Pero la analogía económica tiene otra función. Decir “productor” en vez de “artista” o “artesano” puede permitir escapar a contrasentidos históricos y evitar hacer cortes que deban analizarse históricamente. Hablar de “artista” con referencia a un ebanista de la Edad Media que ni siquiera es escultor es cometer un contrasentido histórico, un anacronismo, una monstruosidad. Al decir “productor”, se evita un enorme error y, al menos, se evita responder sin saberlo a la pregunta sobre la época en que se inventó el artista como tal, y si –exactamente como el jurado de Lire– el artista no es una invención social que tuvo condiciones sociales de posibilidad, que tardó su tiempo, que no se inventó de una sola vez de modo definitivo y puede desaparecer, aunque, dado que alguna vez existió, siempre puede recurrirse a él. Por consiguiente, el recurso al vocabulario de la producción jamás es una manera de exhibir con arrogancia un materialismo un poco primario y primitivo. Es asumir una definición provisoria de virtud, sobre todo negativa. Decir, por ejemplo, “productor para productores” es un lavado de cerebro que permite ver una multitud de problemas que no pueden verse cuando se dice “artista de vanguardia”.
Entonces, ese es un mercado donde van a formarse los precios. Dentro de los mecanismos o las relaciones de fuerza van a definirse juicios más o menos potentes, más o menos capaces de universalizarse, de imponerse universalmente en relaciones de intercambio que pueden ir del encuentro en la calle (“¿Leíste el último libro de Fulano? Es flojo”) a la designación en la Academia Francesa, pasando por el palmarés, la lista de best sellers de L’Express, etc. Por tanto, habrá una serie de actos de juicio y la intervención de una multitud de pequeños jueces entre quienes se cuentan ustedes y me cuento yo: comprar un libro es realizar un acto económico de juicio pero que, ejercido en un espacio donde el acto económico no es solo económico, es también una ratificación, una consagración. De igual manera, ir a misa no es simplemente aportar en la colecta, es también ratificar, sancionar y consagrar el lugar de culto como lugar que merece que uno vaya. Ir al teatro no es solo pagar un derecho de entrada, es además votar con los pies en un plebiscito, plebiscitar, dar una sanción de consagración. De ahí la ambigüedad del best seller: esto es algo muy importante a lo que me voy a referir dentro de un rato. Yo he oído (ustedes quizá también) decir a gente en el puesto de venta del pueblo: “Deme el best seller”; hay un efecto de consagración para la gente que no está en el tema, que no sabe que no hay que comprar el best seller, tampoco que es conveniente decir que los best sellers son puras idioteces, lo cual es una norma tácita del campo restringido. Las personas que transfieren al mundo de la economía de los bienes simbólicos las leyes de la economía de los bienes corrientes –“eso se vende bien, por lo tanto es bueno”– caen en un contrasentido desde el punto de vista de la lógica específica del campo. De ahí la ambigüedad de esa sanción. Nos encontraremos en un extremo con las consagraciones más internas: Blanchot al escribir sobre Robbe-Grillet[96] es in, es la autonomía relativa (noten que he tomado ejemplos históricos, de esto hace veinte años…); así, en la otra punta, tenemos a gente que compra el último premio Goncourt, y entre los dos están todas las situaciones intermedias.
Creo que la analogía económica es del todo valedera, a condición de reconocer la especificidad de la economía que intenté describir al señalar la diferencia entre el best seller y la novela muy in; indicaba que los actos son de dimensión económica, como dice Weber, pero nunca son completamente económicos. Para comprenderlos cabalmente, entonces, nunca hay que olvidar –como yo tendía a hacer al empezar a hablarles esta mañana– la dimensión económica. A partir de los veredictos de ese grupo de taste makers, va a ejercerse un efecto económico, que en cierta manera también puede ejercerse sobre el campo más restringido. Así, por ejemplo, la poesía se publica por cuenta del autor.
Juicio de valor
Son actos de dimensión económica pero, al mismo tiempo, no son actos económicos, y hay que interrogarse sobre la otra dimensión para conocer la lógica propia a la que obedece, que intenté discernir en todo momento: es la lógica del juicio de valor que consiste, inseparablemente, en percibir y apreciar en función de categorías de percepción que son, inseparablemente, categorías de apreciación. Creo que esta es una propiedad de la percepción social, sea cual fuere el tipo de sociedad: las categorías de percepción son inseparablemente categorías de apreciación.
Así, en muchas sociedades, las distancias en el mundo social, lo principal y lo secundario, lo verdaderamente verdadero y lo falso, lo verdaderamente bueno y lo malo, etc., se miden en función de las estructuras de parentesco. Creo que las categorías de parentesco son inseparablemente categorías de percepción y, de manera simultánea, de apreciación: no se puede decir de alguien “es tu hermana” sin decir “está bien o está mal” –hablamos de incesto, ya se sabe– o “está bien o está mal hacer esto o aquello”, “está bien o mal amarla o no amarla”. Esto es cierto para todas las categorías de percepción del mundo social: decir “es vulgar/distinguido” (aquí se lo ve bien), “es caliente/frío”, “es opaco/brillante” o “es construido/no construido”, etc., implica un juicio de valor. No hay palabra clasificatoria que no implique un juicio de valor. Lo cual torna muy difícil cualquier discurso que no quiera ser normativo: el único discurso no normativo sobre un universo social es un metadiscurso sobre los juicios normativos, como el que estoy pronunciando. El contenido de la percepción, el veredicto, va a ser el “producto” de la relación entre una cosa vista y un agente que ve.
Por consiguiente, para comprender un juicio, sea el que fuere, para comprender una manifestación y lo que de ella dicen los periodistas, para comprender un diario y lo que los lectores leen en él, para comprender un libro y lo que los lectores leen en él, para comprender la lectura como acto de leer algo, hay que interrogarse, por un lado, sobre las condiciones sociales de producción de los sujetos percipientes, y en especial de sus categorías de percepción y las condiciones de ejercicio de su acto de percepción (¿dónde están, qué ven?), y, por otro, sobre las condiciones sociales de producción del productor del producto y las propiedades objetivas (en el sentido de “ubicadas delante del sujeto percipiente”) del producto, en las cuales se expresan las propiedades sociales del productor, las propiedades sociales del campo de producción, a partir de las propiedades de la posición del productor en ese campo.
A mi modo de ver, todo esto está en juego en todo. El aparato teórico que movilizo con referencia a un detalle –cuatro páginas en una revista– podría aplicarse a mil cosas. Si mañana ustedes me dicen que habría que comprender Beaubourg,[97] voy a proceder de la misma manera: condiciones sociales de los productores, condiciones sociales de los receptores, y puedo predecir gran cantidad de cosas. Sé de antemano que todo el mundo va a pensar lo mismo, puedo predecir, en líneas generales, lo que la gente va a pensar, quién estará a favor, quién estará en contra, hasta qué punto, en función de las propiedades determinantes del receptor. Por eso, aquí se trata de una suerte de teoría general de la percepción del mundo social, que permite plantear las cuestiones generales que, como es evidente, deberán especificarse en cada oportunidad: en cada oportunidad habrá que dar un valor a las variables. Percibir una cosa social, la percepción en el sentido de perceptum (lo que es percibido), va a ser producto de la relación entre las propiedades de quien ve y las propiedades de la cosa vista.
Una verificación muy simple es aportada por los casos en que algo pasa inadvertido, como suele decirse. En literatura es evidente. Por ejemplo, para mi generación, Bachelard pasaba inadvertido para la mayoría de la gente, salvo para una pequeña parte que lo veía muy bien y que, después, lo hizo ver.[98] Pero si las personas que vieron a Bachelard no lo hubiesen visto o, habiéndolo visto, hubiesen estado dominadas y no hubiesen estado en posición de imponer su visión en la lucha, seguiríamos sin ver a Bachelard, que no sería un gran hombre. No tendría visibilidad, estaría muerto y enterrado de una vez por todas, hasta que llegara alguien que, por tener las categorías de percepción para verlo y el poder de hacerlo ver, lo rehabilitara. Esto puede ocurrir