Y la novedad usurpadora usurpa, usurpa, y usurpa, y cuando se cansa de usurpar y ha terminado de usurpar, usurpa el acceso al tema de la felicidad a través del paisaje instantáneo de un mundo feliz por supuesto familiarista, iluso, ilusionista y esperanzador, una idea de la búsqueda de la Felicidad alcanzada y consumada cuando el incendio del crepúsculo no quiere apagarse, cuando el cuerpo de Mauricio a contraluz de su aún más luz se recorta de la mano de una niña habida con esa radiante Isabel que brota como espiga de espigas al lado de ellos, cuando la familia formada con los abuelos permutados (ahora son ellos los simuladores) se sientan ante una mesa con imperturbable vista al campo, cuando el top shot de la pequeña bisnieta genera su real necesidad de caricia idílica, cuando el fenómeno de la temporada ya no habrá de ser el fin del verano sino la bloqueada imposibilidad de una gloria extenuada, cuando una enésima grúa se eleva majestuosa para certificar que esas últimas vacaciones habrán de renovarse sin cesar como una vacación fija con su propia fabulosa fotogenia campechana incluida en el interior.
La novedad nonagenaria
En El comienzo del tiempo (Agrupación Caramelo Cinematográfica - Foprocine / Imcine, 110 minutos, 2014), tristón tercer largometraje del antropólogo excececiano vuelto autor total de 33 años Bernardo Arellano (mediometraje previo: Zoogocho, 2008; primeros largos: La unión, 2008, todavía inédita aquí, y Entre la noche y el día, 2011), invariablemente mejor película en los festivales de Beijing, Málaga y Los Cabos en 2015, los cariñosos y desvencijados miembros de la longeva pareja ya nonagenaria integrada por el jubilado Antonio Toño (Antonio Pérez Carbajal a los 94 años) y Bertha (la profesora de química Bertha Olivia Ramírez Misstilipiss) viven en el más absoluto abandono por inclemente parte de sus familiares desobligados, aunque han conseguido arreglárselas para seguir disfrutando los restos de su vitalidad amorosa, pararse dentro de la tina seca para regar las macetas con plantitas en el antepecho de la ventana del baño estrechísimo, o sentarse en la banca de fierro para ofrecerles migajitas a las palomas del parque público, gracias sean dadas a la magra pensión de que han podido gozar tras varias décadas en algún oscuro empleo burocrático, pero que al serles quitada ésta (“Pero están suspendidas las pensiones, señor, hasta nuevo aviso”), a causa de una progresiva crisis de empobrecimiento nacional, y en vista de la imposibilidad para recurrir a sus lejanos parientes, sólo verbalmente apoyados por el machacón vecino sastre sentencioso Marcos (Marcos Galindo Maldonado) y por el peluquero ya sin clientes pero con libro de poemas dedicados al amor imposible de toda su vida Raúl (Raúl González Galván) o por el relojero también de nombre Rául (Raúl Salcedo) propenso a arreglar el mundo desde sus conocimientos de física y química, y a quienes Toño visita con gran ahínco asiduo, deben hacer ambos lo indecible para medio subsistir y pagar con prendas sus deudas del prestamista en poder de las escrituras de su modestísima vivienda (por culpa de una transa filial), pronto rematando sus objetos de valor en ventas de garaje, robando bajo la chamarra unas indispensables bolsas de arroz y de frijoles en el supermercado (“Está muy vigilado”), o montando un puesto de tamales con sombrillita en el rincón de una banqueta graffiteada, para pasarse largas jornadas elípticas sin vender gran cosa, pero ser inopinadamente descubiertos en cierta ocasión por el cincuentón hijo ausente de la pareja al que ya apenas reconocen, un embaucador Jonás (José Sefami) que se apiada de ellos, los llena de promesas proteccionistas, les gorrea la cena, les obsequia un mugre billete de 200 pesos y se despide asegurando mentirosamente regresar mañana, no sin antes dejarles encargado para siempre a su hijo adolescente plasta en el desempleo perpetuo Paco (Francisco Barreiro), al que los ancianos ni siquiera conocían, pero al que en seguida adoptan como nieto predilecto, le permiten que se instale en un sillón usado como cama, lo mantienen con el producto de sus tamales, lo aconsejan, le regalan viejas camisas de su padre y logran reeducar pese a todo, mientras el mundo se abre y cierra alternativamente ante los apapachadores abuelos instantáneos que pierden de repente al querido amigo peluquero pero cuya opulenta musa vetusta María Eugenia (María Eugenia Bandala), la inalcanzable destinataria del libro de poemas manuscritos del difunto, le ofrecerá a Paco un empleo como chofer que logrará rehabilitarlo.
La novedad nonagenaria ve afectados sus conmovedores momentos de una bella verdad de sencillez desarmante por una constriñente e ingenua dramaturgia casi amateur (“Paco, aquí entre nos, ¿tienes novia?”) lindando las más veces como el azar venturoso / nefasto y lo improbable (como dejar encargado con los abuelos a un nieto crecidito particularmente pasivo), guardando mucho de aquella aventura casi autista del anciano deleznado de Entre la noche y el día, arrancando en cada episodio una dura escama de la piel de la filosofía barata y sus resonancias humanísticas (“Se cierra una puerta, pero se abre otra” / “Así es la vida y hay que seguir viviendo”), merced o no al libro del peluquero a la baraja española de la cartomanciana (Francisca Luegas) de rituales rígidos (“Por mí, por mi casa y por lo que quiero saber” / “Hay una mente, hay una enfermedad de un hombre grande...”), al lado de una deterioradísima ayudanta en ardua lucha contra los fantasmas de su delirante existencia diurna que veladamente denuncia la irracionalidad, el pensamiento mágico y la irrealidad de todos.
La novedad nonagenaria se mantiene de modo descorazonante al lentísimo ritmo lerdo de los sensibles ancianos marginados / automarginados que retrata, sea eso un acierto insólito, un defecto lastrante o una tara congénita, o más bien una mezcla de algo innombrable, en diferentes dosis inamovibles, jamás cambiantes, si bien exhibiendo características u originales que difícilmente podrían igualar la femifragilidad del documental acapulqueño Un día menos de Dariela Ludlow (2009) o equivaldrían a la egregia pareja eternizada del No todo es vigilia del argentino-catalán Hermes Paralluelo (2014), con escueto guion abierto a la improvisación constante, guion interpretaciones protegidas (es un decir) por planos muy cerrados de actores naturales muy apenitas viviendo en situaciones supuestamente similares a las del film (¿batallando en contexto tan adverso para llevar sin recursos una vejez digna?) y conservando sus nombres de pila dentro de la ficción, fotografía de Sara Purgatorio en el extremo observacional o persiguiendo la captura cercana de gestos enfáticos aunque siempre sin artificios, inepta música de Darío Arellano con pretensiones de comentario populachero (son de agradecerse los canturreos bolerísticos de Bertha preparando en la cocina los huevitos del desayuno o frugales manjares (“Solamente una vez / amé en la vida”, “Te puedo yo jurar ante un altar / mi amor sincero / a todo mundo le puedes contar / que sí te quiero”), un diseño sonoro de Carlos Honc y Víctor Navarro demasiado obviote en su manejo de los ruidos deslumbrantes, y al último pero no con el de menor significado, esa acompasada edición del propio director (como la de todas sus anteriores cintas), en colaboración con Rodrigo Ríos, sin aceleres ni efectismos (esa escena del viejillo haciendo tanto ejercicio como puede alzando la patita tendido sobre el sofá), aunque muchas veces hiperfragmentando sin motivo, como en ese concierto de ostentosos péndulos de relojes domésticos, o en la crucial secuencia de la erótica senil (por encima del prejuicio que excluye toda vida sexual en la existencia provecta), menos autosaboteada al duro estilo contemplativo impávido de aquel ejemplar Japón distanciado-extrañante de nuestro inspirado hiperrealista Carlos Reygadas (2002) que al cuestionable estilo sensualoso seudoinvolucrado de En las nubes del estealemán Andreas Dresen (2008), acaso el irrenunciable modelo del film en su conjunto, junto con el inefable Amour de algún Michael Haneke (2012) sin acerba mirada trágica.
Y la novedad nonagenaria concluye, tan forzadamente como habría de esperarse, acogiéndose a una intempestiva dimensión política que desborda todas aquellas dimensiones patéticas antisentimentalistas escalonadas en posneorrealista clave cotidiana (allí donde lo cotidiano colinda con lo básico y la distendida urdimbre elemental) a lo largo del sinuoso