Curso rápido para hablar en público. La voz, el lenguaje corporal, el control de las emociones, la organización de los contenidos…. Daniela Bregantin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniela Bregantin
Издательство: Parkstone International Publishing
Серия:
Жанр произведения: Самосовершенствование
Год издания: 2016
isbn: 978-1-68325-019-7
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de estas reflexiones releeremos un instructivo cuento de Andersen, lleno de metáforas sobre los modos de relación entre los hombres.

      El vestido nuevo del emperador

      Hace muchos años había un emperador al que le gustaba tanto poseer ropas nuevas y hermosas que gastaba todo su dinero para vestirse con la máxima elegancia. No se ocupaba de sus soldados, tampoco de ir al teatro, ni de pasear por el bosque, sino sólo de alardear de sus nuevos ropajes; tenía un vestido para cada hora del día, y mientras que de un rey se suele decir: «¡Está en el Consejo!», de él se decía siempre: «¡Está en el vestidor!».

      En la gran ciudad donde vivía nos divertíamos mucho; cada día llegaban extranjeros, y una vez llegaron dos impostores; se hicieron pasar por tejedores y dijeron que eran capaces de elaborar la más extraordinaria tela que pudiera imaginarse. No sólo los dibujos y colores eran de singular belleza, sino que los vestidos que hacían con ella tenían el extraño poder de hacerse invisibles a los hombres que no estaban a la altura de su cargo o que eran irremediablemente estúpidos.

      «¡Sin duda serán vestidos maravillosos! – pensó el emperador;– llevándolos, podré descubrir qué hombres de mi reino son dignos del cargo que tienen; podré distinguir a los inteligentes de los estúpidos. ¡Ah, sí! ¡tienen que prepararme enseguida esta tela!». Y entregó una gran cantidad de dinero a los dos impostores para que comenzasen a trabajar.

      Montaron dos telares e hicieron ver que trabajaban, pero no había nada en el telar. Pidieron sin miramientos la seda más bella y el oro más brillante, los metieron en su bolsa y trabajaron con el telar vacío sin parar hasta bien entrada la noche.

      «¡Me gustaría saber en qué punto se encuentra la confección!», pensó el emperador, pero en realidad se sentía un poco intranquilo creyendo que una persona estúpida o no digna del cargo que ocupaba no podría ver aquella tela; naturalmente no pensaba que debiera temer por sí mismo, y prefirió mandar a otro, antes, a ver cómo iba la tarea.

      Todos los habitantes de la ciudad conocían el extraordinario poder de la tela, y todos deseaban saber el grado de indignidad o estupidez de su vecino.

      «¡Enviaré a los tejedores a mi viejo y buen ministro! – pensó el emperador—,¡podrá ver mejor que los demás el aspecto de la tela, porque es inteligente y no hay otro como él a la altura de su cargo!».

      De este modo el buen ministro se dirigió a la sala en la que los dos tejedores trabajaban sobre los telares vacíos: «¡Dios mío! – pensó el viejo ministro abriendo los ojos—, ¡no veo nada!», pero no lo dijo en voz alta.

      Los dos tejedores le rogaron que se aproximase, por favor, le preguntaron si el dibujo y los colores le parecían hermosos, mientras señalaban el telar vacío; el pobre ministro continuó con los ojos abiertos de asombro, pero no lograba ver nada porque no había nada. «¡Pobre de mí! —pensó—, ¿seré estúpido? No lo habría dicho nunca, pero ¡ahora nadie debe saberlo! ¿No estoy capacitado para este cargo? ¡No, no puedo explicar que soy incapaz de ver la tela!».

      – Y bien, ¿no dice nada? – preguntó uno de los tejedores.

      –¡Oh! ¡Maravilloso, bellísimo! – dijo el viejo ministro, mirando fijamente a través de sus gafas—, ¡estos dibujos y estos colores! ¡Sí, sí! ¡Diré al emperador que me ha parecido una tela extraordinaria!

      –¡Ah! ¡Estamos muy contentos! – dijeron los tejedores y pasaron a enumerar los colores y a explicar la rareza del diseño. El viejo ministro estuvo muy atento a la explicación para repetirla cuando viese al emperador; y así lo hizo.

      Entonces los dos impostores pidieron más dinero, y más seda y oro; el oro era necesario para la tela. Se lo guardaron todo en la bolsa, al telar no llegó ni siquiera un hilo, y continuaron, como antes, tejiendo en el telar vacío.

      Pasado un tiempo, el emperador envió a otro valioso funcionario a ver cómo seguía el trabajo y a saber si habían finalizado la tela. Le sucedió igual que al ministro; miró, miró, pero, como no había nada aparte del telar vacío, no podía ver nada.

      –¿No es acaso una bella tela? – dijeron los dos impostores, mientras le mostraban y le explicaban el hermoso diseño que no existía.

      «¡Estúpido no soy! – pensó el hombre—. ¿Significará entonces que no soy digno de mi alto cargo? ¡Sería muy extraño! ¡Pero no es necesario hacer que se sepa!». Y de este modo empezó a elogiar el tejido que no veía, y habló del placer que le producían aquellos hermosos colores y aquellos graciosos dibujos.

      –¡Sí, es la tela más hermosa del mundo! – dijo al emperador.

      Todos los ciudadanos hablaban de aquella magnífica tela. Entonces el emperador quiso ir a verla en persona mientras todavía estaba en el telar. Con un grupo de hombres seleccionados, entre los que se encontraban los dos funcionarios que ya la habían visto, fue al encuentro de los dos astutos timadores, que estaban tejiendo con grandes gestos, pero sin un hilo.

      –¡Eh! ¿no es magnifique? – dijeron ambos funcionarios—. ¡Mire, majestad, qué dibujos, qué colores! – mientras señalaban el telar vacío, porque estaban seguros de que los demás veían la tela.

      «¿Qué me sucede? – pensó el emperador—, ¡no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Soy estúpido? ¿O no soy digno de ser emperador? ¡Es la cosa más horrorosa que me podía suceder!».

      –¡Oh, bellísimo! – dijo—. ¡Os concedo mi total aprobación! – asintió satisfecho, mientras contemplaba el telar vacío; no podía decir que no veía nada. Todos aquellos que lo acompañaban miraban, miraban, pero, por más que mirasen, el resultado era el mismo; entonces dijeron, como el emperador:

      –¡Oh, bellísimo! – y le sugirieron que mandara hacer con aquella maravillosa tela un vestido nuevo que podría estrenar en el inminente desfile que debía tener lugar.

      –¡Magnifique, preciosa, excellent! – se decían uno a otro, y todos estaban muy felices diciendo cosas como estas.

      El emperador concedió a ambos impostores la Cruz de Caballero para poner en el ojal y el título de Nobles Tejedores.

      Durante toda la noche previa a la tarde en que debía tener lugar el desfile los estafadores estuvieron trabajando con más de 16 velas encendidas; todos podían ver cuánto hacían para finalizar los nuevos atuendos del emperador. Sacaron la tela del telar, con grandes tijeras cortaron el aire, cosieron con agujas sin hilo y dijeron finalmente:

      –¡Bien, las ropas están listas!

      Llegó, entonces, el emperador en persona, con sus más ilustres caballeros, y los dos timadores mantenían los brazos en alto como sosteniendo alguna cosa y decían:

      –¡He aquí los calzones, el jubón y el manto! – y así continuaron—. ¡Es una tela ligera como la de araña! Casi podría parecer que no se lleva nada encima, ¡es esta su mayor virtud!

      –¡Sí! —dijeron todos los caballeros, pero no veían nada, porque nada había.

      – Y ahora, ¿quiere Su Majestad Imperial concedernos desvestirse? – dijeron los dos timadores—, ¡así podremos colocarle los nuevos vestidos aquí mismo frente al espejo!

      El emperador se desnudó y los dos embaucadores fingieron colocarle, pieza a pieza, los nuevos vestidos, que, según ellos, acababan de ajustar; lo cogían por la cintura como para ceñirle algo, era la cola; y el emperador giraba y giraba frente al espejo.

      –¡Dios mío, qué bien le va! ¡Qué vestido más adecuado a su persona! – decían todos. – ¡Qué diseño! ¡qué colores! ¡Es un vestido precioso!

      –¡Acaban de llegar los portadores del baldaquino que cubrirá a su majestad durante el desfile! – dijo el Gran Maestro de Ceremonias.

      –¡Sí, estoy preparado! – respondió el emperador—. Estoy bien, ¿no es cierto? – y giró otra vez frente al espejo fingiendo contemplar su vestido de gala.

      Los chambelanes que debían llevar la cola fingieron recogerla palpando el suelo, y