el bombástico y retumbante nuevo episodio de un insólito aunque permitido e irreprimible culebrón, la parte número cuatro del work in progress que ya viene a constituir una perentoria tetralogía críticosexenal desarrollada por el realizador en torno a las deformaciones específicas y las vilezas más evidentes de cada demagógica etapa reciente del sistema político mexicano, una laxa colección de escenitas burlescas desopilantes y desternillantes apenas aspirantes a memes tan memorables cuan obviables, una caracterización temeraria del presente régimen presidencial con respecto a las inmediatas precedentes (el sexenio de Ernesto Zedillo como epopeya arribismo corrupto en La ley de Herodes, el sexenio de Vicente Fox como disparidad cruel entre el discurso verbal y la realidad en Un mundo maravilloso, el sexenio de Felipe Calderón como colosal desgarramiento del tejido social causado por la inepta guerra legitimadora contra el narcotráfico en El infierno, el sexenio de Peña Nieto como subproducto del poder mediático en La dictadura perfecta), una glosa de la añeja definición de la hegemonía impersonal del poder priista como “la dictadura perfecta” (según Mario Vargas Llosa en su mejor momento ideológico, cuando aún no soñaba con ser tocayo del gobernador Carmelo Vargas ni con merecer el apellido de la Obediencia perfecta) ahora excluyendo al PRI y volviéndola una dictadura mediática en lo fundamental televisiva, un lucrativo modelo de plausible permisividad del Estado (y por él mismo coproducida) a modo de crítica inofensiva (siempre y cuando no se toquen las 11 antipopulares reformas estructurales para cuya consecución fue entronizado Peña Nieto: “Te dije que no pusiéramos a ese güey”, exclaman hasta sus inescrupulosos TVhacedores arrepentidos), una proeza de cacería mayor que por fin logra al término de una escalada de varías décadas faltarle impunemente al respeto caricaturesco y reduccionista a las más elevadas investiduras del país, un agrio juego multirreferencial de similitudes con los poderes fácticos del país, una farsa grotesca que toma como única base de sustentación el monotemático desenvolvimiento de cierta aviesa amalgama-batidillo de casos escandalosos con amañado cambio de sentido político-delincuencial (el dislate racista antinegro de Fox, los videoescándalos de los diputados perredistas René Bejarano y Carlos Ímaz, el caso de la desaparición de la niña Paulette, el caso de la novia francesa de un narco Florence Cassez y las acertadas denuncias sistemáticas del AMLO: “Es un peligro para México” y el Noroñas acaparatribunas al mismo vociferante nivel izquierdistas de esos casos criminales o quasi criminales), una punzante bufonada autocomplaciente que al habitual elogio a la corrupción por Luis Estrada añade ahora cierto delirante encomio práctico a la extorsión (su pareja hoy limpiamente inseparable en México por consecuentes razones casi naturales), una sátira heavy handled de cortas miras dramáticas pero de largo alcance ideológico supuesto y molesto, un tenso estudio del flujo de lava de los privilegios partidistas, un ensayo didáctico y panfletario lleno de revelaciones explícitas acerca de la estrecha colusión perversa entre el poder televisivo y el poder político, un disimulado elogio delirante al empoderamiento diabólico y presuntamente invencible de Televisa ejercido sin resistencia y en el más impune de los vacíos, una proclama antitelevisiva en épocas ya de la dictadura perfecta digital, un festival de parodias / autoparodias y protagonistas ni divertidos ni graciosos vueltos comparsas y botargas vivientes de sí mismos (ese Damián Alcázar ya no tintanesco a la cabeza) en simetría radiada, una hipertrofia de hechos y desaguisados cuyo puede ser el reconocimiento cínico y ensimismado, una excitación al reconocimiento propio y ajeno en las esferas del poder imbatible (“Ojalá que se reconozcan, amigos y no amigos”, pedía irónicamente en la realidad el actor Damián Alcázar a los miembros de la Cámara de Senadores en una función especial para ellos el 16 de octubre de 2014), una burla demasiado seria y depresiva para ser hilarante (sin duda infinitamente más amarga y menos graciosa que El infierno), una cinta autoexcitada y sobreactuadísima que arranca a tambor batiente para luego desviarse y empantanarse en el caso de las gemelitas y sobredimensionándolo para generar una tediosa película reiterativa y exasperante, un sainete anacrónico que intenta dignificarse con fotografía del vasco internacionalizado Javier Aguirresarobe (Jazmín azul, Woody Allen, 2003) y debe subrayarse con música pedestre adobada de Rossini (la obertura de Guillermo Tell y el tema de La urraca ladrona simbólica ad nauseam) y trozos sinfónicos de un Beethoven solamente unánime más una suite gloriosa de Grieg y de cajón una oberturas de Elgar, una suma de guiños de guiñoles, una colección de chistes gastados y memes de internet dramatizados, un film útil aunque cinematográficamente dudoso y esencialmente desigual y profundamente fallido pero vuelto emblemático por la fuerza de las circunstancias.
La madurez burlobviota urde con burdota malicia una huera maniobra de distorsión y trastrocamiento temporales para que “el supuesto embajador de Obama evoque las declaraciones de un personaje con quien no coincidió en el poder” y para que “Vargas sea simultáneamente un chivo expiatorio del presidente en turno y un político en las circunstancias de Enrique Peña Nieto cuando el Estado de México fue escenario del caso Paulette” (según ha sesudamente señalado la cinecrítica Fernanda Solórzano, en Letras Libres, núm. 190, octubre de 2014) para que nuestro actual Presidente priista por preclaro capricho resulte el más curioso y futurista producto eternizado ¡de sí mismo!
La madurez burlobviota centra su ferocidad en la manipulación televisiva, para mejor caer en todo lo que pretende criticar, en una operación farisea que pretende enmendarles la plana y acometer su máxima síntesis y darles su decisiva vuelta de tuerca carpera a nivel municipal-nacional a los grandes clásicos del cine crítico antitelevisivo de Billy Wilder (Cadenas de roca / Ace in the Hole, 1951) y Elia Kazan (Un rostro en la muchedumbre, 1957) y Sidney Lumet (Poder que mata / Network, 1976) y Barry Levinson (Escándalo en la Casa Blanca / Wag the Dog, 1997), como mero pretexto anarquizante para mearse desde posiciones ambiguamente extremoderechistas-ultrarreaccionarias y desde una altura considerable por encima de los acontecimientos y los partidos políticos supuestamente equiparables y los comparsas a lo México México ra-ra-rá (Gustavo Alatriste, 1975), con una suma de seudocómicas gratuidades desgraciadas (el reportero lindo aceptando a la ñora de la casa como nalga de emergencia tras proferir a cámara cual aparte teatral sus consoladoras intenciones genitomisóginas porque “En la guerra cualquier hoyo es trinchera”) y rizadas de rizo (el torvo jefe impasible de los secuestradores que resulta ser un General del Ejército Mexicano al servicio de la televisora devolviéndole el maletín del rescate a Carlitos) e ingenuidades (el súbito ascenso a la primera magistratura sólo por haber resuelto positivamente el caso Paulette vuelto duopolio de gemelitas) y esquematismos maniqueos (el unidimensional Gober villano cuyo único deseo es formar una admirada-archienvidiada pareja presidencial perfecta con la famosísima ultracodiciada Jazmín-Gaviota) y humillantes servilismos arrogantes (“¿Quién te escoge tus corbatas, pareces retrato, te voy a mandar una caja de ellas?”, rubrica el director de TV MX un telefonema al sumiso Presidente de la República en funciones), cual daños colaterales de la ficción, para no dejar títere con cabeza sin salpicar de orines.
La madurez burlobviota se atreve a gritar, gracias a su “realismo fársico”, un buen puñado de “secretos a voces”, según el cinecrítico radical Luis Tovar (en La Jornada Semanal, 16 de noviembre de 2014), primero: que “el verdadero dictador de estos días no es tanto un ente político sino uno mediático”; segundo: que “este país es gobernado –aunque tal palabra no sea más que un decir– por un sujeto sin mayor merecimiento que el de haberle pagado a la televisora más poderosa en habla hispana lo que ésta determinó para elevarlo, en la percepción del público masivo, a la imposible categoría de estadista / salvador de la patria / restaurador del orden / líder carismático”; tercero: que “no importa qué tan corrupto, sátrapa, impreparado, torpe, mendaz, autor intelectual de asesinatos, cómplice de criminales institucionalizados y también de criminales sin placa y sin legislación a modo, más un terrible etcétera, pueda ser este o aquel político, dicho sujeto impresentable puede acceder a la primera magistratura nacional por obra y gracia de la televisión”; cuarto: “la existencia de un contrato mercantil político-televisora, cuyo objeto puede ser desde el mero ‘control de imagen’ hasta la instalación en un cargo gubernamental”, y quinto: “la creación mediática artificiosa de focos de interés público a conveniencia del que paga”, o sea cinco a favor de uno y con “resultados espeluznantes”.
La madurez burlobviota tiene como mejor y más significativa secuencia el momento en que la realidad ficcional fílmica de los padres de las niñas secuestradas