De alguna forma, sus palabras y su aspecto se contradecían. Quizá se trataba de la expresión de su boca, que daba un aire malicioso a toda su cara.
Al poco rato se excusó por tener que marcharse de nuevo, pero antes me pidió que arreglara todos los documentos. Pasó cerca de una hora, así que empecé a hojear algunos de los libros de la biblioteca, en los que ya me había fijado antes. Tuve en mis manos un atlas, que estaba abierto, evidentemente, por la página donde se hablaba de Inglaterra, muy manoseado, con círculos marcados, como si se consultara muy a menudo.
Al cabo de un buen rato, el conde volvió.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Aún le encuentro con los libros? Eso es bueno, pero debería descansar un poco. Venga conmigo, acaban de comunicarme que su cena ya está lista. Me agarró el brazo y entramos en la habitación contigua donde encontré una excelente cena dispuesta en la mesa de una presentación también extraordinaria.
El conde, igual que la noche anterior, se excusó, diciendo que ya había comido durante su ausencia. Pero, tomó asiento, y estuvo charlando mientras yo cenaba.
Cuando finalicé, encendí un cigarro y el conde siguió a mi lado haciéndome preguntas sobre la finca; también sobre otros temas. Así, de charla, pasamos mucho tiempo. Ciertamente, me di cuenta de que se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentía obligado a satisfacer en todo al anfitrión. Además, no tenía sueño después del largo descanso del día anterior. Sin embargo, no dejé de experimentar ese escalofrío que me asalta al llegar el alba, lo mismo me sucede con el cambio de marea.
De pronto se oyó el canto de un gallo, cuyo sonido llegaba con una claridad extraordinaria a través de la nítida y pura brisa matutina. El conde se levantó de golpe y dijo:
—¡Vaya, otra vez amanece! ¡Qué poco considerado soy por tenerle despierto hasta estas horas! Amigo mío, la próxima vez que me hable de su amada Inglaterra, procure que su conversación no sea tan atractiva, para no hacerme olvidar cómo pasa el tiempo.
Y con una muy cortés reverencia, se marchó.
Cuando llegué a mi habitación, corrí las cortinas, pero no había nada interesante que ver, pues mi ventana daba al patio y lo único que conseguí percibir fue el cálido gris del cielo, que se volvía cada vez más claro. Así que volví a cerrar las cortinas y me puse a escribir estas notas.
8 de mayo.— Al iniciar este diario temía que se hiciese demasiado largo, pero ahora me alegro de haber contado todo minuciosamente desde el principio. En este lugar, que encierra tanto misterio, se respira un ambiente tan singular, que un sentimiento de incertidumbre crece en mí sin que yo pueda evitarlo. Quizá sea esta extraña existencia nocturna la que me está produciendo este efecto tan profundo. ¡Ojalá solo fuese eso! Solo si tuviese a alguien con quien hablar, me sentiría con fuerzas para soportar todo esto, pero por desgracia, estoy solo, sin contar con la compañía del conde y él… Mucho me temo que soy el único ser viviente de este tétrico castillo. Si me permiten, seré prosaico, como lo son los hechos. Me sentiré mucho mejor y ayudará a que mi imaginación no se desenfrene hacia un final desconocido. Si me llega a suceder, estoy perdido. Ahora les explicaré enseguida cuál es mi situación.
Dormí solo unas horas. Y al sentirme completamente despierto, abandoné la comodidad de la cama. Cuando colocaba mi espejito en la ventana para afeitarme, sentí una mano en mi hombro. Y oí la voz del conde que me decía: «Buenos días». Como pueden pensar, me asusté, pues no le había visto entrar, a pesar de que a través del espejito se podía ver perfectamente toda la habitación a mis espaldas. A causa del sobresalto me hice un pequeño corte, que en aquel momento no percibí. Después de devolver el saludo del conde, me volví de cara al espejo para asegurarme que no me equivocaba. Esta vez no hubo dudas, pues el hombre se hallaba junto a mí; podía verlo por encima de mi hombro. ¡Pero no se reflejaba en el espejo! A través del minúsculo espejo podía contemplar la totalidad de la habitación y una parte de mí mismo, pero ninguna señal de otro mi anfitrión. Quedé perplejo. Esto rebasaba todo el resto de experiencias, era escalofriante. Añadido a todas las anteriores sorpresas, mi sensación de zozobra crecía a pasos agigantados. En aquel momento descubrí que el corte me estaba sangrando. Rojas gotitas caían por mi mejilla, así que dejé la navaja de afeitar y fui a por un poco de esparadrapo. El conde, al darse cuenta, reaccionó de forma anormal, las pupilas le brillaron con una especie de furia malvada y de repente se abalanzó hacia mí y me agarró por el cuello. Al intentar esquivarle, su afilada mano tocó el rosario donde llevo el crucifijo, el «talismán» que me dio la anciana de la posada. Lo que produjo en él un cambio total, su furia se volatilizó tan rápidamente que parecía que aquel ataque no hubiera ocurrido.
—Tenga cuidado —me dijo—. Debe tener más cuidado al afeitarse. Un corte es muy peligroso en este país, más de lo que cree.
A continuación cogió el espejito y prosiguió:
—Y esto ha sido la maldita causa del daño. ¡Oh, vanidad humana! ¡Fuera de aquí!
Y abriendo la robusta ventana, con su impresionante mano, arrojó el espejo, que quedó hecho añicos sobre las piedras del patio. A continuación, sin añadir ni una sola palabra, se marchó. Es una situación realmente incómoda, porque ahora no sé cómo voy a afeitarme, a no ser que utilice el estuche del reloj, o el fondo de la bacía, que afortunadamente es de metal.
Al entrar en el comedor, el desayuno estaba preparado, pero el conde no apareció por ninguna parte, así que tuve que desayunar solo. Quizá les parecerá un poco raro, pero no he visto por ahora al conde comer o beber nunca. ¡Qué hombre tan extraño! Cuando acabé de desayunar, llevé a la práctica una pequeña exploración por el castillo. Salí a las escaleras y encontré una habitación orientada al sur. Desde una de las ventanas se podía contemplar un paisaje extraordinario. El castillo se sitúa en el borde de un tremendo precipicio. Si lanzara desde aquí una piedra, caería unos trescientos metros sin chocar con nada a su paso. Hasta el horizonte se podía ver un océano de copas de árboles, con un profundo corte en forma de barranco, a cuyos lados se divisaban unos hilos plateados de los ríos que serpenteaban a través de gargantas profundas por entre las tupidas arboledas.
Pero no me complace describir con más detalle todas estas bellezas, pues al finalizar la segunda fase de mi exploración por el castillo, quedé anonadado. Únicamente puertas, y más puertas por todas partes, y todas se abrían con llave o cerrojo. No hay ni una sola salida posible, salvo por las altas ventanas que dan al muro.
¡Este castillo es una cárcel, en la que yo soy su prisionero!
Capítulo III
Diario de Jonathan Harker
(Continuación)
Cuando me di cuenta con claridad que yo era un prisionero de aquel castillo, solo, sentí por un instante que se me nublaba el entendimiento. Empecé a subir y bajar las escaleras como un poseso, intentando abrir todas las puertas y asomándome por cuantas ventanas encontraba. Pero al cabo de un rato, cuando mi impotencia quedó totalmente visible, los demás sentimientos se esfumaron. Unas horas después me he tranquilizado y he intentado reflexionar fríamente, y pienso que en aquel instante actué como lo habría hecho una rata que se siente dentro de una jaula. Abandoné mis esfuerzos, todos inútiles, me senté serenamente —sereno como nunca lo había estado antes— y me puse a pensar cómo debía de obrar. Esas reflexiones duran hasta la fecha de hoy, pues aún no sé qué debo de hacer. De lo único que estoy seguro, es que sería inútil contarle al conde lo mal que lo estoy pasando, ya que el es totalmente consciente de mi situación como prisionero. Y puesto que él es mi carcelero, me mentiría si yo acudiera a relatarle lo que me pasa. Así que por ahora, mi única salvación es mi silencio; debo guardar mis temores y actuar con la mayor prudencia posible. Solo sabía que, o bien mis temores me estaban engañando, o realmente me encontraba en