7. Películas que incursionan a un tiempo en la infracultura y en la supracultura, según la clasificación hecha por el teórico Pascal Bonitzer en su crucial ensayo “Los dos polos del cine contemporáneo”, donde distinguía las dos formas extremas de sobrepasar el edificio cultural contemporáneo, ambas de naturaleza esquizoide para conseguir superar la identificación paranoica con el autoritarismo establecido. Haciendo pasar mensajes por debajo de la cultura dominante, en la infracultura, y haciendo pasar mensajes por encima de la cultura, en la supracultura. A esta postura conjunta pertenecerán experiencias de cineastas límite nacionales como la fantasiosa falsa comedia musical norteño-populachera sin diálogos Cumbia callera de René Villarreal, las relampagueantes estilizaciones artificiales SOBA (2004) y Nesio (2008) de Alan Coton, la concertadísima fábula sordonírica Música ocular de José Antonio Cordero (2012), el work in progress cineinfinito que culminaría en El tiempo y la memoria de Santiago Torres (2011), y sin duda las obras completas, ficcionales o docuconceptuales, erotómanas o sí siempre, del zacatecano Iván Ávila Dueñas, capaz de hallar equivalentes expresivos a la inmortal deambulación infinita de Adán y Eva (todavía) (2004), a la transmigración de las almas de cuerpo en cuerpo en La sangre iluminada (2007), para mejor no intentar definir lo indefinible de sus documentales-ensayo Zacateco (2010) y La vida sin memoria parece dulce... (2013).
8. Películas que rinden cuenta de la vitalidad aún creadora de la retrovanguardia. Las que parecen retroceder a los orígenes de un precine, un cine antes del cine que conocemos. Sea el drama de lastrada recuperación familiar post mortem Seres humanos (2001) de Jorge Aguilera, que diríase filmado en los fondos negros de un alquitranado Black Maria de Edison a nivel citadino, sea la caótica iniciación amorosa de un joven cuya ejecutoria se escalona a lo largo de un Año uña (2007) de Jonás Cuarón, de principio a fin narrado por medio de fotosfijas preanimadas, o bien dos cintas, sorpresivamente dos, filmadas de un jalón, en un solo plano-secuencia cada una, el dramón crimino-incestuoso Tiempo real del jalapeño Fabrizio Prada (2002) y el fortuito pero decisivo encuentro romántico de azotea Preludio de Eduardo Lucatero (2012).
9. Películas que cuestionan las formas mismas de representación, tanto como el cine potencial, mediante repeticiones y ensayos escénicos con cámara petrificada, o desnudamientos, autodenuncias y visualizaciones del cine desde sus tripas, cuyo campeón es hoy por hoy el archiprolífico y burlón mexicano-quebequense Nicolás Pereda, capaz de ensartar año con año, durante los últimos siete, a partir de 2007, una experiencia límite quasi escénica tras otra: ¿Dónde están sus historias?, Entrevista con la tierra, Juntos, Perpetuum mobile, Todo, en fin, el silencio lo ocupaba, Verano de Goliat, Los mejores temas, Matar extraños (en codirección con el debutante danés Jacob Schulsinger) y El palacio, más lo que se junte esta semana.
Y así sucesivamente, incluyendo las obras fílmicas extremas que en estos momentos se están preparando, rodando o filmando (o grabando, como ahora se dice, en homenaje a los formatos en video).
Por lo demás, de varias cosas o evidencias parecemos estar bastante convencidos.
a) Que lógica y cronológicamente, puede afirmarse que el cine de vanguardia es múltiple y que en todas sus ramas, evoluciona e involuciona, casi a placer.
b) Que una buena o gran película no necesariamente es una película de vanguardia.
c) Que los géneros cinematográficos, sin pretensiones vanguardistas, por todas partes, en el cine archicomercial o el restrictivamente llamado de arte, desde hace mucho han sido subvertidos y han estallado, dando lugar a híbridos fuera de norma, dotados de una narrativa cada vez más delirante, cuando no radicalmente vertiginosa.
d) Que la vanguardia no es, ni puede ser, ni llegar a ser, un género cinematográfico.
e) Que no podemos hablar ni de temas vanguardistas en sí, ni de modos de producción vanguardistas per se, ni géneros vanguardistas por sí mismos.
f) Y por último, que pretenderse, asumirse o proclamarse como vanguardista por parte de una película puede resultar lo más anacrónico y pasado de moda de la tierra, pues, infortunadamente, de nada es garantía, ni de calidad ni de sentido avanzado, puesto que sus resultados pueden ser de lo más rutinario o amateur, y sus formas lo más decepcionante o carente de imaginación y de invención propiamente cinematográficas.
Y a todo esto, ¿qué demonios es hoy el Cine de Vanguardia? La pregunta sigue en el aire, y a todos nosotros nos corresponde cercarlo, definirlo, estudiarlo y, ante todo, observar sus difíciles maneras de surgimiento, y disfrutarlo, desde un esfuerzo de lucidez y de madurez, vanguardista o no.
La madurez paródica
En Volando bajo (Krafty Films-Itaca Films, 90 minutos, 2013), originalísimo quinto largometraje del inasible y fino satirista sinaloense de 45 años Beto Gómez (El agujero, 1997; El sueño del caimán, 2001; Puños rosas, 2004; Salvando al soldado Pérez, 2011), con guión suyo y de Francisco Payó González, el morenazo cantante solista grupero mexicano de exportación Chuyín Venegas (Gerardo Taracena sensacional) se entera en su opulenta villa de la Riviera Francesa de la muerte de su amigo y excompañero de dúo musical Cornelio Barraza (Rodrigo Oviedo), una noticia que también ostensiblemente afecta y hace desmayarse en plenas escalinatas a su ojiazul prima güera de mandil e imprescindible cocinera de platillos mexicanos Toribia (Ludwika Paleta), quien siempre estuvo en secreto enamorada del difunto, pero será hasta la llegada de la anteojuda TVperiodista entrevistadora especializada en premios Nobel Sara Medrano (Sandra Echeverría) que el entristecido Chuyín podrá explayarse a regañadientes tan dolorosos cuan eufóricos, para narrar la historia de su relación amistosa y profesional con el entusiasta rubio Cornelio, desde que se conocieron de niños (Héctor Gutiérrez y otro) haciéndose travesuras en las inabarcables playas bajacalifornianas del municipio de Rosarito y su tenaz entusiasmo por componer canciones en la guitarra cada vez más complejas o carismáticamente ingenuas, tras adoptar como tutor musical y motivador porrista privado al entrañable abuelo canoso asaltabancos Lucho Venegas Reyes (Rafael Inclán), siendo por buena suerte muy pronto propulsados al estrellato, tras una incipiente serie de candorosas intervenciones novatas y abucheaos como cantantitos de relleno, si bien pronto integrando el fenomenal dueto Los Jilgueros de Rosarito, beneficiándose en forma decisiva del cambio de look que les enjareta el agente peluquero Lissandro Beltrani (Roberto Espejo), dejándose manejar por el empresario Lorenzo Scarfioti (Randy Velázquez) hasta que el duro tiburón mediático Bruno Sánchez Félix (Javier López Chabelo) los lance a la celebridad internacional (“Hay que darle a la gente lo que quiere”), aclamados y mimados por el público, encumbrados por el dinero fácil, endiosados por el cine aventurero popular más modesto, idolatrados y perseguidos por incontables mujeres hermosas entre las que habría de contarse incluso la bella arqueóloga nórdica Ingrid Larsson (Isabella Camil), hasta que la ambición desmedida de Chuyín por triunfar en el extranjero hubo de chocar con la modestia de Cornelio, disolviendo la alianza de Los Jilgueros, separándose en una mismísima sala de abordaje aeroportuario,