Para dificultar el paso del ganado bonaerense robado por los malones, Alsina ideó una enorme zanja que atravesaba toda la frontera de la provincia de Buenos Aires. La zanja era una trinchera de dos metros de profundidad, reforzada por fuertes y fortines ubicados estratégicamente sobre la línea de frontera, de 600 kilómetros de extensión. Su construcción demandó enormes gastos. Trabajaron dos regimientos nacionales acompañados de gauchos obligados por medio de la leva forzada. Pero Alsina moriría un año después de comenzada la obra. Su puesto de ministro de Guerra será ocupado por Julio Argentino Roca, un joven militar ya curtido en la guerra del Paraguay y que se había opuesto a la táctica de Alsina. Según Roca, era preciso poner fin a una larga historia de relaciones pendulares, el círculo vicioso de arreglos y desarreglos71 entre blancos e indios.
No poca ayuda brindó al nuevo sistema de defensa de fronteras una tecnología instalada por Alsina y de la que Rosas había carecido: el telégrafo. Este factor técnico posibilitaba aumentar enormemente la velocidad de las comunicaciones entre la frontera y el Ministerio de Guerra. Su eficacia era mucho mayor que la del viejo sistema de postas utilizado por Rosas, que a su vez era una doble herencia: por un lado, del sistema postal establecido en la época de la Colonia para administrar la circulación de cartas, noticias y documentos, y a su vez, del sistema de postas y relevos establecido antes por los incas y sobre cuyas rutas se superpuso el sistema comunicacional de los españoles.
El telégrafo representaba también un enorme ahorro de trabajo humano. Esos viejos mensajeros terrestres, como los chasquis incaicos, entrenados desde niños para recorrer velozmente los caminos del inca, llevando noticias al son de una trompeta hecha de caracol, eran definitivamente relevados por el poderoso hilo conductor del telégrafo. Ahora bastaba con la instalación de una serie de estaciones, en donde trabajaba un oficial solitario entrenado en la Escuela Telegráfica del Colegio Militar y depositado en un paraje despoblado. De este modo, a medida que Roca avanzaba, dejaba tras de sí postes con alambres magnetizados, transmitiendo órdenes e informaciones a través de la llanura, preparando el suelo para su monumental arado. El telégrafo, junto al ferrocarril y los fusiles Remington, conformaban una nueva “santísima trinidad”.72
Toda división entre Buenos Aires y las provincias, e incluso al interior del bloque oligárquico, era desplazada en función de un “enemigo prioritario”: el indio, chivo expiatorio que resolvía, temporariamente, la tensión binaria y fratricida entre las elites estancieras y comerciales. La violencia mimética se descargaría contra un tercero, una víctima propiciatoria a la que, como a un animal sacrificial, se le negaba todo derecho a apelar. Competencia económica y lucha por la vida se hacían equivalentes, justificando así el sacrificio de los “salvajes”, sin respeto alguno por las leyes de la guerra. No se trataba, como declamaba la elite liberal, de “pacificar” las fronteras, sino de expandirlas mediante una verdadera “guerra sucia”, conducida por gentlemen pulcros, filo-victorianos, despiadados y cientificistas. La campaña del desierto resultaba un asunto de “seguridad interior”, pero al interior de unas fronteras que era necesario agrandar.
El furioso racismo de las elites permitía ejercer el poder de muerte ahí donde emergía un nuevo poder de vida, una biopolítica que procuraría sanear a la población argentina, compuesta de allí en más por millones de inmigrantes que llegaban desde Europa para asentarse en las tierras donde los indios nómades merodeaban. Aquí también se trataba de una relación de intercambio desigual y complementario entre el centro y la periferia: a la burguesía industrial europea le sobraba población, manufacturas y capital. A la burguesía argentina le faltaban pobladores, productos industriales y “sabios europeos”, pero le sobraban vacas y trigo.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y a medida que los federales eran derrotados, se iba perfilando una verdadera “vanguardia ganadera”, compuesta por un selecto y reducido grupo de terratenientes nucleados alrededor de la Sociedad Rural que viajaban asiduamente a Europa para ponerse al tanto de las últimas novedades en tecnología agrícola. La incorporación del alambrado, la mayor capacitación de los veterinarios, la importación de nuevas razas vacunas, el perfeccionamiento de las zootecnias, van haciendo de la pampa un territorio altamente domesticado y sumamente provechoso. La biopolítica se hacía más sistemática en el campo que en las ciudades, de la mano de un agresivo “cientificismo hacendado” que fertilizaba el desierto, volviéndolo un humus riquísimo, un sustrato seguro para el desenvolvimiento de grandes inversiones. Si el positivismo puede definirse, esencialmente, como “saber para prever, prever para obrar”, hacia fines del siglo XIX confluían el positivismo hacendado, el positivismo militar y el positivismo médico, las tres ramas principales de la república positivista impulsada por la generación del ochenta, acaso la oligarquía más compacta y segura de sí que tuvo la Argentina.73
En 1880, la masacre de los indios debía servir a la regeneración demográfica de la Argentina, que importaba tanto población europea como tecnologías de poder capaces de examinarla, sanearla y emplearla. Los indios no eran considerados ni enemigos exteriores, ni enemigos interiores, porque nunca habían entrado en el plano de la ciudadanía (a lo sumo, eran considerados enemigos tradicionales por fin despejados, tal como los llamó Roca en 1880, durante su discurso ante el Congreso al asumir la presidencia74). La guerra al indio no era ni stásis, es decir, sedición o discordia que arruina la ciudad, ni pólemos, guerra exterior que acreciente su gloria y su renombre.75 Era la batalla final contra los salvajes, contra los clandestinos, contra los “fuera de la ley” (fuera de la ley nacional y fuera la ley civilizatoria), contra los outlaws o canallas, emprendida por los presuntos autóctonos, la elite criolla, “nacida del suelo de la patria”, propietaria de las tierras, contra unos extranjeros que, en verdad, habitaban ese suelo desde mucho antes.
Limpieza étnica, etnocidio o genocidio, palabra que deriva del genos griego, el cual significaba a la vez misma raza, misma familia y mismo nacimiento. Para que los autóctonos criollos, el genos argentino, se consolidase era necesario aniquilar al genos indígena, eliminando todo rastro de autoctonía anterior, como si los que habitaban el territorio antes de la llegada de los españoles fuesen, paradójicamente, no-autóctonos. Al respecto, vale recordar el significado de la palabra estanciero: “el que está ahí, en la tierra, de manera estable, permanente y escriturada”.76 Escrituración de las tierras que le había sido negada a los indios, concebidos, en tanto nómades fuera de la ley, en tanto “sociedades sin Estado”, como esencialmente incapaces de darse a sí mismos un programa de gobierno por su relación otra con la naturaleza y con la temporalidad. Los indios resultaban un estorbo para el prepotente programa de modernización agraria enarbolado por la elite, que les lanzaba un inflexible ultimátum: o convertirse o desaparecer.77 La opción se hacía binaria y excluyente. Civilización o barbarie. Ya no existía posibilidad de intercambios, parlamentos o contaminaciones. Ya no existía posibilidad de asimilar o incorporar a los indios al cuerpo de la nación. Ahora resultaban inasimilables e “indigestos”.78
Panguitruz Güer era un joven ranquel hecho prisionero por los criollos y apadrinado por Juan Manuel de Rosas al enterarse de que era hijo del cacique Painé Guer. Rosas le cedió su apellido, lo rebautizó con el nombre cristiano de Mariano y lo envió como peón a una de sus estancias. Allí le enseñó los secretos del cuidado del campo, siguiendo su método de instrucción de mayordomos de estancias, combinando latigazos con muestras de afecto del patrón hacia el peón o del padrino hacia el ahijado. De este modo, Rosas mostraba la extrema cercanía entre “reducir” a los indios nómades y sedentarizarlos, empequeñecerlos, infantilizarlos o tutelarlos de manera paternalista.79
Una