104 Así dijo Minerva. El insensato se dejó persuadir, y asió en seguida el pulido arco hecho con las astas de un lascivo buco montés, á quien él acechara é hiriera en el pecho cuando saltaba de un peñasco: el animal cayó de espaldas en la roca, y sus cuernos de dieciséis palmos fueron ajustados y pulidos por hábil artífice y adornados con anillos de oro. Pándaro tendió el arco, bajándolo é inclinándolo al suelo, y sus valientes amigos le cubrieron con los escudos, para que los belicosos aqueos no arremetieran contra él antes que Menelao, aguerrido hijo de Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una flecha nueva, alada, causadora de acerbos dolores; adaptó á la cuerda del arco la amarga saeta, y votó á Apolo Licio sacrificarle una hecatombe perfecta de corderos primogénitos cuando volviera á su patria, la sagrada ciudad de Zelea. Y cogiendo á la vez las plumas y el bovino nervio, tiró hacia su pecho y acercó la punta de hierro al arco. Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda, y saltó la puntiaguda flecha deseosa de volar sobre la multitud.
127 No se olvidaron de ti, oh Menelao, los felices é inmortales dioses y especialmente la hija de Júpiter, que impera en las batallas; la cual, poniéndose delante, desvió la amarga flecha: apartóla del cuerpo como la madre ahuyenta una mosca de su niño que duerme plácidamente, y la dirigió al lugar donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y la coraza era doble. La amarga saeta atravesó el ajustado cinturón, obra de artífice; se clavó en la magnífica coraza, y rompiendo la chapa que el héroe llevaba para proteger el cuerpo contra las flechas y que le defendió mucho, rasguñó la piel y al momento brotó de la herida la negra sangre.
141 Como una mujer meonia ó caria tiñe en púrpura el marfil que ha de adornar el freno de un caballo, muchos jinetes desean llevarlo y aquélla lo guarda en su casa para un rey á fin de que sea ornamento para el caballo y motivo de gloria para el caballero; de la misma manera, oh Menelao, se tiñeron de sangre tus bien formados muslos, las piernas y los hermosos tobillos.
148 Estremecióse el rey de hombres Agamenón, al ver la negra sangre que manaba de la herida. Estremecióse asimismo Menelao, caro á Marte; mas como advirtiera que quedaban fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo en su pecho. Y el rey Agamenón, asiendo de la mano á Menelao, dijo entre hondos suspiros mientras los compañeros gemían:
155 «¡Hermano querido! Para tu muerte celebré el jurado convenio cuando te puse delante de todos á fin de que lucharas por los aqueos, tú solo, con los troyanos. Así te han herido: pisoteando los juramentos de fidelidad. Pero no serán inútiles el pacto, la sangre de los corderos, las libaciones de vino puro y el apretón de manos en que confiábamos. Si el Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde, y pagarán cuanto hicieron con una gran pena: con sus propias cabezas, sus mujeres y sus hijos. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno; el excelso Jove Saturnio, que vive en el éter, irritado por este engaño, agitará contra ellos su égida espantosa. Todo esto ha de suceder irremisiblemente. Pero será grande mi pesar, oh Menelao, si mueres y llegas al término fatal de tu vida, y he de volver con oprobio á la árida Argos; porque los aqueos se acordarán en seguida de su tierra patria, dejaremos como trofeo en poder de Príamo y de los troyanos á la argiva Helena, y tus huesos se pudrirán en Troya á causa de una empresa no llevada á cumplimiento. Y alguno de los troyanos soberbios exclamará saltando sobre la tumba del glorioso Menelao: Así realice Agamenón todas sus venganzas como ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó á su patria con las naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao. Y cuando esto diga, ábraseme la anchurosa tierra.»
183 Para tranquilizarle, respondió el rubio Menelao: «Ten ánimo y no espantes á los aqueos. La aguda flecha no me ha herido mortalmente, pues me protegió por fuera el labrado cinturón y por dentro la faja y la chapa que forjó el broncista.»
188 Contestó el rey Agamenón: «¡Ojalá sea así, querido Menelao! Un médico reconocerá la herida y le aplicará drogas que calmen los terribles dolores.»
192 Dijo, y en seguida dió esta orden al divino heraldo Taltibio: «¡Taltibio! Llama pronto á Macaón, el hijo del insigne médico Esculapio, para que reconozca al aguerrido Menelao, hijo de Atreo, á quien ha flechado un hábil arquero troyano ó licio; gloria para él y llanto para nosotros.»
198 Tales fueron sus palabras, y el heraldo al oirle no desobedeció. Fuése por entre los aqueos, de broncíneas lorigas, buscó con la vista al héroe Macaón y le halló en medio de las fuertes filas de hombres escudados que le habían seguido desde Trica, criadora de caballos. Y deteniéndose cerca de él, le dirigió estas aladas palabras:
204 «¡Ven, hijo de Esculapio! Te llama el rey Agamenón para que reconozcas al aguerrido Menelao, caudillo de los aqueos, á quien ha flechado hábil arquero troyano ó licio; gloria para él y llanto para nosotros.»
207 Así dijo, y Macaón sintió que en el pecho se le conmovía el ánimo. Atravesaron, hendiendo por la gente, el espacioso campamento de los aqueos; y llegando al lugar donde fué herido el rubio Menelao (éste aparecía como un dios entre los principales caudillos que en torno de él se habían congregado), Macaón arrancó la flecha del ajustado cíngulo; pero al tirar de ella, rompiéronse las plumas, y entonces desató el vistoso cinturón y quitó la faja y la chapa que hiciera el broncista. Tan pronto como vió la herida causada por la cruel saeta, chupó la sangre y aplicó con pericia drogas calmantes que á su padre había dado Quirón en prueba de amistad.
Cual fúlgida estrella, enviada como señal por Júpiter, Minerva se lanzó á la tierra y cayó en medio del campo
(Canto IV, versos 75 á 79.)
220 Mientras se ocupaban en curar á Menelao, valiente en la pelea, llegaron las huestes de los escudados teucros; vistieron aquéllos la armadura, y ya sólo en batallar pensaron.
223 Entonces no hubieras visto que el divino Agamenón se durmiera, temblara ó rehuyera el combate; pues iba presuroso á la lid, donde los varones alcanzan gloria. Dejó los caballos y el carro de broncíneos adornos—Eurimedonte, hijo de Ptolomeo Piraída, se quedó á cierta distancia con los fogosos corceles,—encargó al auriga que no se alejara por si el cansancio se apoderaba de sus miembros, mientras ejercía el mando sobre aquella multitud de hombres, y empezó á recorrer á pie las hileras de guerreros. Á los dánaos, de ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los animaba diciendo:
234 «¡Argivos! No desmaye vuestro impetuoso valor. El padre Júpiter no protegerá á los pérfidos; como han sido los primeros en faltar á lo jurado, sus tiernas carnes serán pasto de buitres y nosotros nos llevaremos en las naves á sus esposas é hijos cuando tomemos la ciudad.»
240 Á los que veía remisos en marchar al odioso combate, los increpaba con iracundas voces:
242 «¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir, hombres vituperables! ¿No os avergonzáis? ¿Por qué os encuentro atónitos como cervatos que, habiendo corrido por espacioso campo, se detienen cuando ningún vigor queda en su pecho? Así estáis vosotros: pasmados y sin pelear. ¿Aguardáis acaso que los teucros lleguen á la playa donde tenemos las naves de lindas popas, para ver si el Saturnio extiende su mano sobre vosotros?»
250 De tal suerte revistaba, como generalísimo, las filas de guerreros. Andando por entre la muchedumbre, llegó al sitio donde los cretenses vestían las armas con el aguerrido Idomeneo. Éste, semejante á un jabalí por su braveza, se hallaba en las primeras filas, y Meriones enardecía á los soldados de las últimas falanges. Al verlos, el rey de hombres Agamenón se alegró y dijo á Idomeneo con