Es necesaria la adaptación a las necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos y lugares. Prudencia y mucha caridad. Hechos consumados. Sencillez, astucia, sagacidad para vencer al enemigo. Energía, perseverancia y valor para emprender las obras que el Señor nos inspire y llevarlas adelante cueste lo que costare. Adaptarse no significa sentirnos cómodos con todo aquello que se pueda ir introduciendo en la Iglesia, sino tratar, en todo momento de hacer que la Iglesia se perfeccione a pesar de sus muchas limitaciones por causa nuestra, de cada uno de nosotros los cristianos miembros pecadores de esta Iglesia en su realidad visible.
Durante el Concilio, en el proceso de elaboración de los capítulos V y VI de LG, se expresaron dos corrientes doctrinales que sintéticamente pueden concretarse del siguiente modo: para unos Padres Conciliares, los religiosos son una estructura dentro de la Iglesia pero no estructuran la Iglesia; para otros Padres, no sólo son una estructura, sino que son un elemento esencial y constitutivo de la misma, teniendo en cuenta que en la Constitución divina de la Iglesia entra a formar parte no sólo el elemento jerárquico, sino también el elemento carismático.
Los cc. 207, 573 y 574, siguiendo al Concilio (LG 43, 44c y d y 45c) hablan expresamente al referirse a la vida consagrada de estado de vida o forma estable de vida. Pero se muestra al igual inseguro, incierto sobre su puesto dentro la Iglesia.
Una muestra de esta indefinición conciliar la encontramos en el can. 207 del código vigente. El §1 establece la constitucionalidad ex iure divino de la distinción entre ministros sagrados y fieles laicos. El §2 se refiere al estado de los consagrados que, aunque no afecta a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, a su vida y santidad. La pregunta surge de modo inmediato: ¿es aplicable al estado de los consagrados del §2 la constitucionalidad ex iure divino que se predica del orden clerical y laical en el § 1? No lo parece, si nos atenemos a la literalidad del precepto codicial y a la fuerte crítica que ha recibido por parte de algún sector doctrinal la redacción del canon 15.
Pero en el código no sólo el can 207 suscita este debate que nos ocupa. También la misma colocación dentro del código en una parte ad hoc, separada del resto de los fieles suscita la pregunta por el puesto que la vida consagrada ocupa en el «misterio de la Iglesia». La pregunta por el puesto que la vida consagrada ocupa en el «misterio de la Iglesia» ha llevado mucho a la doctrina teológica.
Afirma el prof. Julio Manzanares que se puede formular en estos términos: ¿la vida consagrada responde a la voluntad fundacional de Cristo sobre la misma Iglesia y, por tanto, preexiste a sus manifestaciones históricas, o más bien es un modo práctico de resaltar, no sólo la relevancia histórica de la vida religiosa, sino también, y sobre todo la alta misión que está llamada a cumplir dentro del conjunto de las misiones eclesiales, pero sin que ello entrañe una opción legislativa a favor de la tesis que configura la vida religiosa como un constitutivo esencial del Pueblo de Dios
Frente a estas dudas interpretativas, se acaba imponiendo sobre esta cuestión finalmente la posición autoritativa de Juan Pablo II. La expresó primeramente en diversas Audiencias que tuvieron lugar con motivo de la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada en octubre de 1994 y con más rotundidad en la Exhortación postsinodal VC. Sirvan de muestra estas palabras del Papa en la audiencia del 12.X.1994: «Cristo instituyó los consejos evangélicos y, en este sentido, fundó la vida religiosa y todo estado de consagración que se le asemeje (…). La eclesialidad de la vida consagrada emana de su misma naturaleza, de lo que es, no de lo que hace, es un estado de vida constitutivo de la Iglesia querido por Cristo. Pertenece ésta, por tanto, a la esencia de la Iglesia en cuanto forma estable de vida inaugurada y querida por Cristo.
De la cuestión del origen y lugar de la vida consagrada en la Iglesia, vuelve a ocuparse definitivamente la Exhortación Apostólica VC de 1996. La vida consagrada no es una realidad aislada y marginal dentro de la Iglesia sino que está en el mimo corazón de la Iglesia como elemento decisivo para su misión. Por eso no sólo es un don precioso para la Iglesia, sino también necesario. Hay estructuras que pueden desaparecer (cabildos de canónigos, consejo de cardenales, cofradías, hermandades...), pero no puede desaparecer la vida consagrada.
En el n. 29, se concluye que a la luz de la reflexión teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia. Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza. Sin la vida consagrada a la Iglesia le faltaría algo fundamental.
Séptimo rasgo: La caridad, distintivo de la vida cristiana
Procuremos vivir y predicar la caridad de Cristo. La caridad es la esencia de la vida cristiana, es el distintivo de todo creyente, por lo tanto, no deben olvidar los discípulos de Jesús —menos aún los sacerdotes— que se impone la necesidad urgente e intrínseca a la misión que Cristo nos ha confiado de vivir ampliamente el espíritu de caridad y hacerlo vivir a los hombres.
Escribe el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris laetitia: «el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que "pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado" [110] y que, de hecho, "las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas"[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, "sin esperar nada a cambio" (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es "dar la vida" por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio: "Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis" (Mt 10,8)».
Todas las enfermedades de la Iglesia y de la vida cristiana han comenzado y se han desarrollado por la falta del espíritu de caridad, que es el de Cristo. La renovación no se encamina ni al dogma ni a la moral, sino a los métodos de apostolado y a la aplicación efectiva de los principios morales de la Santa Madre Iglesia a la vida concreta de los hombres, y que esta renovación se sujete, en todos sus puntos, al juicio de la Santa Sede.
Es una renovación que nos ha de llevar a que todos los cristianos vivan el genuino y verdadero espíritu evangélico. Esta renovación trata de lograr la unidad y la organización de las fuerzas de la Iglesia, sin destruir lo propio de cada individuo o corporación, sino más bien ayudando para que se perfeccionen y crezcan en eficacia.
Hemos oído mucho hablar de aquel Mirad como se aman. Eso era lo que atraía en lo humano a los nuevos cristianos. Porque, en lo divino, era Jesús el que actuaba misteriosamente y daba el rápido crecimiento a la comunidad de los creyentes.
Si a los fieles les han de distinguir los hombres y mujeres de nuestro tiempo por aquel Mirad cómo se aman, de los cristianos de la Iglesia de Antioquía, con mucho más motivo en la actualidad han de diferenciarnos a los sacerdotes de Jesucristo, por ese fijaos cómo se quieren, es decir, nos han de distinguir por la fraternidad que brota del corazón y de la sinceridad de todo el ser.
Ya Tertuliano, en el s. II, cuando se decía: aquel «¡Mirad cómo se aman! Implicaba y suponía: Mirad cómo están dispuestos a morir los unos por los otros». Recordaría, sin duda, el nadie tiene amor más grande que el que da su vida por los amigos.
Octavo rasgo: Espiritualidad con equilibrio emocional
Asentado el principio filosófico operari sequitur esse, el obrar sigue al ser, conviene tener claro que cuando el ser personal del sacerdote está firmemente asentado desde una fuerte y sana realidad psicológica que le proporciona el necesario equilibrio emocional, y enraizada su vida en el corazón de Jesucristo, lógicamente su manera de comportarse, de obrar, de vivir... brotará en conformidad con lo que le pide la Iglesia y los fieles esperan de él.
Este convencimiento no se logra porque nos lo repitan muchas veces, no es cuestión de remachar en exceso las cosas. Un hábito se adquiere por la repetición de actos que, como por inercia, hemos ido realizando y se ha perdido toda fuerza de voluntad; esto crea un ser abúlico que le ha dejado sin capacidad de reaccionar y moverse sólo a impulsos de sentimientos humanos