Este modelo, fruto de la investigación de los psicólogos Joseph Luft y Harry Ingham y aplicable a cualquier interacción humana, pretende explicar a «la persona en su totalidad en relación con los demás». En especial, los cuatro cuadrantes que componen el modelo valoran «los comportamientos, los sentimientos y las motivaciones» de la persona en relación con el interlocutor o los interlocutores.
A través de los diferentes cruces entre aquello que conocemos o no conocemos de nosotros mismos y lo que conoce o no conoce sobre nosotros el interlocutor, se definen algunas áreas de relación con características diferentes.
El cuadrante I es el área abierta, aquello que es compartido y conocido por ambos interlocutores. Está formado por aquello que, intencionada y conscientemente, revelo a mi interlocutor, el lugar de la comunicación querida y realizada.
«El cuadrante abierto, el área de la actividad libre, es una ventana abierta al mundo, incluido el propio yo. El comportamiento, los sentimientos y las motivaciones conocidas por uno mismo y los demás constituyen la base para la interacción y el intercambio. […] La apertura hacia el mundo implica una fase de continuo desarrollo y crecimiento», dice Luft.
Para que una relación sea rica, es necesario que los interlocutores estén dispuestos a compartir información sobre sí mismos.
El cuadrante II incluye informaciones que nos afectan, pero que desconocemos, y que, en cambio, nuestro interlocutor conoce. Dado que considero que para el ejercicio del arte oratorio pueden resultar útiles algunas reflexiones sobre esta área, dedicaré el siguiente apartado a profundizar sobre el tema.
El cuadrante III es el área oculta.
«Aquello que es conocido por el individuo e ignorado por los demás es el campo de lo privado. Aquí impera la discreción. El tercer cuadrante es un almacén para todo aquello que sabemos, incluido aquello que sabemos de nosotros mismos y de los demás, pero preferimos no divulgar. […] El problema clave es la corrección en la revelación de uno mismo» (Luft).
Si es cierto que un intercambio rico y, por tanto, la decisión de transferir material desde el área oculta hasta la abierta son necesarios para una relación provechosa, también lo es que revelar cosas de uno mismo que el otro no está dispuesto a aceptar, o que no son adecuadas al momento y la situación, puede producir resultados negativos en términos de relación. Una correcta revelación de uno mismo es fruto de la atención prestada a uno mismo, al otro y a la situación: requiere análisis y sensibilidad.
El cuadrante IV se puede definir también como el territorio del inconsciente. Existe un área extensa de la que ni el individuo ni el interlocutor tienen conocimiento.
«El cuarto cuadrante contiene todos los recursos no aprovechados de la persona. […] en C4 se encuentran también los rastros de las experiencias vividas. […] sabemos mucho más de lo que conscientemente conocemos» (Luft).
Lo que sabemos de nosotros mismos es sólo una parte infinitesimal de lo que constituye nuestro ser, que comprende también nuestro inconsciente. Al respecto, Bobbio afirmaba que aquello que llamamos conciencia es algo similar a la poca agua que se observa en un pozo sin fondo. Esto significa que, más allá de los límites de lo que recordamos, existen percepciones y acciones que nos resultan desconocidas e incognoscibles, porque ahora ya no forman parte de nosotros, sino que pertenecen a un nosotros que existió en otro tiempo y otro lugar y que ahora ha desaparecido.
«En el fondo, el conocimiento que tengo de mí mismo es oscuro, interior, inexpresable, secreto como una complicidad» (M. Yourcenar, Memorias de Adriano).
Consciente, preconsciente, inconsciente
Al respecto, Freud sostiene que el área consciente, es decir, la de la conciencia, aquella que coincide con nuestra actividad diurna y de la que tenemos conocimiento, es muy reducida respecto al área que nos resulta desconocida, la que identifica con el preconsciente y el inconsciente. El preconsciente representa el conjunto de materiales psíquicos (deseos, recuerdos…) que, aun siendo inconscientes, pueden hacerse fácilmente conscientes. El inconsciente, en cambio, se refiere a los factores psíquicos que se mantienen desconocidos mediante la represión (mecanismo a través del cual se mantienen fuera del ámbito de la conciencia experimentos y pensamientos), y que sólo a través de un trabajo específico y con gran esfuerzo pueden aflorar hasta la conciencia.
Este concepto puede explicarse con la metáfora del iceberg: es una característica del iceberg que la parte emergida sea mucho menor que la que se halla bajo el agua; del mismo modo, el área desconocida del hombre es mucho mayor que aquella de la que es consciente.
«Hemos aprendido a considerar la conciencia como verbal, explícita, articulada, racional, lógica, estructurada, aristotélica, realista y sensible. Comparándola con la profundidad del ser humano, los psicólogos aprendemos a respetar también lo inarticulado, lo preverbal y lo subverbal, lo tácito, lo inefable, lo mítico, lo arcaico, lo simbólico, lo poético y lo estético. Sin todo esto, nada de lo que diga una persona puede ser completo» (Abraham H. Maslow).
LA CÁMARA OCULTA
«El otro posee un secreto: el secreto de lo que soy» (Jean Paul Sartre).
En nuestra interacción con los demás existe un área, una zona gris, donde algunos comportamientos y motivaciones son ignorados por el propio individuo pero conocidos por los demás. Es lo que nos dice el segundo cuadrante de la ventana de Johari.
Se trata de un área que despierta una sensación de peligro. Y, precisamente, subraya Luft: «Las áreas ciegas aumentan el riesgo de vivir con nosotros mismos y con los demás […] Los demás tienen capacidad para obligar al individuo a conocer cosas que no está preparado para percibir».
Esta área es muy interesante para el orador. Hay algo de nosotros que se nos escapa y que puede percibir nuestro público.
En ciertos aspectos, el público tiene una visión de nosotros superior a la que nosotros mismos podemos llegar a tener. No poseemos un órgano de la vista, una «cámara oculta», que nos permita vernos a nosotros mismos en acción, en nuestra interacción con los demás, frente a nuestro público.
«No se puede tener una perfección visual completa del propio cuerpo (al menos no directamente), porque los ojos, en tanto que órganos de la percepción, forman parte de la totalidad a percibir o, como le diría un maestro de zen, “la vida es una espada que hiere, pero no puede herirse a sí misma; así como el ojo ve, pero no puede verse a sí mismo”», escribe al respecto Watzlawick.
Esto explica la razón de que a menudo, durante los cursos de public speaking, en los que utilizo la videocámara (para restituir una cierta conciencia de uno mismo, para enmendar este espacio desconocido, para extraer – mediante este ojo tecnológico, este «catalejo puesto del revés», como diría Pirandello— algo del área ciega hacia el área abierta), las personas se sorprenden de algunos de sus comportamientos, de su propia imagen vista desde fuera.
Es más o menos lo que sucede a veces cuando miramos fotografías: mientras que para los demás somos reconocibles de inmediato y nos identifican en una expresión, una postura, un modo de sonreír, a nosotros nos cuesta vernos en ese «nosotros» externo, diferente de la imagen interna que nos hemos creado.
«La imagen del cuerpo es la que cada uno se hace de sí mismo, o más exactamente el concepto integrado que cada uno hace de sí mismo en cuanto esquema corporal. Una imagen que a menudo es diferente de otra perfectamente objetiva y real» (W. Passerini y A. Tomatis).
Somos y no somos; se abre paso así el tema del doble que es motivo de reflexión en las ciencias humanas. Yo y otro yo – fuera de mí y, al mismo tiempo, «dentro»– con quien pasar cuentas.
Me sorprende siempre el modo extraordinario en que Pirandello, en la novela Uno, ninguno y cien mil, desvela y escenifica el drama del hombre, a través de Vitangelo Moscarda, el protagonista,