Por eso enviaban a comisionistas oficiales a Buenos Aires con baúles repletos de ropa, para proveer a sus clientas.
Así, las mujeres de clase media que querían vestirse como las damas de alto nivel adquisitivo, empezaron a encargar sus prendas. Gracias a ello, tanto los modistos argentinos como los extranjeros arribados al país empezaron a dedicarse a la alta costura.
La década de los años 20 fue la más atrevida y transgresora. Fue una época de cambios que afectaron los aspectos culturales, sociales, económicos y políticos. La vestimenta de las mujeres constaba de vestidos rectos hasta las rodillas, sin marcar la cintura, realizados en colores como el gris y el marrón para el día, y negro y azul para la noche. Las mujeres argentinas de bajo nivel económico vestían con trajes de dos piezas, saco y falda a media pierna, en la gama de colores claros, acompañados con un cinturón bajo y zapatos negros.
En cuanto a la estética del cabello, se usaba corto, al estilo varonil, un corte conocido como «bobbed», el cual fue popularizado por Irene CastleXVI.
Las mujeres por esos años también se sumaron a la moda de vestir sombreros. «Usaban los tipo casquete o sombreritos pequeños de topé, que es un fieltro muy fino, parecido al terciopelo, con mezcla de pelo de conejo. La mujer antes tenía que salir con sombrero, con guantes y con medias, aún en verano»XVII.
El atelier Fontaine ejercía fascinación sobre sus clientas.La confección de sombreros era un arte; los había de fieltro, de piel y de paño importado. El modelo cloche o campana tenía una copa hemisférica y un ala mínima. Inventado por Caroline Reboux, presentaba un característico estilo masculino. Se usaba encajado en la cabeza, fomentando así el corte o el peinado à la garçon. El sombrero cubría la frente y dejaba ver apenas los ojos, obligando a la portadora a levantar el mentón.
Cuando Madame Fontaine la vio llegar con la niña de la mano, la contrató al instante. Leyó la carta de recomendación distraídamente y le enseñó a Nellie las primeras reglas del trabajo: vestir bien y ser cuidadosa en los detalles, intercalar palabras francesas al español cuando hablaba con las clientas y llevar al día, con prolijidad, los libros de la economía del taller y de la casa.
Nellie estaba acostumbrada a adaptarse a nuevas experiencias y esta vez no le costó. Todo en Buenos Aires parecía brillar de noche y florecer de día, se percibía un frenesí por vivir, una necesidad de ser protagonistas de la historia. Muy diferente de la vida respetuosa de los ciclos naturales de la cordillera, los años en el barrio porteño de Montserrat corrieron al ritmo de los cambios sociales.
La rutina se iniciaba a las siete de la mañana. Nellie debía preparar el desayuno para las cuatro mujeres: Madame Fontaine, Margarita, una ayudante de limpieza que pasaba el día en la tienda, y ella. La casa estaba en la parte posterior del atelier, una especie de construcción alargada, que compartía un patio interno con dos viviendas más. En el piso de arriba, vivían dos familias que trabajaban en comercios cercanos. Sobre la calle Florida, que desde 1913 era peatonal en algunos tramos, estaban las tiendas más conocidas, como Gath y Chaves, la galería Güemes y la librería El Ateneo, que otorgaban al paisaje una apariencia deslumbrante.
El desayuno compartido ordenaba el día en la casa de Madame Fontaine. Margarita partía para la escuela y la joven comenzaba la limpieza. Nellie hacía los pedidos y las compras. Madame Fontaine, siempre con las perlas alrededor del cuello, transformaba mágicamente el silencioso taller en un coqueto ámbito de encuentro e intercambio de interesantes personalidades. La música sonaba en un fonógrafo y la mujer de maquillaje perfecto y zapatos de taco componía su personaje.
Para Nellie, nuevamente, los libros fueron compañía en sus ratos libres. En el atelier, había una pequeña biblioteca, exclusivamente de poesía, que Madame Fontaine declamaba con histrionismo cuando tenía clientas de confianza.
Las damas solían encargar sus sombreros trayendo el atuendo con el cual combinarlos. Se cambiaban en las salitas preparadas para ello y salían mostrando sus figuras, mientras la dueña les aconsejaba modelos y color.
Foto: Margarita, en el atelier, junto a dos clientas
—Ma chère amie —les decía sonriente mientras Nellie miraba la escena repetida— ¡te ves… fascinant, éblouissant, unique!4.
Se sintió sobrecogida cuando la vio entrar por la puerta. Madame Fontaine le había hablado de su clienta más especial, y Nellie sabía muy bien de quién se trataba. Pero una cosa era leer El dulce dañoXVIII sabiendo de memoria el poema «Dulce y sombrío» —publicado por primera vez en la revista Mireya—, y otra cosa era verla así, humana y corriente, decidiendo qué sombrero comprar. Alfonsina parecía cómoda en el ambiente del atelier.
Las conversaciones entreveraban política, moda, literatura. Pero lo que más disfrutaba Nellie eran los relatos sobre las reuniones en las que Alfonsina frecuentaba a escritores e intelectuales, como Manuel Gálvez y su esposa Delfina Bunge, José Ingenieros y Manuel Ugarte. Todos ellos participantes de Anaconda, una agrupación literaria que acogía a escritores de diversos orígenes.
En esa época, Alfonsina había publicado con escaso éxito LanguidezXIX. Escribir poesía no alcanzaba para sobrevivir, por lo tanto, trabajaba de directora de una escuela en Marcos Paz. Esta institución, que funcionaba en una casa rodeada de un gran jardín, contaba con una biblioteca de dos mil libros, que le permitió completar sus lecturas.
Además, escribía artículos como «Feminismo perfumado», «¿Existe un problema femenino?», «Las mujeres
que trabajan», «¿Quién es el enemigo del divorcio?» o «Nosotras… y la piel», en los que la fascinante y audaz escritora dio buena muestra de su mirada mordaz y clínica, radicalmente avanzada en tiempo y forma a su épocaXX.
Tal vez se identificaron porque ambas criaban solas a sus hijos, seguramente la poesía ayudó. Desde ese momento, Nellie tuvo a Alfonsina Storni como una de sus autoras preferidas y sumó en su biblioteca personal varios volúmenes de las obras de la poeta.
Margarita avanzaba bien en la escuela, aprendía rápido y Nellie procuraba completar sus estudios enseñándole a escribir en danés e inglés. La pequeña se sentaba en un rincón del atelier y, por las tardes, mientras un grupo de mujeres bulliciosas desfilaban eligiendo y probándose nuevos modelos, dibujaba cuidadosamente las palabras en imprenta primero y en estilo gótico después. La tinta solía mancharle las manos, que una vez terminada la tarea, se ocupaban de juntar retazos de telas del suelo para jugar a la modista y crear ropitas para sus muñecas. Era la consentida de Madame Fontaine, que solía sentarla en sus rodillas y hacerla reír con sus ocurrencias.
La clientela del atelier era variada, principalmente mujeres de clase media que trabajaban y querían estar a la moda. Las conversaciones frívolas sobre las tendencias de diseñadores franceses, artistas que aparecían en las revistas de actualidad y personajes de la vida social podían acaparar muchas horas de su tiempo, pero también se desataban interminables discusiones sobre las necesidades de las clases sociales más empobrecidas.
Nellie y Margarita en Buenos Aires
Alfonsina les había contado de una visita que la conmovió. Había ido a un sindicato, el de las Lavanderas Unidas, que se encontraba a varias cuadras de allí, y había visto una realidad que la perturbó hasta hacerla dudar del sentido de sus poemas.
Nellie entendía muy bien de qué hablaban. Había sufrido la pobreza en Dinamarca, había sentido la soledad y la injusticia al tener que partir a una tierra lejana casi a ciegas, haciéndose