—Gracias, amigo mío, por una estimación tan aduladora, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Es cierto que conozco la gramática y el léxico, pero carezco de fluidez al hablarlo.
—No es verdad —dije—. Yo si le oyera hablar y no supiera quién es, pensaría que es usted inglés.
—No creo —respondió el conde—. Sé perfectamente que si fuera a Londres, todos verían por mi habla y mi acento que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble. El pueblo me trata como su señor. En cambio, un extranjero en un país que no es el suyo, no es nadie; la gente no le conoce, y nadie se interesa por aquello que no conoce ni su existencia. Con ser como los demás, yo ya me conformaría, de forma que nadie se parase al verme, ni callase al oírme, para después decir: «¡Bah, un extranjero!». Después de tantos años, ahora no podría dejar de vivir como un noble, al menos, que nadie llegara a darme órdenes. Usted no solo ha venido aquí como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para informarme sobre mi novísima propiedad en Londres. Debe quedarse conmigo —al menos así lo espero— algún tiempo, para que así yo pueda mejorar el acento inglés, durante nuestras charlas. Le ruego que me corrija cualquier error, por pequeño que sea. Siento no haber podido estar con usted durante todo el día; espero que sepa excusar a quien, como yo, lleva entre manos, negocios tan importantes.
Le dije que en efecto, me hallaba a su entera disposición y le pregunté si podía entrar en aquella biblioteca siempre que lo quisiera.
—Por supuesto que sí —y añadió—: Puede pasearse por todo el castillo, sin embargo, no debe usted entrar en las estancias cerradas con llave, además usted mismo ya no desearía verlas. Las cosas son como son por muchas circunstancias, si usted supiera todo lo que yo sé, lo entendería rápidamente.
—No lo dudo —respondí, y el conde prosiguió—: Esto es Transilvania, no Inglaterra. Nuestras costumbres son muy diferentes de las que tienen allí, y aquí verá muchas cosas que le parecerían raras. Solo tiene que acordarse de sus aventuras durante el viaje, para comprender cómo pueden llegar a ser las cosas de extrañas por aquí.
Estuvimos mucho tiempo hablando sobre esto. Y como estaba claro que el conde deseaba hablar, le hice una larga serie de preguntas sobre las cosas que más me habían llamado la atención hasta entonces. A veces disimulaba y cambiaba de tema con el falso pretexto de que no me comprendía bien del todo aunque, pareció ser muy sincero, en general. A medida que pasaba el tiempo, nos fuimos animando, y me atreví a preguntarle acerca de algunas de los fenómenos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué razón el cochero iba siempre hacia donde percibíamos llamas azules, y si era verdad que aquellas brillaban como señal de que allí se encontraba oro escondido. Entonces, él me dijo que se trataba de una leyenda popular que explicaba que, en cierta noche del año, todos los malos espíritus se adueñan del mundo, y que anoche era la fecha en que sucedía esta creencia popular y se suponía que cada tesoro escondido se detectaba por una llama azul que emergía de los lugares en cuestión.
—Seguramente —continuó— uno de esos tesoros tienen que hallarse escondido por la región que usted atravesó anoche; pues fue el campo de batalla donde durante muchos siglos lucharon valacos, sajones y turcos. No hay una sola pulgada de tierra en toda esta región que no haya sido abonada con sangre humana, tanto de invasores como de defensores. Los patriotas salían a recibirlos —hombres y mujeres, viejos y niños—; esperando su llegaba en lo alto de las rocas, en los pasos, lugares donde provocaban avalanchas artificiales y destruían al enemigo. Si el invasor triunfaba, encontraba muy poca cosa, pues enterraban todo aquello que tuviese valor.
—Pero —pregunté—, ¿cómo pueden permanecer esos tesoros escondidos todavía si la gente ve las llamas azules?
El conde sonrió, mostrando sus encías al descubierto; y también aquellos largos, agudos y caninos dientes.
El conde respondió:
—¡Los campesinos son gente ignorante!
Esas llamas solo aparecen una vez al año. Y en esa noche, ninguno de ellos sale de casa si no tiene necesidad; de lo contrario, no sabrían qué hacer, pues con la luz del día no se puede precisar el punto exacto de la llama. Seguro que usted no se atrevería a pasar de noche por allí nuevamente para buscar el tesoro.
—No se equivoca —declaré—. Soy igual de ignorante que un muerto.
Después charlamos sobre otros temas.
—Vamos, hábleme de Londres —dijo el conde—. Explíqueme qué tal es lo que usted me ha conseguido allí.
Una vez me hube excusado por mi falta de tacto profesional, me dirigí hacia la habitación para traerle los documentos que se encontraban en mi maleta. Al cruzar la estancia, vi que la mesa había sido levantada y la lámpara, encendida. Las luces del estudio y de la biblioteca también lo estaban, y el conde se encontraba echado en el sofá, leyendo nada menos que una Guía inglesa de Bradshaw. Al entrar yo, quitó los libros y papeles que había sobre la mesa, y nos pusimos a comentar los planos, escrituras y todo tipo de cifras. El conde se mostraba profundamente interesado por todo aquello, haciéndome muchísimas preguntas sobre la finca y sus contornos. Y por cómo se interesaba, pude ver que ya había estudiado anteriormente todo lo tocante a los alrededores de aquella casa; tanto que resultó saber más que yo de ese negocio. Al hacerle esa observación, me respondió con un tono de absoluta seguridad:
—Es verdad, amigo mío, ¿no cree usted necesario que esté bien informado? Piense que yo iré solo a Londres, sin la compañía de mi amigo Jonathan Harker, quien no podrá estar allí para corregirme y asesorarme, pues se hallará en Exeter, a muchas millas de distancia; trabajando sobre otros documentos judiciales, que le proporcione mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No tengo razón?
Estudiamos a fondo el negocio de la compra de una finca de Purfleet. Tras haberle dado todos los detalles, y de que firmara los documentos necesarios, comenzó a hacerme preguntas de cómo había conseguido una finca tan sumamente interesante, así que yo le repetí todas aquellas notas que hice por entonces y que expongo seguidamente:
«En Purfleet, yendo por una carretera secundaria, descubrí una finca con un anuncio ruinoso de “en venta”, la cual me pareció que tenía todo lo que usted pedía. Se halla circunvalada por un alto muro, de piedra antigua, que lo hace, a la vista, muy sólido, aunque al encontrarse muy deteriorado, necesita algunas reparaciones. Las verjas son de roble y hierro oxidado. Son diez hectáreas de terreno, con tantos árboles que, muchos rincones adquieren un aspecto lúgubre. Hay un pequeño lago, de difusa imagen y profundo fondo, que se alimenta, probablemente, de algún manantial, pues el agua es clarísima y fluye en una corriente de un caudal bastante apreciable.
»La finca se llama Carfax, cuyo nombre proviene de Quatre face (Cuatro Caras), que son las que tiene la casa, en relación con los cuatro puntos cardinales.
»La casa es muy grande, y con trazas de muy distintas épocas, incluso la medieval. Uno de los lados es de piedra gruesa y las pocas ventanas que tiene, son con barrotes y están situadas en la parte superior, como si en el pasado hubiera constituido parte de un castillo. Muy cerca se encuentra una vieja capilla, donde me fue imposible entrar, pues no disponía de las llaves. Pero he tomado varias fotografías desde diversos ángulos. La casa fue construida más tarde, de forma irregular, y su extensión no puedo dársela con exactitud, pero debe de ser muy grande. Hay pocas casas vecinas; solo vi un caserón, que en la actualidad es un manicomio privado. Sin embargo, este queda oculto desde los jardines de Carfax».
Cuando terminé de leer, el conde manifestó:
—Cuánto me alegro de que la casa sea grande y vieja. Yo mismo pertenezco a una antigua familia, y si tuviera que vivir en una casa moderna me moriría. Y después de todo poco falta para hacer un siglo. También me gusta la idea de que haya una capilla adosada. A nosotros, los nobles de Transilvania, no nos gusta que nuestros huesos puedan ser mezclados con los de los muertos corrientes. Nunca busco la alegría ni el bullicio, tampoco el intenso brillar del sol y de las aguas chispeantes que agradan tanto a la juventud