á la ventosa Ilión, pues no podría ver con estos ojos á mi hijo combatiendo con Menelao, caro á Marte. Júpiter y los demás dioses inmortales saben para cuál de ellos tiene el destino preparada la muerte.»
310 Dijo, y el varón igual á un dios colocó los corderos en el carro, subió al mismo y tomó las riendas; á su lado, en el magnífico carro, se puso Antenor. Y al instante volvieron á Ilión.
314 Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y echando dos suertes en un casco de bronce, lo meneaban para decidir quién sería el primero en arrojar la broncínea lanza. Los hombres oraban y levantaban las manos á los dioses. Y algunos de los aqueos y de los teucros exclamaron:
320 «¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concede que quien tantos males nos causó á unos y á otros, muera y descienda á la morada de Plutón, y nosotros disfrutemos de la jurada amistad.»
324 Así decían. El gran Héctor, de tremolante casco, agitaba las suertes volviendo el rostro atrás: pronto saltó la de Paris. Sentáronse los guerreros, sin romper las filas, donde cada uno tenía los briosos corceles y las labradas armas. El divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, vistió una magnífica armadura: púsose en las piernas elegantes grebas ajustadas con broches de plata; protegió el pecho con la coraza de su hermano Licaón, que se le acomodaba bien; colgó del hombro una espada de bronce guarnecida con clavos de plata; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la robusta cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho de crines de caballo ondeaba en la cimera, y asió una fornida lanza que su mano pudiera manejar. De igual manera vistió las armas el aguerrido Menelao.
340 Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre, aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible; y así los teucros, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó el primero la luenga lanza y dió un bote en el escudo liso del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Y Menelao Atrida, disponiéndose á acometer con la suya, oró al padre Júpiter:
351 «¡Júpiter soberano! Permíteme castigar al divino Alejandro que me ofendió primero, y hazle sucumbir á mis manos, para que los hombres venideros teman ultrajar á quien los hospedare y les ofreciere su amistad.»
355 Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó á dar en el escudo liso del Priámida. La ingente lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El Atrida desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos clavos; pero al herir al enemigo en la cimera del casco, se le cae de la mano, rota en tres ó cuatro pedazos. Suspira el héroe, y alzando los ojos al anchuroso cielo, exclama:
365 «¡Padre Júpiter, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza resulta inútil y no consigo vencerle.»
369 Dice, y arremetiendo á Paris, cógele por el casco adornado con espesas crines de caballo y le arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Venus, hija de Júpiter, que rompió la correa hecha del cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió á la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó á los aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao á Paris para matarle con la broncínea lanza; pero Venus arrebató á su hijo con gran facilidad, por ser diosa, y llevóle, envuelto en densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo. Luego fué á llamar á Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró suavemente de su perfumado velo, y tomando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba á Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta, dijo la diosa Venus:
390 «Ven. Te llama Alejandro para que vuelvas á tu casa.