Antes, en 1815, Rivadavia había viajado junto a Belgrano en misión diplomática a Europa, en busca del reconocimiento británico de la independencia y para ofrecer en España, como alternativa, la creación de una monarquía constitucional para las provincias de América, según el proyecto que por ese entonces acariciaban algunos próceres. Aunque lo del monarca no prosperase y la independización siguiese su curso, Rivadavia permaneció varios años en Europa, empapándose de las ideas ilustradas, liberales y utilitaristas. En los salones de París trabó relación con Destutt de Tracy, fundador de una ciencia fisiológica de las ideas llamada Ideología. En Londres, Rivadavia conoció al filósofo Jeremy Bentham, fundador del utilitarismo. Durante años, Rivadavia y Bentham mantuvieron una fluida correspondencia. El enviado argentino había quedado fascinado con las instituciones británicas e intentaría trasplantarlas a Buenos Aires. Así lo afirmaba en una carta a Bentham:
“¡Qué grande y gloriosa es vuestra patria!, mi querido amigo. Cuando considero la marcha que ella sola ha hecho seguir al pensamiento humano, descubro un admirable acuerdo con la naturaleza que parece haberla destacado del resto del Mundo a propósito”.40
Según Michel Foucault, por haber creado el panóptico, Bentham es más importante para nuestra sociedad que Kant o Hegel.41 En una significativa coincidencia, el historiador argentino Ricardo Levene afirmaba que el escritor europeo que ha ejercido la influencia más profunda en la América del Sur no es ni Montesquieu, ni Rousseau, sino Bentham.42
Para Bentham, la acción humana no procede de acuerdo a valores, sino de acuerdo al principio de la utilidad. El placer y el dolor, y no el bien y el mal, rigen la vida de los seres humanos. Contra Kant, y en defensa de una psicología hedonista, Bentham hacía del interés, y no del deber, el principio de toda moral. Así como para Aristóteles el fin del legislador debía ser suscitar el máximo de amistad entre los ciudadanos, para Bentham el objetivo de la democracia es alcanzar la mayor cantidad posible de felicidad para el mayor número de personas. Este principio constituía la base de toda su axiomática política. Por un lado, es un principio igualitario, según el cual la felicidad de todos los individuos tiene el mismo valor. Por otro lado, asumía que cada individuo posee sus propias preferencias y que cada uno es el mejor juez y defensor de sus propios intereses. Pero, ¿cómo establecer el interés de la comunidad? ¿Cómo definir la felicidad pública? Por la suma de los intereses y las felicidades de cada uno de sus miembros. Bentham sostenía que el interés utilitario es algo mesurable y cuantificable, alrededor de cuatro categorías principales: intensidad, duración, certeza y proximidad. A partir de estas categorías, proponía una aritmética moral o felicific calculus, un vasto entramado de algoritmos presuntamente capaces de medir los grados de felicidad de las personas. Para ello, resultaba crucial permitir la información libre y la libertad de prensa: solo de esta forma los sujetos podrían auto-determinar, libremente, sus propias preferencias e intereses, sopesando múltiples ofertas y opciones.
Pero la felicidad de la comunidad no se distribuye equitativa y espontáneamente, como en la mano invisible providencial de Adam Smith. Para Bentham, está en el interés del Estado arbitrar e intervenir allí donde la felicidad se concentra sobre unos pocos y escasea en muchos otros. Bentham fue también el primero en establecer el concepto de utilidad marginal: la tendencia decreciente de la utilidad a medida que el interés se realiza. Por ejemplo, el placer obtenido con una porción de dinero es menor cuanto mayor sea la riqueza del individuo. Por eso, proponía algunos mecanismo de transferencia de riqueza desde los más ricos a los más pobres, para así aumentar “la masa total de felicidad”. Posteriormente, el principio de la utilidad marginal se volverá axial para las teorías económicas neoclásicas y luego neoliberales.
Según este incansable programador de ingenierías sociales, los intereses particulares no se armonizan automáticamente o por sí mismos. Es preciso introducir, por doquier, automatismos artificiales que posibiliten la autorregulación de los sistemas sociales. El paradigma de esta idea es, por supuesto, el panóptico: una obra de arquitectura que, por el ingenio de su disposición espacial, permite inculcar en los prisioneros la sensación de estar siendo vigilados continuamente, sin que necesariamente lo estén siendo. El procedimiento es sencillo, elegante, eficaz y económico. Una vez puesta a andar, la cosa marcha sola. La misma lógica guiaba sus diseños constitucionales. Si la naturaleza humana consiste en la persecución del interés propio, los gobernantes tenderán siempre a privilegiar las medidas que los benefician y las que perjudican a los gobernados.43 Sin arbitraje, los conflictos de intereses se vuelven ruinosos. Para el filósofo utilitario es preciso instituir un minucioso sistema de poderes y contrapoderes, de premios y castigos, posibilitando alcanzar los cuatro objetivos básicos de la política: la seguridad, la abundancia, la subsistencia y la igualdad.
Además de Rivadavia, Bentham mantuvo relaciones epistolares con muchos americanos notables, como Bolívar, Miranda y Pedro II. Todos ellos buscaban en Bentham la orden, la aprobación, la sugerencia, en una relación siempre asimétrica: Bentham era el tutor y los americanos algo así como menores de edad en búsqueda de su emancipación. Los ilustrados europeos y sudamericanos realizaban transacciones de acuerdo a unos nuevos términos del intercambio desigual: América vendía materias primas y los ilustrados europeos vendían conocimiento. Los americanos enviaban a Europa informaciones acerca del estado general de sus países, mientras los sabios europeos respondían validando legislaciones y aportando nuevos métodos para la organización de las nuevas repúblicas.
En 1821, Rivadavia vuelve a Sudamérica habiendo tejido en Europa una vasta red de contactos. Después de la derrota frente a las provincias, Buenos Aires, articulando provisionalmente los intereses de los comerciantes porteños y los estancieros bonaerenses, decide cerrarse sobre sí y llevar a cabo su propio diseño de gobierno, bajo el lema unitario de “paz, civilización y progreso”. Al apenas asumir, Martín Rodríguez marchó a la frontera bonaerense para combatir los asaltos indígenas. Sus reiteradas marchas al frente de batalla motivaron que, en la práctica, Rivadavia y García se ocupasen del frente gubernamental. Con el fin de modernizar la provincia, el dúo ensayó un ambicioso programa integral de reforma del Estado y de la cultura, programa conocido como “reformas rivadavianas”, orientado a suministrar la mayor cantidad posible de felicidad para el mayor número de personas.
La empresa regeneracionista de Rivadavia se proponía, ante todo, deshacerse de la herencia hispánica, suprimiendo el Cabildo, prohibiendo las corridas de toros por considerarlas demasiado sanguinarias, e incorporando nuevas disposiciones arquitectónicas, como la nueva fachada de la Catedral, más semejante a un templo greco-romano que a uno católico. Constreñir las funciones de la Iglesia, subsumirla al mando del Estado, estaba entre los principales objetivos de los ilustrados rivadavianos, que exhortaban a la población a “estar a la altura de las luces del siglo”.44 Las luces venían a iluminar cada resquicio de la vida social, haciendo del espacio público un espacio transparente, sin recovecos penumbrosos donde pudiesen agazaparse las supersticiones y los complots eclesiásticos.45 Para ello, se dictó una Ley de Reforma del Clero que expropiaba los bienes de la Iglesia y suprimía el derecho de los clérigos a ser juzgados por sus propios tribunales. Estas reformas encendieron un enorme debate público entre los publicistas rivadavianos y los panfletistas eclesiásticos. En esa disputa mediática, la prensa oficial ocupó un rol central, contribuyendo a divulgar las bases teóricas que sustentaban estas reformas, es decir, la ideas utilitaristas e ideologicistas.
Las prácticas médicas tampoco salieron indemnes del impulso reformista de los rivadavianos, con su voluntad de echar luz sobre todas las cosas. En 1821, se creó el Departamento de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde los médicos ya no eran formados, como en la época colonial, en una generalidad de conocimientos tan amplios como física, lógica, agricultura, botánica y curtiembre,46 conocimientos útiles para una época en que los científicos y técnicos escaseaban y los galenos debían suplir sus lugares. Ahora, los médicos se debatían entre nuevas corrientes de pensamiento médico, como la histología, ciencia de los tejidos iniciada por Xavier Bichat en Francia, y la fisiología de François Magendie. En el Río de la Plata, estas novedades fueron introducidas por Diego Alcorta, uno de los primeros médicos recibidos en la Universidad de Buenos Aires y, en 1824, titular de la cátedra de Ideología. Recogiendo la antorcha de Bichat y su lema ¡Abrid algunos cadáveres!, Diego Alcorta