¿Hacia un déficit permanente de legitimidad?
Pensando las transiciones latinoamericanas y su problemática, Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Lechner (1989) afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento), con los tiempos subjetivos de la sociedad. Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su trabajo) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil, aunque plausible, construcción) en el futuro.
Nobleza obliga. Ser político –tradicional o emergente– se ha tornado una pesadilla. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado (en parte por el recuerdo de un pasado autoritario que las nuevas generaciones no poseen), no puede hoy sincronizar los tiempos políticos y los tiempos sociales. La compresión temporal, la segmentación y consolidación de universos sociales paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren «comprar tiempo» en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.
¿Cómo hacer para representar tal diversidad de preferencias sobre la base de un programa común? ¿Cómo crear plataformas programáticas medianamente coherentes e integradas? Aunque sin esas plataformas se puede ganar elecciones a nivel local, y armar una bancada parlamentaria que constituye la «suma de las partes» a nivel nacional, resulta muy difícil generar coaliciones políticas que sean más que eso. Y sin esas coaliciones, gobernar el todo se torna básicamente en una fuga hacia delante en que es necesario, constantemente, apagar incendios locales o actuar sobre temas y problemáticas puntuales, para lograr sobrevivir a una medición de popularidad más.
Desde hace unos años, los comentaristas políticos de la región acusan la falta de «relato» en las campañas electorales. Los discursos son, en cambio, una colección amorfa de anuncios segmentados que interesan a públicos específicos. Son también un conjunto de declaraciones políticamente correctas que intentan satisfacer el hambre de algunos votantes, sin ojalá alienar a otros. En la sociedad actual, en que la legitimidad es la nueva utopía (así de inalcanzable se ha vuelto), los discursos de campaña no podrían ser otra cosa. Lo que sí debe quedar claro es que en este contexto social es cada vez más difícil construir partidos políticos que, mediando entre el Estado y la sociedad, logren sincronizar los tiempos y producir legitimidad.
¿Se puede hacer algo?
La introducción de reformas institucionales –y las reglas de juego– es usualmente vista por analistas y actores políticos como una forma de «alinear incentivos» para generar un cambio en las dinámicas negativas que se observan en un sistema político. Sin embargo, es necesario examinar esta expectativa a la luz de los datos empíricos que tenemos sobre los partidos y su evolución histórica. La evidencia de que disponemos en la ciencia política muestra claramente dos cosas.
Primero, América Latina se ha caracterizado en las últimas décadas por la creación y rápida desaparición de partidos políticos. Según una estimación muy antigua de Coppedge (1998), hacia fines de los años noventa, un 95% de los partidos latinoamericanos había competido en una elección para luego desaparecer. De acuerdo con la estimación más reciente de Thomas Mustillo (2009), desde la última transición a la democracia registrada en cada país hasta 2005, Bolivia había visto la irrupción de 37 nuevos partidos, Chile de 20, Ecuador de 93, y Venezuela de 797 organizaciones partidarias (se considera 1958 como año de transición en este caso, mientras que en los restantes la transición se produjo en los años 1985, 1989 y 1979, respectivamente). De dichas organizaciones, muy pocas sobrevivieron a la primera elección, y menos aún, lograron alcanzar representación parlamentaria. En el mismo sentido, un libro recientemente editado por académicos de la Universidad de Harvard también señala que son escasísimos los casos de partidos nuevos que logran permanecer en el tiempo e institucionalizarse en las democracias latinoamericanas contemporáneas (Mustillo, 2009).
Segundo, dos tesis doctorales (Wills, 2016; Rosenblatt, 2018) sugieren que los partidos tradicionales están en extinción en la región y que las condiciones para el surgimiento de un partido político, y su sobrevivencia como una organización dinámica y perdurable en el tiempo, tiene muy poco que ver con incentivos institucionales (véase también Levitsky et. al. 2016). Es decir, el desarrollo de los partidos no se relaciona tanto con las reglas a las que son sometidos –aunque dichas reglas son muy relevantes también–, sino a procesos de organización internos que están ligados a su origen histórico. Este último trabajo señala claramente que los partidos que hasta hace poco eran organizaciones institucionalizadas y vibrantes provenían, sin excepciones, de un pasado en que primaban fuertes niveles de polarización y violencia. También es claro que los partidos políticos tradicionales, admirados muchas veces por sus altos niveles de institucionalización y por la fuerte identificación que generaban con el electorado, se desarrollaron en un contexto de expansión de los aparatos estatales nacionales. Los Estados grandes (y muchas veces ineficientes en términos económicos) constituían una «caja» fundamental para el financiamiento de la actividad partidaria. También permitían, en distintos niveles, montar un sistema de mediación que conectaba cada localidad con el centro político, intercambiando votos por la gestión de favores de distinta envergadura (desde un empleo vitalicio en el Estado hasta una cita con el médico o una línea telefónica).
Con los parámetros actuales, este tipo de configuración es visto como fuertemente corrupta e ineficiente. Pero también producía organizaciones partidarias vibrantes, coherentes en términos programáticos, y con fuerte arraigo social y capacidad de movilización electoral (en muchos casos clientelar). En otras palabras, los partidos que hoy queremos reconstituir se gestaron en tiempos de violencia y usualmente en un contexto no democrático. Es en esas condiciones de dificultad, en que las ambiciones individuales no tenían cabida (no había posibilidad próxima de algún éxito electoral), los «jóvenes de ayer» crearon organizaciones partidarias cuyos niveles de cohesión interna y cristalización programática luego vimos operar en el contexto de las sociedades que recuperaron la democracia. Las organizaciones partidarias potentes y omnipresentes que muchos añoran, también se desarrollaron al amparo de una gestión estatal que hoy calificaríamos de corrupta y económicamente insostenible.
Para que quede claro, esta serie de afirmaciones proviene de la constatación empírica, no de cómo yo creo que debieran ser las cosas. Tampoco debe ser leída como una sugerencia de que se acepte la corrupción o la necesidad de pasar por tiempos violentos y de radicalización para que tengamos partidos fuertes. Nadie pretende volver a un pasado no democrático y en que primaba el cohecho y la corruptela generalizada para poder reconstituir partidos políticos funcionales para la democracia. ¿Para qué nos sirve conocer aquellas regularidades empíricas entonces? Nos sirve para entender que muchas características partidarias que hoy parece deseable emular fueron gestadas y tienen su raíz en condiciones históricas que nos resultarían invivibles. En otras palabras, ni todo lo bueno va junto, ni haciendo las cosas bien hoy generaremos necesariamente procesos virtuosos en el futuro. En definitiva, está en los jóvenes de hoy refundar la política. El desafío es lograr dicha refundación, logrando al mismo tiempo maximizar los ideales de representación y legitimidad democrática. ¿Puede, en este contexto y dadas las características que ha asumido recientemente la movilización social, lograrse una articulación entre partidos políticos y actores sociales? La próxima sección concluye analizando esta posibilidad con base en la experiencia comparativa.
Partidos y movimientos sociales
La experiencia comparativa reciente