Andreas Madsen había abandonado la miseria campesina de [la] Dinamarca [de 1900] para embarcarse como marinero en un pequeño velero que se dirigía a Buenos Aires. Una vez en tierra firme quiso quedarse en Argentina y llegó a la región del Fitz Roy en 1901. Regresó al lugar en los dos años sucesivos y, enamorado del ambiente natural, decidió establecerse, no sin volver una vez más a Dinamarca a buscar a su novia Fanny, que fielmente lo estaba esperando y que sería su heroica compañera para toda la vida. Inició la construcción de su estancia en 1906, en el valle del río de las Vueltas, frente al Fitz Roy. Aquel monte representaba para él una síntesis de la belleza de la creación. Contrariamente a otros pobladores, no eligió un terreno por lo propicio que podía llegar a ser para la cría de ovejas y vacunos sino por su belleza. Permaneció por más de cincuenta años en aquel lugar encantador aunque solitario; cultivó hortalizas, centeno y árboles frutales. Su vida, aunque rica en entusiasmos, iniciativas y sagacidad, no fue nada fácil, al contrario,
fue muy dura. Sus tres hijos, dos de los cuales se recibieron de guardaparques, murieron antes que él; solo sobrevivió su hija que, por otra parte, se mudó a Buenos AiresIX.
Justo en el frente de la casa estaban Andreas, Fanny y el pequeño Peter Madsen. Andreas era un hombre corpulento, de cabello rubio como su esposa e hijo, con la nariz respingada enrojecida por el frío y unos bigotes alargados en las puntas. Fanny, con sus mejillas rosadas y de mediana estatura, a Nellie le resultó amigable inmediatamente. Le dieron la bienvenida en danés, idioma que hablarían a diario durante los cuatro años de su estadía en ese lugar.
Estancia de Andreas Madsen
Andreas la ayudó a bajar del carro, y Nellie necesitó un momento para desentumecer sus piernas antes de caminar hasta donde estaban Fanny y su pequeño hijo. Fanny estrechó su mano a la recién llegada, y, en ese momento, Margarita abrió los ojos para regalar una espléndida sonrisa a los dueños de casa. Si bien el sol radiaba en el cielo, el frío los obligó a entrar pronto.
Huischan bajó los dos bultos de Nellie después de dar agua a los animales. También bajó unas cajas, que Andreas entró a la casa, de las que Nellie no se había percatado durante el viaje.Por último, y lo que más parecía interesarle al dinamarqués, le entregó un sobre de tela con la correspondencia.
En los años que Nellie compartiría con los Madsen, la llegada de la correspondencia sería su contacto con el mundo. Ansiosamente esperada, incluía cartas, diarios, revistas y encomiendas.
Pensar alto, sentir hondo, hablar claro.
Antonio MachadoX
La casa de los Madsen era amplia. El juego de comedor estaba compuesto por bancos y una gran mesa, que reinaba en la sala principal. Además, dos cómodos sillones frente a un hogar, que en ese momento crepitaba suavemente, le causaron una buena impresión. Todo estaba decorado con el esmero femenino que permitía la realidad. Algunos cuadros bordados en punto cruz, portarretratos y vajilla primorosamente ubicados sobre carpetas circulares. Cada objeto transmitía dedicación y un dejo de añoranza. «Seguramente, Fanny intenta tener su pedacito de historia en este lugar», pensó Nellie.
Desde el primer día, tuvo claro su trabajo. Acompañar a Fanny en sus actividades, en la huerta y en el jardín de lupinos de color lila y flores autóctonas, que sobrevivían a las implacables nevadas. También se ocupaba de atender al niño y enseñarle sus primeras palabras, además de ayudar en la cocina y en el aseo de la casa. El clima todavía era lo suficientemente cálido como para caminar o pasear por los alrededores. El pequeño estaba fascinado con Margarita y participaba entusiasmado de los rituales del baño, la cena y de esos breves paseos al aire libre.
Fanny, que estaba embarazada de su segundo hijo, tenía náuseas matutinas, por lo que Nellie se ocupaba de los niños hasta la hora del almuerzo. Por suerte contaban con la ayuda de las esposas de los peones —Mary, de unos catorce años, era una gran compañera de Fanny también—XI, quienes hacían la higiene diaria de la casa y mantenían la ropa limpia. No le importaba fregar ni cocinar, pero el lavado de la ropa era odioso por el frío constante, que helaba las manos en cualquier momento del día.
Fanny era excelente cocinera, pero su estado la hacía alejarse de los olores de la comida y, desde lejos, le indicaba a Nellie los ingredientes y las cantidades. Muchas veces se vio a sí misma corriendo de la sala a la cocina para dejar a punto los manjares a base de cordero y verduras cultivadas en la quinta de la estancia. Los Madsen contaban con una despensa muy bien provista de especias y conservas, frutos secos y jaleas, ingredientes que no faltaban en la cocina danesa.
Los primeros meses fueron de gran aprendizaje y Nellie se sentía protegida en ese rincón del mundo, en ese frío pero imponente marco natural, que la resguardaba del pasado y la invitaba a soñar con el futuro. A Margarita, que había comenzado a dar sus primeros pasos, le gustaba jugar con Peter. Él se había convertido en el líder de ese dúo, que rápidamente aumentó con la llegada de Richard.
Por las noches, cuando los niños dormían y había ordenado las tazas del té que compartía con Andreas y Fanny, Nellie se quedaba junto al hogar y avivaba el fuego con algunos troncos, que le daban suficiente luz para leer. Andreas tenía una biblioteca heterogénea y muy nutrida de los más versados autores. Así, ella tenía libre acceso a los volúmenes importados de Europa, algunos todavía con la cubierta impecable y las páginas que nunca habían sido leídas.
Con los Madsen disfruté de mi pasión por la lectura, de la poesía de Hans Christian Andersen —a quien siempre había amado—, pero también de autores rusos, norteamericanos y mis favoritos, los ingleses. Había libros de escritores que no conocía, y el olor a nuevo de esas historias se impregnaba en mis fosas nasales, transportándome a un mundo de intrigas, misterios y aventuras, solía contar Nellie años más tarde.
Tanto valoraba Madsen su apetito lector que un día, cuando Huischan llegó con la correspondencia, la llamó y le dio un sobre. Hasta ese momento, Nellie no había recibido ninguna carta de sus padres, ni de sus hermanos de Puerto Santa Cruz, por lo que le sorprendió que ese sobre blanco, grande, estuviera a su nombre. Se trataba de un curso por correspondencia para aprender el idioma castellano. «Doce meses intensivos para hablar español», prometía el catálogo con la clase inicial.
Nellie recordó que una noche, luego de la cena, Andreas y su esposa habían comentado sobre esos estudios que dictaban en la ciudad de Buenos Aires y que, gracias al servicio marítimo de correos y telégrafos, llegaban hasta los confines de la Argentina. Se trataba de una entrega bimestral, con una carpetilla de actividades, folletos y un libro de tapas blandas y pésima calidad —comparado con los volúmenes daneses que leía—, pero muy didáctica, con ilustraciones y ejercicios. Desde ese día, todas las noches las dedicó a aprender el castellano que, por orden de Madsen, debía enseñar a su hijo mayor a la par de las lecciones en danés.
Durante los cuatro años que Nellie estuvo en la Patagonia, ahorró cada centavo que le pagaban. Si bien el sueldo no era alto, podía guardar hasta la última moneda, porque además de la comida, la proveían de ropa para ella y Margarita, le pagaban los estudios de castellano y compraban las escasas cosas que pudiera necesitar.
Los diarios de Buenos Aires llegaban con semanas de atraso, pero aun así los leían con fruición, al igual que los periódicos chilenos que se vendían en Punta Arenas. Junto a esas lecturas, una revista generaba en Fanny y Nellie especial interés. Se trataba de la publicación Mireya, editada por una tal Lucía Godoy, que luego usaría el seudónimo de Gabriela Mistral.
Allí, esforzándose por pronunciar y comprender cada palabra, las dos mujeres descubrieron a los poetas de esa latitud. Admiraron las fotografías de gran tamaño, principalmente con mujeres hermosas, actrices de cine de la época y un listado de artículos de la más variada índole.
La