A pesar de ser una planta inútil, pura y plenamente bella, sin ninguna utilidad ni desde el punto de vista medicinal ni por su perfume, el tulipán desató la primera gran burbuja financiera del capitalismo incipiente. No solo era una planta preciosa en general, sino que cada ejemplar era único, con una enorme capacidad de variar sus colores y los dibujos de sus pétalos. La alta sociedad holandesa, celosa por distinguirse ostentando los mejores tulipanes, comenzó a competir en una escalada imparable conocida como “tulipomanía”. En poco tiempo, la demanda sobrepasó a la oferta y los precios de cada bulbo alcanzaron valores exorbitantes, al punto que, con un solo tulipán se podía llegar a comprar una casa señorial o un campo de cultivo. Toda una euforia inversora se desató alrededor de la lujosa flor y, a mediados de la década de 1630 (cuando Rembrandt pinta su lección de anatomía), grandes y pequeños inversores habían hecho enormes fortunas con la especulación botánica. Incluso surgieron las primeras formas de contratos de futuros, los windhandel o “negocios de aire”, mediante la compra y venta de bonos por tulipanes inexistentes que, se aseguraba, crecerían en el porvenir.
Hasta que llegó el fatídico día del crash: el 6 de febrero de 1637, en Haarlem, medio kilo de tulipanes salieron a la venta por un precio inicial de 1.200 florines. Inesperadamente, nadie pujó por ellos. De repente, advino una manía inversa, haciendo cundir el pánico: se cayó en la cuenta de que el tulipán estaba sobrevaluado. Su precio se derrumbó estrepitosamente y las hipotecas, los bonos y los créditos tomados para invertir en flores se hicieron impagables. Muchas familias quedaron en la ruina, los ayuntamientos decretaban leyes de condonación de deudas y los juzgados colapsaban por las demandas de los acreedores.
La crisis de los tulipanes fue un tipo de crisis nueva, que se repetirá innumerables veces a lo largo de la historia del capitalismo. Fue una crisis que abrió el horizonte para todo un nuevo concepto de crisis. De hecho, en griego, la palabra krinō significaba, a la vez, separación y lucha, pero también decisión. Crisis es el momento en que se decide sobre una inclinación definitiva de la balanza.15 En Holanda, la balanza se había inclinado por el lado de la “mala fortuna” el día que los tulipanes no habían encontrado compradores. Lo extraño fue que nadie, ningún soberano, ninguna instancia de decisión calificada, decidió sobre esta inclinación. Fue un acontecimiento desafortunado que excedió toda previsión.
En la Antigüedad, la palabra griega krísis se utilizaba en dos acepciones diferentes. Por un lado, y en un sentido jurídico, designaba el instante de la resolución judicial, pero también el juicio de Dios, momento en el que se decide sobre la condena o la salvación de los mortales (krinō significaba juicio, en el sentido del discernimiento). La segunda acepción, de tipo médica y proveniente de Hipócrates, significaba el momento decisivo de la enfermedad, su pico, cuando se decide sobre la muerte o sobre la sanación del enfermo. En estas nociones de crisis hay siempre un clímax donde se agudizan las tensiones al extremo, a la vez que las expectativas por salir de una situación incontrolada. De ahí el célebre aforismo de Hipócrates, verdadero concentrado de sabiduría médica: “Corta es la vida, el camino largo, la ocasión fugaz, falaces las experiencias, el juicio difícil”.
Crisis pertenece a la misma familia etimológica que criterio y que crítica, es decir, el juicio fundado en el discernimiento y en la separación por partes (como la anatomía practicada por el doctor Tulp). Está en el criterio del médico, observando los síntomas y los signos de la enfermedad, decidir, de acuerdo a su buen juicio, sobre el pronóstico del paciente. La crisis revela los signos que hacen posible un pronóstico y una intervención crucial, estableciendo una responsabilidad de actuar.
En Hipócrates, la palabra krísis no significaba un desorden negativo. Usada de manera neutral, sin adjetivaciones, designaba la resolución favorable de una enfermedad. Cuando la crisis conllevaba un empeoramiento del estado del paciente, se le agregaba un adjetivo, llamándola crisis mala. Recién en el siglo XIX, la palabra comenzó a ser incorporada por la terminología política, social y económica, ya sin adjetivos, para designar todo acontecimiento funesto y destructivo.16 Pero aun este último sentido de crisis, el que ha predominado tanto en la teoría como en el lenguaje cotidiano, se manifiesta de diversas formas. Una crisis puede ser absoluta y terminal, un acontecimiento histórico irrepetible que acaba con todo un sistema, ya sea psíquico, económico, cultural o político. Pero las crisis también pueden recrearse una y otra vez, sin acabar nunca definitivamente. Por eso, según Reinhart Koselleck, hay “estratos de crisis” que sedimentan la historia de la humanidad. En el análisis de las crisis relativas, que se suceden unas a otras, ya no habría un único instante de decisión, un juicio final o un momento crítico irrepetible, sino niveles de crisis que producen mutaciones permanentes, inestables e infinitas, sin que necesariamente se trate de circularidades desprovistas de novedad.
La crisis de los tulipanes no se produjo en el aire. Una de sus determinaciones fundamentales fue la abundancia de plata y oro provenientes de la expoliación de América y que circulaba cuantiosamente en Holanda, disparando un incremento de la inflación. En 1609, con el fin de regularizar la emisión de monedas y la excesiva fluctuación de sus valores, los Países Bajos crearon el primer precursor de los Bancos Centrales: el Banco de Ámsterdam. Para encauzar el exceso de oro y plata que circulaba en malas condiciones, el Banco de Ámsterdam comenzó a tomar en depósito toda clase de monedas, a cambio de lo cual entregaba certificados de crédito. Por ley, se obligó a todos los comerciantes de Holanda a mantener una cuenta en el banco, lo que aumentó, por primera vez en Europa, la demanda de papel moneda. Así, todo el dinero emitido en papel era respaldado con su cantidad equivalente de lingotes de oro y plata.
La tulipomanía había sido una cuestión de crédito y de fe: el crédito bancario posibilitaba realizar inversiones a futuro sin contar con suficiente capital propio. Fe también en el aumento constante y persistente del precio de los tulipanes, así como de su cosecha y variedad. Si bien el colapso de la burbuja produjo una severa crisis en Holanda, también contribuyó al perfeccionamiento del sistema bancario europeo, “lubricante” fundamental del despegue capitalista. En este sentido, la barroca crisis holandesa fue una crisis relativa, no absoluta, que abrió las puertas para crisis semejantes en todos los rincones del planeta, así como para el reajuste del sistema crediticio y monetario, sin el cual no podría ponerse en marcha la rueda del capital productivo. La actividad financiera es a la vez ineludible estímulo para la expansión capitalista y detonante de recurrentes crisis. Por eso, la Modernidad, o el “mundo burgués” al decir de Koselleck, es, en sí misma, una época crítica y auto-crítica, a la vez que una puesta en crisis de todos los regímenes sociales anteriores. Crisis políticas, sociales, culturales, económicas, epistemológicas, artísticas: nunca se diagnosticaron tantas crisis terminales que sin embargo siguen perpetuándose sin resolución, como si la autoconciencia hipercrítica de la Modernidad, su autopsia de sí, conllevase también la puesta en crisis de todo lo que ella misma produce.
La voluntad de diagnosticar el tiempo presente presupone que la época actual está ya atravesada por algún tipo de crisis o enfermedad crónica. Pero una patología puede ser también un principio creador, así como los trastornos pueden resultar crisis saludables. Los grandes maestros de la sospecha, los pioneros del inconsciente, como Nietzsche y Freud, así como los grandes artistas modernos, como Dostoievski y Van Gogh, han atravesado grandes “crisis del alma”, revelando una sugestiva proximidad entre genio y locura.17 Se trata de pensadores y artistas que, al decir de Élisabeth Roudinesco, pertenecen a una contracorriente moderna, al interior mismo de la Modernidad: la “Aufklärung oscura”, nombre aparentemente paradójico que designa la convivencia entre nuestro lado luminoso y nuestro lado oscuro, una situación en donde la enfermedad es en verdad índice de salud y hasta su estimulante.
También la tulipomanía fue una enfermedad creadora. El nombre mismo refiere a una suerte de patología colectiva, una manía que, como en un delirio enfebrecido, necesita hacerse de tulipanes, en una suerte de “exuberancia irracional”, como casi cuatrocientos años después llamará Alan Greenspan a las burbujas bursátiles. Los tulipanes holandeses del siglo XVII eran especialmente apreciados por sus hermosos pétalos con formas serpenteantes, quebradas y multicolores, diferentes a los tulipanes normales, de un solo color. Pero durante el siglo XX se descubriría que el verdadero motivo por