La madurez merenguera consuma una meditación sobre la soledad a través de dos solitarios límite que se reúnen bajo la divisa de la espontánea y azarosa solidaridad en la ignominia (la evidente, la invisible) como común denominador, en esta fábula edificante con cálidas bocanadas gélidas de cuento de hadas, en torno a la vetusta pensionada generosa y un nuevo insólito Norteado, cual viviente homenaje juvenil a aquel titular del oaxaqueño Perezcano (2010), cual versión más animada de la Dama y el vagabundo disneyanos, convirtiendo la dramática parábola de La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013) en la reconfortante semifantasía de La jauja de oro, más allá de la miseria, la violencia y el hambre, que a final de cuentas coincide con el imaginario ilusorio de todo emigrante y el iluso de toda aspiración benigna o escapista, aunque sin moraleja ni repetición posible en puerta, pero dejando así asentada, pese a su tinte sonrosado de novela rosa, la distancia abismal que aún separa al Tercer Inmundo de la prosperidad del Primer Mundo, a México de la verdadera civilización actual, incluyendo asimismo una dimensión Guten Tag, Mamón que le dice al alemán promedio algo de lo que más le gusta oír de sí mismo: “Cuando los alemanes dan su amistad son de una lealtad inquebrantable”, declaró merengueramente Ramírez-Suárez a la prensa germana (según Alia Lira Hartmann en La Jornada el 31 de marzo de 2015) a raíz del estreno del film con 52 copias (inhabituales para una película mexicana) en Alemania.
La madurez merenguera emplea en toda ocasión un tono cálido y auténtico, antimelodramático, como si se tratase de la simple observación documental del choque aplazado y suavemente ligero entre dos culturas y mentalidades opuestas, yendo con leve ironía de la dureza de los planos cerradísimos del desorden asfixiante (del vagón pollero y de la desolación rural que parece hecha de narcoecos residuales de El infierno de Luis Estrada, 2010) al orden asfixiante de la prosperidad germánica, cual docuficción vagamente humorística y severa con firmeza, bien apoyado un guión rebosante de monos detalles y agudas anotaciones ambientales y gestuales, una fotografía de Carlos Hidalgo sobria hasta la elegancia en sus secuencias casi subliminales, una música siempre desenfadada de Rodrigo Flores López (más canciones tradicionales mexicanas tipo “El sauce y la palma” y atronadores ritmos de merengue por los corredores y escaleras, que hábilmente coexisten con fragmentos del Concierto para piano 20 de Mozart y la Segunda sonata de Beethoven), una dirección de arte de Florent Vitse ejercida en México y en Europa con real conocimiento de causa y last but not least una insinuante edición del realizador con Sam Baixauli y Sonia Sánchez Carrasco, sobre todo en el enfoque de ese ínfimo dorf donde hay un receptáculo callejero para reciclar cascos de botella blancos y otro para verdes y donde la entrañable ruquita solterona a perpetuidad (por haberse enamorado en su juventud del hijo de un odiado SS hitleriano) puede conducir sin escándalo a Ramón a un burdel superhigiénico para que desahogue sus endorfinas acumuladas con una sexoservidora al gusto, cual casta posesión de la anciana por interpósita persona en las antípodas del pintor extraviado y su provecta anfitriona pueblerina en el Japón del erotómano Carlos Reygadas (2002).
Y la madurez merenguera no se consuma como un encomio a la caridad cristiana, ni a la generosidad en el vacío (lo primero que hará Ramón con el dinero que reciba de la opulenta Alemania superdesarrollada será comprar unos simbólicos anteojos para ver mejor su realidad circundante), ni a la abnegación churrimelodramática, ni al sacrificio autoinmolatorio, sino a la amistad encarnada y un hiperelogio al concepto juguiano del Amor Absoluto, aquel en el cual uno de los amantes voluntariamente decide dedicarse a la construcción del otro como ser creativo y productor, un amor absoluto y absuelto cuya ausencia se dejaba sentir en el cine mexicano desde La casa chica de Roberto Gavaldón (con uno de los pocos guiones originales de José Revueltas, 1949), un amor absoluto que rompe de tajo sentimental que no sentimentalista con la clásica autocompasión nacional de los De Fuentes / Fernández / Galindo / Rodríguez (¿para acercarse a la anglo-hindú del escocés Danny Boyle de Quisiera ser millonario, 2008, aunque en versión antichantajista?), un amor absoluto que hubiese fundado una más de aquellas “familias paralelas, afectuosas y hermanables, bajo la cariñosa protección de la madre” (diría el José Donoso de las Conjeturas sobre la memoria de mi tribu), el tema concreto y explícito del amor absoluto que en su novela La tejedora de sombras se le escaparía por su prosa de Corín Tellado al brillante narrador Jorge Volpi de En busca