272 «¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha realizado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no le impulsará en lo sucesivo á zaherir con injuriosas palabras á los reyes.»
278 De tal modo hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Minerva, la de los brillantes ojos, que, transfigurada en heraldo, junto á él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran el discurso y meditaran los consejos), y benévolo les arengó diciendo:
284 «¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de la Argólide, criadora de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilión. Cual si fuesen niños ó viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar á su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enfado, pues, porque los aqueos se impacienten junto á las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fué verídica la predicción de Calcas. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados por las Parcas, sois testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que tantos males habían de traer á Príamo y á los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas á los inmortales, junto á una fuente y á la sombra de un hermoso plátano á cuyo pie manaba el agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara á la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró á los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y á los polluelos, el dios que lo hiciera aparecer obró en él un prodigio: el hijo del artero Saturno transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcas, vaticinando, exclamó: «¿Por qué enmudecéis, aqueos de larga cabellera? El próvido Júpiter es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró á los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y con la madre que los dió á luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fué lo que dijo y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!»
333 De tal suerte habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Ulises. Y Néstor, caballero gerenio, les arengó diciendo:
337 «¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué son de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro objeto. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión á los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno ó dos que en discordancia con los demás aqueos desean, aunque no realizarán su propósito, regresar á Argos antes de saber si fué ó no falsa la promesa de Júpiter, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Saturnio se nos mostró propicio, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer á los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa por volver á su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huída y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros te damos. No es despreciable lo que voy á decirte: Agrupa á los hombres, oh Agamenón, por tribus y familias, para que una tribu ayude á otra tribu y una familia á otra familia. Si así obrares y te obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses ó por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra.»
369 Respondió el rey Agamenón: «De nuevo, oh anciano, superas en la junta á los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Júpiter, Minerva, Apolo!, tuviera entre los argivos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruída por nuestras manos. Pero Júpiter, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas. Aquiles y yo peleamos con encontradas razones por una muchacha, y fuí el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id á comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto á los corceles de pies ligeros é inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá á prueba el horrendo Marte. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue á los valientes guerreros á separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, se impregnará de sudor en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquel que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo le vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.»
394 Así habló. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no lo dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes á uno, quiénes á otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de morir en la batalla. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Saturnio, habiendo llamado á su tienda á los principales caudillos de los aqueos todos: á Néstor y al rey Idomeneo, luego á entrambos Ayaces y al hijo de Tideo, y en sexto lugar á Ulises, igual en prudencia á Júpiter. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocáronse todos alrededor del buey y tomaron harina con sal. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:
412 «¡Júpiter gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡Que no se ponga el sol ni sobrevenga la obscura noche, antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo á las llamas; pegue voraz fuego á las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea á muchos de sus compañeros caídos de bruces en el polvo y mordiendo la tierra!»
419 Dijo; pero el Saturnio no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, cubriéronlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, y los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo restante, lo cogieron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Néstor, caballero gerenio, comenzó á decirles:
434 «¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! No nos entretengamos