1º de marzo
Cuando Dios te guía al “fracaso”
“Pero la casa de Israel no te querrá escuchar, ya que no quieren escucharme a mí. Ciertamente toda la casa de Israel es terca y de duro corazón” (Eze. 3:7, LBLA).
Nuestra cultura es alérgica al fracaso. Como creemos que el éxito nos define, evitamos el fracaso a toda costa. Sin embargo, en la Biblia encontramos una narrativa diferente. La Palabra de Dios está llena de historias de fracasos y decepciones. Considera al profeta Ezequiel: al llamarlo, Dios le avisa de antemano que su misión no será “exitosa”; el pueblo no le querrá oír. Ezequiel, como muchos otros profetas, cosechó oprobio en lugar de fama y gratitud.
A muchas de nosotras nos resulta difícil comprender que Dios nos llame al “fracaso”. Sin embargo, Bob Goff, el autor de Love Does [El amor hace], dice que esta es una de las cosas que él más ama acerca de Dios. “Dios guía, intencionalmente, a sus hijos al fracaso. Él hizo que naciéramos como bebés incapaces de caminar, hablar o siquiera usar el baño de forma correcta. Nos tienen que enseñar todo. Todo ese aprendizaje lleva tiempo y Dios hizo que dependamos de él, de nuestros padres y de los demás. Todo está diseñado para que intentemos una y otra vez, hasta que, al final, aprendamos. Y todo el tiempo él es infinitamente paciente”.
El fracaso es una parte crucial e ineludible del proceso. Dios no está mirando desde arriba, esperando que todo nos salga perfectamente, pretendiendo que el boletín de calificaciones esté tachonado de sobresalientes. Dios está abajo, con nosotras, ayudándonos a sacudirnos el polvo, recordándonos que su amor y nuestra identidad no cambian cuando las cosas nos salen mal.
A veces Dios usa el fracaso como una luz infrarroja, para revelar lo que no podríamos ver de otra manera. El fracaso nos muestra, con dolorosa claridad, cuánto nos importa aún el “qué dirán”, y cuánto nos aferramos a nuestros propios sueños. Por esto es que, justamente en el fracaso, Dios profundiza nuestra dependencia de él. Viéndolo de este modo, el fracaso puede ser un éxito rotundo. En palabras de Bob Goff: “Solía tener miedo a fracasar en las cosas que realmente me importaban, pero ahora tengo más miedo a ser exitoso en las cosas que no importan”.
Señor, quiero que mi carácter te refleje más. Estoy dispuesta a fracasar, si eso me acerca más a ti. Quiero preocuparme más por los éxitos eternos que por la gloria fugaz de este mundo.
2 de marzo
Una vida tranquila
“Pónganse como objetivo vivir una vida tranquila, ocúpense de sus propios asuntos y trabajen con sus manos, tal como los instruimos anteriormente” (1 Tes. 4:11, NTV).
Algunas veces creemos que nuestras vidas deben ser grandes para ser significativas. Pensamos que, para tener valor, debemos dejar un legado visible y extraordinario. Debemos organizar un evento multitudinario, adoptar a veinte niños o luchar contra la trata de personas, para que nuestra vida importe. Y aunque todas estas cosas son buenas, cuando pensamos que el tamaño determina el valor de algo, nos pasamos la vida corriendo, exhaustas. La inseguridad seguirá empujándonos a hacer más cosas, susurrándonos que lo peor que podría pasarnos es que nuestras vidas fueran absolutamente normales y pequeñas. Pero, como escribe Melanie Shankle en It’s All About the Small Things [Se trata de las pequeñas cosas], “pensar de esta manera puede hacer que perdamos de vista las pequeñas cosas que también pueden cambiar una vida: llevar un plato de comida a un vecino enfermo, sonreírle a la camarera que está teniendo un mal día, leerles a nuestros niños antes de ir a dormir, o simplemente orar con alguien que está pasando por un momento difícil”. La hermosa y liberadora verdad del evangelio es esta: lo pequeño es transcendental.
Jesús comparó el Reino de Dios con una semilla de mostaza: insignificante a simple vista, pero que crece a tal punto que las aves del cielo hacen nidos en sus ramas. También comparó el Reino de los cielos con la levadura, que hace crecer la masa (Mat. 13:31-33). ¡Ambos ejemplos son tan sencillos y humildes! No hay efectos especiales, ni carteles luminosos ni millones de seguidores en las redes sociales. Nada glamuroso. Sencillamente, semillas y levadura que crecen de una forma lenta y orgánica.
Jesús se encarga de ser extraordinario. Nosotras solo debemos ser fieles en lo poco, porque, como menciona Melanie Shankle, lo realmente importante no son “las cosas que logramos, sino las personas en quienes nos estamos convirtiendo. La vida se trata más de cómo él nos usa […] aun cuando solo estamos viviendo nuestras vidas normales y aburridas”. ¡Relájate! Jesús se encarga de ser extraordinario. Tú puedes tener una vida completamente normal, pero muy significativa.
Señor, gracias porque el tamaño de mi vida no determina mi valor. Gracias, porque en tu Reino lo pequeño es trascendental.
3 de marzo
Protégeme del éxito
“Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Luc. 10:20).
El éxito puede ser mucho peor que el fracaso. Imagina que te pasas la vida persiguiendo tu propia gloria y tienes la “desgracia” de ser exitosa en esa tarea. Imagina que logras que la gente te aplauda y te admire, pero, en lugar de crecer a semejanza de Cristo, te hinchas de orgullo. ¡Sería una tragedia!
Charles Spurgeon, el notable predicador inglés del siglo XIX, creía que muy pocas personas podían ser exitosas sin envanecerse. “Hay muy pocos hombres que pueden tolerar el éxito. ¡Nadie puede lograrlo a menos que reciba gracia abundante! Y si, después de un poco de éxito, empiezas a decir: ‘Ahora sí soy alguien. ¿No lo hice bien? Estos pobres viejos no saben cómo hacerlo. ¡Les enseñaré!’, deberás volver al último puesto, hermano; ¡todavía no puedes tolerar el éxito! Está claro que no puedes soportar los elogios”.
Nuestra cultura nos dice que el éxito consiste en sobresalir, en ser famosas, ¡pero esto no es nada nuevo! Una de las razones por las que los pobladores de Babel construyeron la torre fue para hacerse notar (Gén. 11:4). Dios, en su misericordia, a veces hace que abandonemos nuestras torres a medio construir. En su compasión, Dios nos regala el fracaso para evitar que pasemos la vida buscando nuestra propia gloria, para evitar que invirtamos cada uno de nuestros latidos en obtener una corona de laureles que se marchita.
Cuando digo que Dios a veces nos regala el fracaso, no estoy hablando de enterrar nuestros talentos bajo una fina capa de miedo y falsa modestia; eso no le serviría a nadie. Estoy hablando de algo mucho más difícil: reconocer nuestras intenciones. ¿Estoy tratando de vencer el pecado, de ayudar a los demás y usar mi influencia para servir, o de ganar una corona de laureles?
Dios quiere que busquemos la fama superior, la corona celestial e incorruptible. ¿Dónde prefieres ser famosa: en la Tierra o en el cielo? Elegir la popularidad aquí, en la Tierra, es como cambiar oro por espejitos de colores. ¿Estás dispuesta a sacrificar tu reputación, como María; tu dinero, como Mateo; o tu prestigio, como Pablo, para ser famosa en el cielo? Pongamos el éxito del mundo en el altar y recibamos con gratitud el don del fracaso, si este nos acerca más a Dios.
Señor, protégeme del éxito que no me conviene, de lo que me haría hincharme como un sapo y olvidarme de ti. Te doy permiso para desbaratar mis torres de Babel, mis planes vanos. Dame sabiduría para reconocer qué trofeos realmente vale la pena ganar. Ayúdame a vivir buscando solamente el aplauso del cielo.
4 de marzo
Pequeña, pero importante