La novedad usurpadora usurpa una estructura melodramática integral a base de usurpaciones de personalidad en abismo y a modo de comedia medio sainetera medio impostora pero bienhechora y dichosa, para después convertir el conjunto en una bombástica colección de frases: “Un hombre triste, sin ilusiones: sin muestra alguna de cariño”, “Trabajar: creer en esto”, “Las casas viejas no las hacen los arquitectos, sino el tiempo”, “El amor lo puede todo, hasta lo imposible”, “Tiene la mirada más bonita que sus ojos”, “No sólo existe el dolor, también la felicidad”, porque a pesar de sus truculentos zarandeos sensibleros “Me gusta nuestra historia”, y aun así, son frases de prosopopéyica grandeza no obstante la abrupta ligereza con que son lanzadas, frases aforísticas ahora rebosantes de sorpresivas aristas ambiguas: “Qué bonito beso, parece como si fuera la primera vez”.
La novedad usurpadora usurpa un estilo elegante jamás estático ni meramente discursivo, para tomar sus distancias contra cualquier contratiempo estilístico de algún somnoliento melodrama melcochoso, condescendiente y con buenas actuaciones metateatrales, cual parecía predestinado, pues para lograr esa ductilidad dinámica de hermoso cadáver fresco recién embalsamado allí está la fotografía sedosa de Salvador Saldívar Tanaka que se embeleza con las callejuelas blancuzcas de un viejo Campeche fílmicamente inédito y con esos arrobados top shots del piano aguardando la ejecución fraudulenta en el centro de la sala y el del jardín cósmico pero sobre todo el de la pareja recostada: uno en el suelo y la otra en la cama si bien fundidos codo con codo al ser vistos desde esa altura, allí está la música en efluvios arrasantes de Juan Manuel Langarica, allí está el diseño de producción de Raymundo Cabrera robando la atención para el drama oval reflejado en los espejos antiguos o inclusive en detalles de buen humor delicioso como el retiro clandestino de la figura gigante de un oso polar para evitar que le recuerde a Mauricio la supuesta pérdida de su virilidad, o como las apabullantes carretadas de cartas que deben memorizar tambache a tambache Mauricio e Isabel, o como el jaque mate que cual muerte súbita le propina la criada subrepticia Felisa a su paternalista patrón ajedrecista Balboa, y allí está ante todo la edición diestra de Jorge García El Porri cambiando de ritmo a virtuosística voluntad, pasando de la síntesis puramente visual del retrospectivo atraco prefabricado a un banco que debe controlar el inverosímil policía heroico Godínez (Gastón Peterson) merced a su desatornillable mano-prótesis proteica, a la no menos visualista síntesis subliminal tan clara cuan contundente de la orfandad en flashback de Isabel abandonada cuando niña ante un portón por su afligida madre (Laura Montijano) sólo para ser expulsada cuando adulta por un panadero que hasta el mandil le quita en un plano frontal anticlimáticamente cruel al borde de la incitación al suicidio (“Sola y desesperada, está perdida”), y de ahí a la suprateatralidad precisa y delicadamente elíptica del afelpado resto del relato, que aun así admite alusiones recurrentes al emblemático recado que ostenta la palabra encantada: “Mañana” pronto asestada bajo los titubeos de la lluvia feraz (“Tú eres su mañana, ve con ella, anda corre”, aconsejaba la abuela intuitiva antes de saber la verdad o sobrepasarla) y los discretos cortes a un insinuante leitmotiv como el de los dedos entrelazados (que no de las manos simplemente estrechadas) del flechado flagrante Mauricio y la flechadora reticente Isabel o de los viejos sempiternamente unidos.
La novedad usurpadora usurpa así, extrae e impersona, trabaja, explota, saquea, desarrolla e idealiza usurpadoramente los temas de la usurpación de persona tanto como del enamoramiento más allá de los subterfugios afectuosos de la ávida existencia fingida, de la fantasía encarnada, de la salvadora poesía vuelta cotidiana, de la sobreidealización del ausente y de las misivas, de las ficticias lágrimas que excluyen y reemplazan a las verdaderas, del pueril-senil conteo impaciente de los días que faltan, del árbol como símbolo de la fortaleza identitaria sin importar el dimorfismo ni los roles sexuales, del artefacto óptico que crea fantasmas con un rayo de luz que incide sobre cierta lente dentro del laboratorio-sala de juntas del doc Ariel repleto de animales disecados e incluso un gibón vivaz, y last but not least una subrepticia diseminación de juicios sobre la naturaleza del arte y los artistas: “Felicidades, usted es un verdadero artista”, “Es la Causa: la vida por el arte”, “Tiene demasiado corazón, jamás será un verdadero artista”.
La novedad usurpadora usurpa en fin con sus retorcidísimos pero desarmantes elementos imaginarios hechos pasar como realistas (esa blanca fotogenia de un Campeche detenido en el tiempo, esa imprecisión epocal de la trama ubicada entre la clase pudiente eterna, esos unidimensionales caracteres impostados) toda una tradición más que centenaria del teatro político de la derecha española, pues no es por azar que el cine del petit auteur Girault haya elegido proseguir su presunta línea ideológico-esteticista, ascendente o descendente, tras el sleeper nacional de los dosmiles El estudiante y de la fugaz premonitoria electoral Ella y el candidato, por medio de “una lectura mágica del teatro poético” lejanamente “surgido del modernismo de Rubén Darío” (Wikipedia dixit); no es por azar que el Alejandro Casona autor de la pieza original fuera en realidad un Alejandro Ramírez Álvarez (1903-1965) que adoptó ese seudónimo porque en su vaquero y artesano pueblecito asturiano natal de Besulio en Oviedo era conocido como vástago de los vecinos ricos de La Casona; no es por azar que, gracias a su “evasiva concepción del mundo” y a “la impotencia histórica de su pensamiento para, de un modo serio, asumir, explicar y dominar, moral e intelectualmente, la realidad intrahistórica rebelada” (ya que “acaso sería interesante plantearse hasta qué punto el evasionismo de Casona pudiera proceder de una decepción ante los errores y contradicciones de la izquierda liberal española”: José Monleón en Treinta años de teatro de la derecha), sus tragicomedias sonrientes (“Hacer sonreír al alma, convertir los sueños en realidad”, declama de entrada el héroe ante un providente trigal idílico en ilusorio movimiento perpetuo) ejercieron la más poderosa influencia sobre la escena franquista edificante (representada por José López Rubio, Víctor Ruiz Uriarte y el también cineasta superinventivo Edgar Neville), pese a que el aún prohibido escritor emigrado apenas estuviera a punto de retornar de su exilio republicano; no es por azar que se considere a Casona como un hijo cultural del premionobel hispano Benavente, puesto que “en toda la teoría ‘progresista’ de don Jacinto existía la contradicción de confiar a los buenos sentimientos de los poderosos la solución de las injusticias sociales, en lugar de abordar la necesidad de un orden ético también objetivo” (otra vez Monleón); no es por azar que don Alejandro, perteneciente a la legendaria Generación del 27, se convirtiera de manera natural en un proveedor favorito de piezas prestigiosas y quasi pedagógicas para cierta amable intelligentsia mexicana del medio siglo fílmico (La dama del alba fue adaptada al cine por Emilio Gómez Muriel en 1949 con ayuda del ambicioso productor Salvador Elizondo padre y del poeta-cinecrítico Xavier Villaurrutia, Las tres perfectas casadas por Roberto Gavaldón en 1952 con el pertinaz apoyo de Mauricio Magdaleno y José Revueltas al servicio del lucimiento galano de Arturo de Córdova, La tercera palabra por Julián Soler con el auxilio alimenticio de Luis Alcoriza para la mayor gloria de Pedro Infante y Marga López); no es por azar que la presente hiperdialogada comedia dramática de Casona cuente con una cantidad enorme de inopinadas versiones cinematográficas o TVfílmicas en varios idiomas, a saber: las homónimas de los argentinos Carlos Schlieper (en 1951) y Wilfredo Ferrán (en 1974, para la TVemisión Alta comedia), la peninsular asimismo homónima de José Osuna en 1986, las intituladas Blume sterben aufrecht de los alemanes televisivos Peter Hamel y Joachim Hess en 1958 y en 1967, la llamada Agaçlar ayakta ölür por el turco Memduh Ün en 1964, o la As árvores morren de pé del portugués Fernando Frazão (1966); no es por azar que Ofelia Guilmáin, la españolona diva declamatoria archisolemne de Televisa, haya pasado a la memoria mediática por una grandilocuente frase cursilírica de Los árboles mueren de pie (“Muerta por dentro, pero de pie, como los árboles”), precisamente y evitando ir más lejos; no es por azar que, hoy día y en un nivel infinitamente superior, hasta espejeantes obras fílmicas hiperreflexivas, tipo En la casa de François Ozon (2012), puedan provenir, con sus interminables cambios de identidad, del mejor teatro español actual, como el del Juan Mayorga de El chico de la última fila, cuya enigmática índole mutable nunca existiría sin el antecedente directo de Casona y sucesores e imitadores vergonzantes;