¡Cuántas gracias hay que dar a dar a Dios por estas mentes privilegiadas y serenas, que amaban a la Iglesia y su magisterio por encima de todo! Recuerdo con qué ilusión leíamos —allá por el curso 1968-69— el libro Introducción al Cristianismo, de Josef Ratzinger, que aún está en vigor y hace mucho bien. Por eso cuando en el año 2005 fue elegido Papa era conocido por muchos de nosotros por haber leído este magnífico libro suyo.
Y cuando hablo de estos grandes teólogos conciliares y posconciliares no pretendo en absoluto que olvidemos ni que se tenga ningún signo displicente a la gran riqueza dogmática de la anterior generación de insignes teólogos y maestros anteriores al Vaticano II, como por ejemplo los PP. Aldama, Cuervo, Royo Marín, Lorenzo Turrado, Peinador… y tantos otros que vivieron la Iglesia de su tiempo con una profundidad y una hondura tales, que los llevaron a publicar escritos ardientes que hicieron época. Muchos de ellos nos sirvieron de libros de texto en los años de estudio en los seminarios y universidades.
Tanto es así que estos padres podrían considerarse los referentes para la elaboración de esa nueva teología que se venía sintiendo, gestando y, me atrevo a decir, necesitando, pero teniéndoles siempre a ellos en el punto de mira y como línea referencial de la teología, de la moral y de la teología espiritual.
No podemos dejar de señalar que algunos hicieron verdaderos estragos con el trato y los juicios indolentes que les otorgaron; es verdad que al haber cambiado las circunstancias sociológicas, políticas, de relaciones entre los pueblos y, de manera singular, eclesiales, se estaba necesitando una teología más abierta al mundo actual y que no perdiese de su horizonte los signos de los tiempos.
Se llegó, pasados los días, a adentrarse en la realidad y en las necesidades de todo género del sacerdote secular; se ahondó mucho más en cómo debería ser su fisonomía, su ser ontológico y existencial, sus maneras de actuar, sus comportamientos y su forma concreta de hacer creíble su ministerio. De ahí que su espiritualidad también —sin dejar lo esencial que le debería identificar— tuviese que ser sometida en aquellos momentos de crisis y confusión a una profunda revisión.
Por eso afirma también el Directorio, anteriormente citado, que el ministerio sacerdotal es una empresa fascinante, pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y a veces la soledad.
Podemos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que a más de cincuenta y cinco años de distancia de la clausura del Concilio Vaticano II la realidad sacerdotal expuesta en sus grandes documentos sigue siendo un don para la Iglesia y para el mundo y un singular hecho de gracia para todos y cada uno de nosotros con grandes repercusiones en los fieles laicos y en la vida consagrada. Cosa distinta es que lo aprovechemos en su totalidad o lo dejemos pasar.
Como acontecimiento nos invita a una mayor fidelidad, para construir la imagen del sacerdote entre dos milenios y ante un cambio cultural histórico significativo. Y nos habla de la seriedad con la que se ha de afrontar la formación permanente del clero.
La figura del buen Pastor, descrita por los evangelios, vivida por los Apóstoles y explicada por los Santos Padres, ha sido siempre el punto de referencia de la vida y espiritualidad sacerdotal. Los grandes sacerdotes de la historia, como san Juan María Vianney, lo recuerdan. El magisterio y la doctrina teológica inmediatamente antes del Vaticano II, son exponentes, cada uno a su modo, de esta gracia. De ahí que podamos decir que el Concilio es un punto de llegada y un punto de partida en la concepción del sacerdote en una Iglesia que peregrina hasta la parusía.
El magisterio de los últimos Papas, con sus cartas encíclicas, sus exhortaciones apostólicas, sus numerosos discursos sacerdotales en los viajes apostólicos, audiencias, ordenaciones, visitas ad limina, etc., presenta un estilo sacerdotal que expresa el gozo de serlo en el seguimiento generoso a Cristo buen Pastor, en la fraternidad entre los hermanos y en la disponibilidad misionera local y universal. Y, como veremos, con mayor claridad, en la abundante doctrina de Benedicto XVI, con ocasión del año sacerdotal que él convocó para toda la Iglesia en el año 2009, no sólo no se aleja de los principios conciliares y de los de los anteriores Papas, sino que los fortalece y refuerza de manera admirable.
Debemos recordar que si hasta el Concilio de Trento el sacramento del orden estaba en íntima relación con el sacrificio, es decir, si toda la fuerza del ministerio sacerdotal provenía de la relación presbítero-eucaristía, el Vaticano II, que asentó firmemente la sacramentalidad del episcopado y la cooperación de los presbíteros con el obispo, dio un cambio significativo. ¿En qué iba a consistir?: sencillamente en hacer depender toda la acción ministerial de la misión de la Iglesia, única e idéntica para todos, aunque con distintas formas de realización y con diferentes expresiones.
Por ello, en la práctica, la misión encomendada a los sacerdotes no es la misma que tienen confiada en su actuación un monje contemplativo, una religiosa de vida activa, un laico implicado en el tejido social, un hermano lego en un convento o una madre de familia en su hogar.
La misión se fundamenta en el encargo que Jesucristo dio a los apóstoles: Como el Padre me ha enviado así os envío yo. Y ellos, siguiendo este encargo que no podían rehuir, van enviando a sus sucesores, y así continuamente para que nunca termine ni deje de cumplirse el mandato del Señor.
Antes de señalar, a modo de síntesis, los principales desafíos que se desprenden del Concilio Vaticano II, vamos a analizar unos rasgos generales, característicos de la espiritualidad del sacerdote diocesano.
Primer rasgo: Vivir la espiritualidad según la propia vocación
Cada cristiano debe vivir la espiritualidad según la vocación a la que ha sido convocado. Se trata de amar como Cristo ama. También la del sacerdote queda descrita dentro del contexto de la santidad cristiana (LG V, nn.39-42). Todo miembro de la Iglesia forma parte de su sacramentalidad, como transparencia e instrumento de Cristo.
Los sacerdotes somos parte cualificada de este pueblo de Dios con nuestra propia espiritualidad. Con toda claridad se percibe que en el seguimiento de Cristo, según los diversos dones y carismas recibidos, la llamada a la más alta espiritualidad, que es la santidad, se realiza en el propio estado de vida en que cada uno vive.
A esto hay que añadir la experiencia de las bienaventuranzas propia de cada cristiano. Y se debe alimentar con los medios que ordinariamente la Iglesia señala: lo que es común a todos los christifideles: la oración, los sacramentos, la lectura espiritual, los dones del Espíritu Santo, la entrega vivida cada día en las virtudes, especialmente en el amor; y lo específico del ministro ordenado, es decir, la caridad pastoral, en la amplia gama que ésta lleva consigo como medio de santificación para el sacerdote.
En el ministerio del sacerdote como discípulo y apóstol de Jesucristo, la caridad pastoral constituye una realidad existencial imprescindible. Necesitamos testigos fuertes de Dios que anuncien el Evangelio desde posiciones humanas sólidas, pero sobre todo desde un testimonio convincente, que ayude a los hombres de hoy a vivir la fe como algo que da sentido a la existencia humana y puede llenar de felicidad a sus personas en el quehacer cotidiano.
Pero todo ello no debemos vivirlo en soledad, como si fuésemos personas incomunicadas e insociables, que en muchas ocasiones se convierte en espiritualidades aisladas. Necesitamos la compañía y el enriquecimiento de los carismas de los demás.
Afirmaba el Arzobispo emérito de Toledo, Mons. Braulio Rodríguez Plaza, en la misa crismal del año 2014: «no confundir la vida espiritual con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio, pero que no alimentan el encuentro con Cristo y los hermanos, ni el compromiso con el mundo, ni la pasión evangelizadora. Necesitamos alejarnos del individualismo y trabajar pastoralmente juntos». Es éste otro factor que hará que la espiritualidad sacerdotal crezca y se desarrolle adecuadamente. Esta llamada que se nos hace a lo que debe ser la vida espiritual hay que fomentarla desde los primeros momentos de toda formación que vaya encaminada hacia el sacerdocio.
Segundo rasgo: La espiritualidad sacerdotal y los ministerios ejercidos
La espiritualidad de los pastores se relaciona de acuerdo con los ministerios ejercidos,