2. Cintas semiabstractas, o definitivamente abstractas, que trabajan de manera tan devastadora cuan providente sobre la materia misma del cine, el Film als Film, el cine como cine, que hacen disyunciones de mil maneras entre imagen y sonido, que rompen gracias al videoarte con el mito y la preponderancia de la imagen como dominio natural y realista, desintegrándola, siderándola, irrealizándola, desrealizándola, con-virtiéndola en émulo y epígono de los sucedáneos fílmicos refugiados en museos vetustos o en Eco, y alguien diría que por fortuna sólo allí exhibibles, restos perdidos, como los filmes europeos del mexicano Theo Hernández. Tributaria del cine puro y todos los cinepurismos que en el cine han sido, visualistas y de visualidad autárquica, con base en el videoarte o mezclada a veces con rayados de cinta, como algunas peliculitas del movimiento de Súper 8 de principios de los años setenta, o con la danza y el narcisismo performancero, como los viejos videos sexosuicidas de Pola Weiss, más apreciados en el extranjero que en nuestro país. Por el sendero desviado de la psicodelia y las postrimerías del hombre, se encontrarían otras dos películas que sólo el tiempo vendría a unificar como análogas: Mictlán, la casa de los que ya no son de Raúl Kamffer (1970) y la técnicamente elaboradísima Vera de Francisco Athié (2002), ambas virtuosísticas y enfáticas como un descenso a los infiernos, sendas películas-caronte de viajes dantescos por los Estados Alterados por el país de los muertos, según nuestras genuinas e irreemplazables mitologías autóctonas.
3. Proyectos virtuosísticamente realizados que forman amalgamas diversas, disparadas, tercas o hiperimaginativas entre el documental y la ficción, y cuyas raíces se encontrarían tanto en Raíces de Benito Alazraki (1954), gracias a sus aspiraciones antropológicas e indigenistas, como en, un poco más atrás, Redes del emigrante vienés Fred Zinnemann con fotografía del revolucionario fotofijas estadunidense Paul Strand (1934) y música abrumadora de Silvestre Revueltas, sobre la recreación de un levantamiento de pescadores auténticos contra sus explotadores mayoristas, o retrocediendo todavía más, en Hambre del pintor Adolfo Best Maugard (también de 1934), película de dos rollos donde el eisensteiniano libre montaje de atracciones convertía en visualista poema coral la precariedad de los mexicanos más necesitados, ante las penosas campañas caritativas. Pero la vanguardia docuficcional habría de engrandecerse y tornarse prolífica, merced al desarrollo de las técnicas del cine directo, es decir el documental no clásico, ya que provisto de sonido directo, pero reacio a todo reduccionismo a simple gestión de entrevistas y declaraciones de cabezas parlantes, basado sobre la acción y la palabra vividas, sea con propósitos panfletarios, o como enumeraría luego Bill Nichols, observacionales, reflexivos, participativos o performativos, o con preservativos, para generar una inextricable mezcla detonante y ontológica de ser, existencia y realidad en trance de estar siendo vividas, en una tendencia que en años recientes ha producido verdaderas obras maestras docuficcionales, tan inolvidables como El paciente interno de Alejandro Solar (2012), sobre el patético asesino fallido del expresidente Díaz Ordaz que motivó un aislado pabellón de manicomio para él solo, y Morir de pie de Jacaranda Correa (2011) y Quebranto de Roberto Fiesco (2012), ese díptico indisoluble sobre sendos casos de transexualidad, sufridas, experimentadas y gozadas a fondo.
4. Películas concebidas como revelaciones de mundos oscuros o subterráneos o sacados fuera de sus estereotipos, planteados en su asombrosa frescura y espontaneidad de cosmos marginales, inimitables y autónomos. Son las cintas seguidoras, lo sepan o no, de La mancha de sangre del mencionado pintor de avanzada Best Maugard (1939), que revelaba la fotogenia humana y la genuina naturaleza obrera de los cabarets populares hoy legendarios, mucho antes de los intentos recreadores del Indio Fernández-Gabriel Figueroa, hacia la vuelta del medio siglo de la centuria pasada, en Salón México o Víctimas del pecado. De ahí derivan desde los magnos documentales supraindigenistas de la gran época de Nicolás Echevarría en los años setenta y ochenta (María Sabina, 1979; Poetas campesinos, 1980; Niño Fidencio, taumaturgo de Espinazo, 1981), a mundo desconocido por tiro de piedra, hasta la apabullante drogadicción-shocking tijuanense del Navajazo de Ricardo Silva (2014), que un programador del FICUNAM (Maximiliano Cruz) no retrocedió en señalar como una literal cuchillada al statu quo del cine nacional.
5. Películas fincadas en los círculos viciosos (y los vicios circulosos) de la posmodernidad y en las posibilidades abiertas por la metaficción, ese haz de relatos cosechados a partir de la ficción sobre la ficción misma, y por la autoficción, ese juego de espejos producido por el cineasta como principio y fin de la ficción, distanciada o no. Ambas corrientes sustentadas en el más allá o el más acá del cine-ensayo y en la cuerda floja, aunque con notable proliferación más o menos controlada o caótica de elementos y estallidos de prácticas significantes. Una postura metaficcional que ya ha prodigado aerolitos de humor desquiciado como Alucardos, retrato de un vampiro de Ulises Guzmán (2010) y El hombre que vivió en un zapato de Gabriella Gómez-Mont (2011), con sus hilarantes loquitos lindos, tanto como familiaristas y feroces. Una propuesta autoficcional que ensarta a rabiar las piezas de música de cámara ensimismada del arrebatado marginalista persistente Gabriel Retes, en El bulto (1991) y Bienvenido / Welcome (1993), aunque sobre todo en la soberbia ignorada Bienvenido-Welcome 2 (@festivbercine.ron) (2003) y un Asalto domiciliario (2007) en torno a su propia madre beatíficamente aquejada de Alzheimer.
6. Películas minimalistas en su hoy impositiva vertiente hiperrealista, tan irritantes y generadoras de histeria como el autosuficiente nerviosismo congelado de su cámara fija y desdramatizada. Less is enough, less is more, lo más se dice con lo menos, basta con lo menos, en virtud de un sabio aprovechamiento de la larga longitud de los planos y de la inmovilidad de la imagen. Muy por encima de las incipientes densidades a base de eternos jadeos respiratorios de un anciano, en La sunamita de Héctor Mendoza (1965), o de las echeverristas colecciones de sistemáticos momentos muertos de Paul Leduc en Reed-México Insurgentes y anexas (1970) y Etnocidio, notas boniteras sobre el Mezquital (1976) o las pasarelas inimaginativas de Sufrida, naturaleza lugarcomunesca menos que viva (1983), más que pronto superadas por las austeridades paranoides, de Anacrusa