La mala suerte, a menudo, es que para hacer comprender, para comunicar los resultados de un análisis, uno está obligado a decir “en última instancia”. Se dirá por ejemplo: “La Crítica del juicio de Kant se muestra acorde con los intereses objetivos de un grupo que en cierto momento, en el siglo XVIII, es…”. Uno está obligado a decir las cosas así. Las personas que no pueden soportar la objetivación científica se lanzan de inmediato sobre ese tipo de frases: “¡Hay que ser tonto (lo digo porque es lo que se dijo acerca de mi análisis de la Crítica del juicio)[72] para decir que la Crítica del juicio, ese texto sagrado de la filosofía, expresa los intereses objetivos de una categoría de la burguesía alemana!”. En realidad, la cosa es más complicada: como el interés objetivo coincide con el interés de los comentaristas de la Crítica del juicio –es decir, profesores de filosofía de determinado momento–, en cierto modo la Crítica del juicio se lee y no se lee: la gente se orienta tanto en ella que no se ve. Si resumo en una frase mi análisis de la Crítica del juicio, estaré obligado a decir eso. De igual modo, si resumo en una frase mi análisis del palmarés, estaré obligado a decir lo que acabo de decir.
(En realidad, el “misterio” –palabra que no me gusta mucho– de los hechos sociales, de la lógica de lo social,[73] es que a mis ojos pasan cosas tremendamente complicadas, una especie de laberinto de intenciones que aparecen y pueden recuperarse, resumirse en una proposición del tipo de la que mencioné hace un rato: “Hay una intención objetiva de…”, “Todo sucede como si…”. La mala suerte es que, con mucha frecuencia, en la polémica política sobre la base de análisis sociológicos muy rudimentarios, se ha tomado la costumbre de decir: “No es más que el interés de la pequeña burguesía en ascenso, etc.”. Uno de los grandes problemas del análisis sociológico, tal como yo lo concibo, es que muchas veces hay que esforzarse como un loco para reconstruir esa suerte de red extremadamente compleja de relaciones, pequeñas mistificaciones, pequeñas apuestas, pequeñas jugadas para llegar a algo que, en última instancia, en definitiva, se resume en algo relativamente simple. Desde luego, los adversarios que reciben este análisis complicado y lo sufren –porque es cierto que el análisis científico de las acciones sociales puede hacer sufrir– se aferran, para construirse un sistema de defensa, a la idea de que “esos sociólogos son estúpidos y primitivos y hacen marxismo vulgar”. Este paréntesis me permite decir algo que me tomo muy a pecho e intentar derribar un sistema de defensa entre otros).
Los modelos del mercado y el proceso
Termino con el palmarés en sí. No voy a leerlo íntegramente, pero les doy el comienzo. A la cabeza encontramos a Claude Lévi-Strauss con 101 votos; todas las veces, bajo el nombre, se indica la cantidad de votos. “Votos” nos lleva al plebiscito, a la elección. Hay algo que se me ocurre al decirlo: intentaré demostrar ante ustedes que la lógica del palmarés es, tanto la del proceso, en sentido judicial, cuanto la del mercado, en calidad de procedimiento de formación de precios [prix]; en los dos casos, la gente va a juzgar. A los sociólogos les gustaría mucho saber qué es un mercado, y aquí tenemos la posibilidad de ver una especie de pequeño mecanismo, pequeña máquina, pequeño modelo reducido de lo que es la formación de precios: tenemos productos culturales (un libro de Raymond Aron, etc.) en la vitrina de una librería, esos productos culturales se ofrecen y la gente va o no a comprarlos. Evidentemente, los premios [prix] literarios forman parte de eso.
Cuando digo que las cosas pueden describirse según el modelo del mercado o del proceso, no me refiero a metáforas ni analogías, sino a modelos posibles. (Lo digo al pasar, porque a menudo se dice que el lenguaje económico es una metáfora, cuando en realidad no lo es). Esas dos posibilidades, la homología del proceso y el mercado, son ocultadas por la homología del mercado electoral, lo cual tampoco es absurdo: lo cierto es que una elección también funciona de esta manera. Dentro de un rato intentaré demostrar cuáles son los factores principales del acto de juzgar un producto cultural, y creo que tendríamos los mismos factores que en el acto de juzgar un producto político (un diputado, un presidente, etc.). Dicho esto, la analogía con el producto político ejerce un efecto de ocultación por la evidencia: sigue siendo el paradigma de la carta robada; para hacer que las cosas pasen inadvertidas, nada mejor que presentarlas de manera que, por estar tan habituados a verlas así, salten a la vista y no pensemos en ellas. Puedo contarles esto en voz alta, para decirlo de algún modo: me di cuenta de que la palabra “voto” es importante y no había advertido que es uno de los pequeños signos subliminales que nos sitúan en la lógica del referéndum.
Claude Lévi-Strauss tiene 101 votos; Raymond Aron, 84; Michel Foucault, 83 –están casi ex aequo–; Jacques Lacan, 51; Simone de Beauvoir, 46; Marguerite Yourcenar, 32; etc. Estos seis primeros tienen derecho a un retrato fotográfico y un retrato intelectual que habría que comentar línea por línea: ustedes no lo tolerarían y yo tampoco, pero es interesante ver qué se elige de cada una de esas personas.
Individuo concreto e individuo construido
Hago simplemente una pequeña observación para anunciar algo: procuraré reflexionar con ustedes sobre lo que es un individuo. Sabe Dios que es algo que todo el mundo cree saber, hay incluso gente que hace una sociología construida sobre la noción de individuo,[74] supongo que debe de saber qué es el individuo. El problema se me planteó de forma muy concreta en una encuesta[75] en la cual aparecen personalidades en un análisis factorial, es decir, distribuidas en forma de puntos en un espacio. Me pregunté, y todavía me pregunto, si tengo derecho a publicar ese espacio con los nombres propios correspondientes a dichos puntos. ¿Tengo derecho a poner en el punto que encuentro arriba y a la izquierda “Lévi-Strauss”, y en el punto que encuentro abajo y a la derecha “Deloffre”? ¿Tengo derecho a escribir los nombres propios? ¿Qué pasa cuando escribo un nombre propio en un punto de un espacio construido como teoría? Para decirlo en dos palabras, sin caer en un análisis excesivamente grosero de lo que voy a contar, la cuestión es saber si el Lévi-Strauss que descubro en ese espacio es el mismo Lévi-Strauss que ustedes tienen en mente. Buenos filósofos trabajaron mucho en el tema (me permito un juicio de valor, con el objeto, una vez más, de disipar una forma de resistencia organizada por los malos filósofos para defender la mala filosofía contra la buena sociología) y unos cuantos de ustedes conocen las reflexiones sobre “El rey de Francia es calvo”:[76] hablar del rey de Francia calvo es hacer como si el rey de Francia calvo existiera. Es también una estrategia política clásica. Hablar de cosas (“el pueblo piensa que…”, “los intelectuales piensan que…”) hace que uno no se pregunte si existen. Se induce a centrar la atención en el juicio predicativo, y se la desvía así del juicio existencial que sirve de basamento al juicio predicativo. Se olvida (y se hace olvidar) la pregunta sobre si el tema en cuestión existe. En el caso del individuo es exactamente la misma pregunta: ¿ese punto existe como existe el Lévi-Strauss real?
No me extiendo más porque generaría en ustedes una impresión de déjà-vu y, así, no me escucharán cuando les hable del individuo concreto y el individuo construido.