Nellie Petrea Nielsen era la pasajera número trescientos veintidós del crucero transoceánico. Zarpó el 23 de febrero de 1917, en pleno invierno europeo y en medio de una guerra sobre la cual Dinamarca había adoptado una posición neutral. Estaba acostumbrada a las bajas temperaturas de su país, por lo que el frío del Atlántico —que calaba hasta los huesos— no le era ajeno... Sí, el salitre del aire. Con veinticuatro años recién cumplidos, la joven rubia y esbelta absorbía los rayos tenues del sol que, por esas horas, se escondía en la inmensidad del mar.
Aprovechaba los momentos en que Margarita —Titte, como la llamaban desde el nacimiento— dormía para subir hasta la cubierta. Y cuando el clima lo permitía, asomarse por la baranda del barco que la alejaba de su tierra y de sus miedos, ese barco de la compañía Scandinavian, que demoraría tres semanas en llegar al puerto de Buenos Aires.
Nellie nació el 21 de febrero de 1893, en la región danesa de Voldby, en el seno de una familia unida. Fue la tercera de once hermanos, una prole que sus padres procuraban alimentar y vestir, y con una convicción que sería crucial en su vida, que marcaría el rumbo en cada etapa: la importancia de la formación educativa. Cursó la escuela secundaria como pupila en una institución rígida y estructurada, a la que solamente asistían señoritas. Allí le otorgaron el título de Bachiller con conocimientos de los idiomas inglés y francésIV.
Luego trabajó de secretaria en la mueblería que empleaba a su padre. La inminente guerra en Europa y la necesidad de disminuir las bocas por alimentar obligaron a sus padres a concertar un matrimonio para su hija mayor. Diecisiete meses de convivencia con un hombre que podía ser su padre la habían golpeado en el alma, le habían dejado marcas violáceas en el cuerpo y le dieron la certeza de que, a pesar del embarazo, los temores y los tabúes, iba a divorciarse.
Una noche de 1916, se plantó frente a su esposo Hans y le dijo que se iba. Este hombre, que nunca la conoció de verdad, la miró casi aliviado y le abrió la puerta, en plena nevada, para que se fuera para siempre con su bebé de meses envuelta en una frazada de lana. El matrimonio terminó legalmente cuando consiguieron un certificado de nulidad expedido por el rey Cristián X de DinamarcaV.
Su padre aprobó esa decisión y la ayudó con los trámites, pero también había sido claro: ella, como mujer divorciada, no tenía lugar en una sociedad religiosa y patriarcal como la dinamarquesa. Tenía que buscar otros horizontes para su vida, y la oportunidad se presentó de la mano de sus dos hermanos mayores, que vivían en la Argentina. Ramón —Rasmus— y Pedro habían partido con las primeras olas migratorias, que llevaron a muchos compatriotas a las lejanas tierras de América del Sur.
Ramón trabajaba en la Patagonia instalando usinas de las primeras empresas petrolíferas de la región, mientras que Pedro era empleado de correoVVI en Puerto Santa Cruz.
Nellie había leído el aviso de trabajo en el periódico que Hans compraba semanalmente y, viendo la oportunidad, diseñó el plan. Escribió dos cartas: una a sus hermanos y la otra a Andreas Madsen, sabiendo que su educación era el arma más valiosa con la que contaba. Tres meses más tarde, cuando fue contratada, también por correspondencia, con poca información sobre su destino y condiciones, el 11 de diciembre de 1916, le dijo a Hans que se iba. Con un pasaje a Buenos Aires y muerta de miedo, se despidió de sus seres queridos en el puerto de Copenhague.
Su futuro patrón, Andreas Madsen, era un explorador y escritor nacionalizado argentino, que estaba radicado en la zona oeste de la Patagonia. Necesitaba una dama de compañía para su esposa Fanny y una institutriz para su pequeño hijo, el primero de cuatro niños nacidos en el inhóspito e imponente sur cordillerano.
En la Argentina, en los albores del primer centenario de la independencia, la cuestión idiomática y el nacionalismo eran el eje de muchas discusiones políticas. Se dirimía entre fortalecer el criollismo como cultura nacional y contemplar el requerimiento de las élites sociales que reconocían en el uso de varias lenguas la superioridad culturalVII. Andreas Madsen, un visionario en todo sentido, no se conformaba con una dama de compañía que entretuviera a su esposa, también quería que sus hijos recibieran instrucción.
Océano Atlántico, Marzo de 1917
Para Nellie, el viaje fue difícil. Había escuchado historias de viajeros que atravesaban el océano, esperaba las tormentas que movieran el barco como si este fuera una cáscara de nuez. La tormenta de viento y olas no llegó, pero el constante vaivén del casco la hizo descomponer en varias ocasiones. Compartía el camarote, un habitáculo de madera sin ventilación, con tres mujeres y dos niños que hablaban poco, y la ahogaba ese espacio con poca intimidad. La cama era estrecha, y cuando llegaba la noche, se recostaba mirando la pared, ahuecando los brazos para contener a su pequeña, que se conformaba con sus arrullos para dormir plácidamente.
—Te prometo min lille Titte2 —decía en voz baja cuando la niña se dormía—, te prometo que un día tendremos nuestro hogar.
Los días en altamar transcurrían ocupados. Lavar sus ropas, alimentar a la bebé con las opciones que ofrecía la cocina del barco y asear su habitación era más que suficiente para entretenerse.
Traía consigo cuatro vestidos, dos para el viaje y dos para el desembarque. Un bolso que su madre le había cosido servía para la ropa y los pañales de Margarita, que el aire de mar estropeó al punto de tener que sacrificar una de sus enaguas para finalizar la travesía. También sumaba a su equipaje un pequeño baúl con libros, lápices y cuadernos del colegio, fotografías y objetos de higiene personal.
Día tras día, diseñaba mentalmente su futuro. El 15 de marzo de 1917, el número veinte en el mar, amaneció radiante. Todos los pasajeros disfrutaron del sol en la cubierta, charlaron y se armaron rondas alrededor de algunos músicos que llevaban su arte al Nuevo Mundo. Ella recostó a Margarita en una reposera, alisó su vestido y se sentó a su lado. La niña estaba especialmente tranquila, sus manitos regordetas entrelazadas con el cinto de su vestidito. Nellie cerró los ojos, bebió del sol tibio que se esmeraba en brillar y pensó en su madre, en sus hermanas y en su hogar. Hasta creyó oler el perfume de la tierra húmeda del jardín de su casa en Voldby, las risas de sus hermanos... Sin abrir los ojos, tocó a su hija, que casi dormía, y supo que desde ese momento eran solo ellas dos. Nellie se creía capaz de enfrentarlo todo.
Llegaron a Montevideo al día siguiente, bajaron algunos pasajeros, y la ansiedad por el arribo a Buenos Aires se hizo notoria. Ella sabía que su viaje aún no terminaba, el Río de la Plata le pareció inmenso y también inmensa fue la nostalgia al ver los abrazos entre los pasajeros y aquellos compatriotas que los esperaban en el puerto.
Siempre recordó como un gran vacío la llegada a Buenos Aires. Con su hija en brazos y sus escasas pertenencias, pisó tierra firme y pasaron la noche en el Hotel de Inmigrantes, que el gobierno del flamante Presidente Irigoyen tenía a disposición de los recién llegados. Se sintió rara durmiendo en una cama que no se movía al compás de las olas. Al día siguiente, abordaron el barco que las llevaría a Punta Arenas, el lugar más cercano a su destino final.
Por primera vez rezó por llegar pronto, el capitán y la tripulación eran más fríos que el clima que arreciaba en esa latitud, y el fragor de las olas la tuvo a maltraer. Solo la pequeña Margarita estaba serena, arropada con un saquito que su abuela materna le había tejido antes de partir.
Seis días más tarde, frente a esa tierra infinita que llamaban Patagonia, Nellie confió en recomenzar