Conflictos territoriales y movimientos sociales. Los límites de un modelo de crecimiento sin participación
María Ignacia Fernández12
Introducción
En Chile, con mayor frecuencia, estamos siendo testigos de la emergencia de movimientos sociales de protesta vinculados a asuntos que, en sentido amplio, podemos llamar territoriales.
Algunos de estos movimientos son orgánicos y persisten en el tiempo; otros son reactivos y coyunturales; otros no llegan a constituirse como tales y se manifiestan en una serie de protestas que alcanzan grados variables de visibilidad y eficacia. Más allá de sus diferencias, en el origen de todos ellos hay un elemento común: la creciente irrupción de conflictos socio-territoriales que expresan la existencia de visiones contrapuestas sobre el acceso y uso de los recursos naturales.
Un conflicto socio-territorial supone desacuerdos entre actores con intereses y prioridades diferentes sobre un determinado territorio. El objeto de disputa es el territorio, su definición, uso y significado, generalmente asociados a la estructura de propiedad, al uso y manejo de los recursos naturales y al aprovechamiento de las oportunidades de riqueza o bienestar asociadas (Fernández, 2018: 5).
Según el mapa de conflictos socioambientales, elaborado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), en Chile se registra en la actualidad un total de 92 conflictos activos (62) o latentes (30), además de otros 24 cerrados. Se trata de conflictos que surgen como reacción a las externalidades negativas derivadas de actividades productivas, tales como la minería, la pesca, la agroindustria, la producción de energía, o la gestión de residuos, que impactan directamente en el bienestar de las comunidades, así como también en el medioambiente. Sin embargo, es un tema de escasa prioridad para las políticas públicas, que se ocupan de los conflictos casi exclusivamente en reacción y respuesta a las manifestaciones sociales, en tanto representan una amenaza para el orden público, el normal funcionamiento de la actividad económica o el bienestar de los ciudadanos directamente perjudicados.
Es difícil analizar el papel de estos movimientos, o el grado en que pueden estar significando un renovado impulso en lo colectivo, sin atender a la complejidad de las dinámicas territoriales que están sobre la base de los conflictos.
A continuación, argumentaré que la creciente emergencia de conflictos socio-territoriales es consustancial a la dinámica de un modelo de desarrollo basado en actividades extractivas y que, en consecuencia, avanzar hacia su resolución requiere cuestionar y discutir algunas de las bases más fundamentales del modelo. En muchos territorios en conflicto estos se superponen con situaciones de pobreza y rezago, que son abordadas con políticas sociales de mitigación o productivas tradicionales, sin atender al problema de fondo. Ello sumado al agotamiento del sistema político tradicional, que carece de la legitimidad necesaria para impulsar procesos de diálogo y construcción de acuerdos.
Pero no todo son malas noticias. Los conflictos socio-territoriales pueden ser también una oportunidad para innovar en la gobernanza del territorio. Para eso se requiere poner en marcha una agenda destinada a resolver, o al menos gestionar y canalizar de manera adecuada, conflictos que, de no enfrentarse, tienen consecuencias negativas para todas las partes.
La urgencia de esta agenda es particularmente relevante para la socialdemocracia y la izquierda latinoamericana. En materia socioeconómica, porque los conflictos socio-territoriales ponen en evidencia la imposibilidad de obtener al mismo tiempo objetivos de inclusión social, sostenibilidad ambiental y crecimiento económico. En términos políticos, porque son una manifestación más de la forma como los gobiernos de izquierda latinoamericanos parecen haber abandonado su preocupación por fortalecer actores colectivos, claves para impulsar cualquier agenda de desarrollo territorial capaz de conducir una mejor gobernanza del territorio y sus conflictos.
Antes de delinear el contenido de esta agenda, cabe detenerse un momento en el análisis de las causas y las consecuencias de la emergente conflictividad sobre la calidad de vida de quienes habitan en territorios en conflicto, pero también sobre la posibilidad de sostener (o iniciar) una senda de desarrollo que sea inclusiva y sostenible.
Causas y consecuencias de los conflictos socio-territoriales
La alta conflictividad territorial se extiende por toda América Latina. Aunque con sus particularidades, los conflictos poseen un conjunto de características más o menos comunes: ocurren en contextos de pobreza e inequidad persistente, donde las estructuras de poder son excesivamente concentradas; las dinámicas económicas son insuficientemente competitivas en los mercados internacionales; los niveles de participación ciudadana son limitados e irregulares; las instituciones estatales son débiles y poco legítimas, y se caracterizan por problemas de gestión para controlar la criminalidad; existen mecanismos insuficientes de reconocimiento institucional y ejercicio de las identidades (PNUD, 2012).
Ciertamente, ni en el plano político ni en el académico existe acuerdo sobre las causas y consecuencias de los conflictos socio-territoriales. Las distintas posiciones están fuertemente mediadas por el valor relativo de quienes las defienden; asignan a los distintos principios y valores en disputa, es decir, al crecimiento económico, la preservación del medioambiente y la inclusión social.
¿Qué están demandando los movimientos sociales territoriales?
Al indagar respecto de las distintas interpretaciones acerca de las causas de los conflictos y la movilización social, que surgen como expresión de estos, las posiciones extremas van desde la criminalización de la protesta, entendida como una actitud (minoritaria) de rechazo al progreso, hasta las que sitúan su origen en la imposición de cualquier actividad económica exógena que pueda modificar las formas de vida tradicionales.
Más importante que discutir cuál de los actores en disputa tiene mayor responsabilidad en el origen del conflicto, lo importante es entender el contenido de las demandas de los actores territoriales, que muchas veces dista mucho de lo que las autoridades de gobierno, académicos o ambientalistas creen que demandan las comunidades.
Si bien se observan posiciones de rechazo total a cualquier tipo de intervención al territorio, una parte importante de las demandas es por mayor participación ciudadana, por protección ambiental, por una mejor distribución del acceso y uso de recursos escasos como el agua o la energía eléctrica, por una mejor distribución de la riqueza y los beneficios que resultan de la actividad económica.
Remontándonos a comienzos de la presente década, los primeros estallidos sociales masivos de carácter territorial fueron los de Magallanes (2011) y Aysén (2012). Conocidos como «movimientos regionalistas», ambos tenían en su origen el germen de la creciente demanda por un acceso más equitativo a recursos tales como el gas (Magallanes), el agua y los recursos minerales (Aysén).
Quizás por ser Magallanes una región con una marcada identidad regionalista, o tal vez por la amplitud de temas incluidos en el petitorio del Movimiento Social por Aysén, muchos quisimos ver en esos estallidos la emergencia de un movimiento que llegaba para quedarse y que representaba el germen de una demanda creciente por más autonomía regional. Argumentábamos, en consecuencia, la necesidad de avanzar decididamente en el proceso de descentralización, proponiendo el excesivo centralismo como la principal causa de estas demandas.
Por esas mismas fechas surgían también protestas en Freirina, Tocopilla o Corral que «servían» para argumentar sobre la extensión del movimiento regionalista, cuando en realidad se trataba de protestas por el impacto provocado por actividades productivas como la industria agroalimentaria, termoeléctrica o pesquera.
El Movimiento Social por Aysén, probablemente el más propiamente regionalista, no cesó sus protestas por acuerdos relativos