Además de esa dimensión monstruosa de la adultez que abduce a los personajes principales de la película, hay en Fando y Lis una visión idealizada y poética de la muerte. En una escena se ve a los dos personajes en medio de las lápidas de un cementerio y ella canta una canción que dice: “Yo, moriré y nadie se acordará de mí”. Mientras él le entrega una hoja bastante grande, le responde: “Sí Lis. Yo me acordaré de ti, e iré a verte al cementerio con una flor y un perro. Y en tu funeral cantaré, en voz baja: qué bonito es un entierro”.
Una melodía de música de banda, característica en los funerales de algunas zonas rurales de México, convierte aquella frase de Fando en una canción festiva y alegre sobre la muerte, sugerentemente unida a las celebraciones carnavalescas del Día de Muertos en México. Lo más interesante en toda aquella secuencia en que resuena dicha canción son las imágenes en las que los dos personajes aparecen en poses infantiles y hasta cómicas, sea como estatuas en el cementerio, sea parodiando la composición de la escultura “Pietà” de Miguel Ángel, sea imitando a un muerto viviente que resucita para matar a su pareja. Ver a Fando y Lis jugando a ser zombis revela otro de los lados visionarios del cine de Jodorowsky: es la premonición de aquellos personajes que juegan como infantes en las sombras góticas, en el mundo de los muertos, tal como sucede en el cine de Tim Burton. El perro que acompañará a Fando hacia el final de la película en la tumba de Lis es el familiar lejano de Zero, la mascota canina y fantasmal que acompaña a Jack Skellington en El extraño mundo de Jack, dirigida por Henry Selick y basada en una historia de Burton, quien además produce la película de animación (The Nightmare before Christmas, 1993). Toda esa secuencia se cierra con unos carteles que dicen “Final del Canto Primero” y “Y Tar estaba dentro de su cabeza”. La estructura por cantos de Fando y Lis se toma de la poesía épica pero también se enlaza con lo propiamente musical, dado que canta alegremente a la muerte.
En la ruta de los personajes por los mismos pasajes rocosos y de arena, se encuentran con un personaje vestido como papa, de largo pelo y bigotes, cubierto por el polvo. Su comportamiento, de risas desaforadas y movimientos delirantes, así como su acto de derribar una estatua femenina, sugiere la distancia de la película de los patrones clásicos del arte, pero también el acto de mostrar figuras religiosas en decadencia. Ver en seguida a una mujer desnuda y embarazada, sentándose sobre los restos de la estatua, equivale al ya referido peso de los burros podridos y los maristas sobre el piano, para muchos un símbolo burgués, en Un perro andaluz. La sociedad occidental se extiende en ese arte clásico que soporta un peso que, desde la mirada del filme, debe ser destruido.
Ante las preguntas que le hace Fando al Papa loco sobre Tar, él responde que mire alrededor, y los encuadres se enfocan en nichos que cargan con hombres de cuerpos inanimados. El extraño hombre de indumentaria religiosa les dice a los protagonistas que donde se encuentran no existe ni el día ni la noche, pero sentencia: “Cuando sientas palpitar un corazón gigantesco, es la noche”, emitiendo con solemnidad teatral una serie de onomatopeyas que imitan poderosos latidos: “Pom, pom, pom, pom…”. De pronto, aquellos cuerpos inertes, como zombis, empiezan a moverse y ascienden de sus nichos. Una vez que el Papa dice “Entonces todos los que duermen se levantarán sonámbulos”, el campo visual se ve invadido por las imágenes de hombres y mujeres que se levantan del lodo como muertos vivientes.
La noche para el Papa es el gran corazón de hombres y mujeres que emergen entre los muertos. Si bien aquellos personajes no son presentados de manera explícita como muertos vivientes, traen a la memoria inmediatamente el zombi tal como fue esbozado por George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968)3. Curiosamente, ambas películas se realizaron el mismo año, 1967, y también se estrenaron el siguiente. A la luz de ambas películas, Romero y Jodorowsky se leyeron la mente, mantuvieron una comunicación telepática, para encontrar en la figura de los seres que se levantan de sus tumbas la gran metáfora de los males de la sociedad occidental.
Si en la película de Romero los zombis auténticamente lo son y reflejan a ese “otro” temible para los “blancos” (por ello al final el personaje principal, de raza negra, es confundido con los muertos vivientes y asesinado), los personajes que descansan al interior de la tierra en el filme de Jodorowsky son definidos como sonámbulos por aquel estrambótico Papa. La idea de verlos como sujetos que se movilizan estando dormidos nos hace apreciarlos como seres sin conciencia, autómatas, maquinales, al igual que los referidos personajes de Romero. Si Fando y Lis aún se sienten humanos frente a ellos, viéndolos como distintos a ellos, es porque los protagonistas siguen aferrados a un estado de infancia, uno en el cual hay una vitalidad por encontrar o hacer de la realidad la fantasía de un paraíso llamado Tar. Mientras ella está parada en el barro, en el que unos personajes están pasmados y ensimismados, muestra su rechazo al lodo y exclama sentir su mal olor.
Esa presencia inquietante de hombres en nichos o sumergidos y atrapados en el lodo libera en Fando una violencia sádica. La irrupción de lo monstruoso en el desierto abre las puertas de su crueldad animal. Él asusta a su pareja haciéndole creer que la dejará en el lodo, en el que esos extraños “zombis” se besan y juegan entre ellos, mientras escuchamos la canción que dice que es imposible llegar a Tar. Pero después, contradictoriamente, Fando le dice que no quiere hacerla sufrir y que tendrán hijos. Él es un sujeto de frontera, que se aferra a sus instrumentos musicales y al canto para conservar su lado lúdico e infantil, y a la vez es presa de la infección de la adultez.
Ese lado luminoso que aún guarda Fando en su espíritu está en la secuencia en que, mientras camina con Lis, entre rocas y arena, le dice que mire lo bonito que es el campo, uno que por supuesto ella no ve. Lis de algún modo hace como si en efecto pudiera ver dicho campo y estar contenta por ello. No obstante, a pesar que no se ve el campo, Fando se refiere a las rocas que en verdad sí lo rodean. “Mira las piedras, qué piedras tan bonitas… Son las piedras más bonitas que he visto en mi vida”. La forma en que él aparenta ver y apreciar la belleza de las piedras acerca su mirada a la sensibilidad zen, que encuentra lo sublime en la contemplación.
Pero retorna el conflicto entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la mirada “imaginaria” de Fando y la mirada “realista” de Lis comparable a la del hidalgo caballero que percibe el sonido de caballos, clarines y tambores donde el escudero capta, a diferencia, balidos de ovejas y carneros, en un pasaje del capítulo XVIII de la primera parte del Quijote de Cervantes. “Mira las flores”, dice Fando, a lo que Lis responde: “No hay flores”. Al final del primer canto se lee: “Y Tar estaba dentro de su cabeza”, y es un cartel que justamente señala a la invisible Tar como un paraíso que solo existe en la mente.
Llama la atención en la película que todas las secuencias de maltrato físico o psicológico entre los personajes se den en aquel espacio de vacío y arena. Ella está dispuesta a seguir mintiendo y simulando que está rodeada por un campo de flores y bellos árboles, y él la coge de las piernas violentamente y la arrastra por la arena. Esa repetición del romance sadomasoquista, del acto de llorar, de pedir perdón, de afirmar que no se tiene a nadie más en el mundo y, por otro lado, del acto de amenazar con el desamparo, con la huida, con encadenar a quien se ama como si fuera un animal, nos coloca ante un amor fou, tan reivindicado por el surrealismo, y que además tuvo numerosas encarnaciones en la historia del cine antes de la aparición de la opera prima de Jodorowsky.
La escenificación de ese descarnado