—¿Cómo os atrevéis a tocarle? ¿Queríais poseerle en contra de mi voluntad? ¿Fuera! ¡Este es mío, solo mío! ¡Id con mucho ojo de no mezclaros en su vida, o tendréis que véroslas conmigo!
La muchacha rubia soltó una carcajada repulsiva y lasciva, pero a la vez seductora, y respondió:
—¡Tú no puedes amar! ¡Y jamás lo has hecho!
Las demás mujeres apoyaron la protesta de la anterior, y en la estancia resonaron unas carcajadas tan sumamente destempladas, y desalmadas, que al oírlas estuve a punto de desmayarme. Eran risas demoníacas. Luego el conde se dio la vuelta, se quedó mirándome fijamente y me susurró con mucha dulzura:
—Sí. Yo también sé amar, y vosotras lo sabéis perfectamente, ¿o no? De todas formas, cuando haya acabado con él, podréis hacer lo que queráis con el muchacho, mientras tanto, dejadlo en paz. ¡Marchaos! Tengo que despertarlo, pues hay mucho trabajo por hacer.
—¿No podremos gozar ni un poco esta noche? —preguntó una de las mujeres, mientras indicaba con el dedo un saco que, un poco antes, el conde había arrojado al suelo, el cual se movía como si en su interior hubiese algo con vida.
El conde asintió con la cabeza. Entonces una de las morenas dio un paso hacia delante y cogió el saco. Si mis sentidos son fiables, escuché un jadeo y un débil gemido, como el de un bebé al que le falta el aire. Las mujeres rodearon el saco, mientras a mí me invadía un indescriptible terror. Al momento, cuando volví la vista de nuevo, habían desaparecido las mujeres y la carga. Allí no había ninguna puerta, tampoco habían pasado por mi lado, pues las habría visto, así que la única explicación, no lógica, era que se hubiesen fundido con la luna, a través de la ventana, pues pude percibir, tres negras figuras antes de perderse por completo en medio de la oscuridad de la noche.
Me venció el pavor y a continuación caí al suelo sin sentido.
Capítulo IV
Diario de Jonathan Harker
(Continuación)
Al regresar al mundo de los vivos estaba tumbado en mi cama. Si no ha sido una pesadilla, el conde tuvo que llevarme hasta mi habitación. Intenté poner en orden las ideas, pero fue imposible. Ciertamente, existían indicios de esta última posibilidad: mis ropas bien dobladas y colocadas de forma distinta a como yo suelo hacerlo, el reloj parado; cuando yo tengo la costumbre de darle cuerda cada noche, como mi última misión antes de que muera el día, y muchos otros detalles. Pero no eran pruebas fiables, ya que únicamente representaban indicios de mi posible locura, y que, por el motivo que fuese, estaba muy alterado. Debo estar seguro de ello antes de afirmar nada. De una cosa puedo estar contento: en el caso de que fuera el conde quien se encargó de traerme aquí y de desnudarme, lo hizo muy precipitadamente, pues mis bolsillos continúan intactos. Tengo la total seguridad de que si el conde conociera la existencia de este diario, supondría para él un misterio intolerable. Al mirar a mi alrededor, en esta habitación que antes me causaba tanta angustia, ahora me siento en ella como en un templo, pues nada puede ser más terrorífico que aquellas mujeres que deseaban —que desean— mi sangre.
18 de mayo.— He vuelto a aquella habitación, pero esta vez es de día, pues necesito aclarar lo ocurrido. Me acerqué a la puerta en la zona alta de la escalera, y se encontraba cerrada. Había sido encajada con tanta fuerza que, al abrirla, parte de la madera se astilló. Mucho me temo que lo ocurrido la noche anterior no fue ninguna pesadilla, por lo tanto debo obrar conforme esta creencia.
19 de mayo.— Con toda certeza estoy atrapado. Anoche el conde me rogó, muy cortésmente, que escribiese tres cartas: una que dijera que ya había finalizado mi trabajo y que regresaría a Inglaterra en unos días; otra, anunciando que partiría el día siguiente a la fecha de salida de la carta, y la tercera, después de haber salido supuestamente del castillo, ya desde Bistritz. Al principio quise rebelarme, pero después pensé que sería una locura tener una discusión con el conde tal y como estaba la situación, ya que me tiene totalmente bajo su dominio y negarme a obedecerle solo empeoraría las cosas. Él sabe mis sospechas, y ha determinado que no debo seguir viviendo, pues represento un peligro para él. Mi única salvación está en prolongar mi actual estado de cosas. Quizá algún día se me presente la oportunidad de fugarme de aquí. Pude ver en los ojos del conde la misma cólera con la que arrojó a aquella muchacha al suelo. Me indicó que los servicios de envíos eran escasos y muy poco fiables y que escribir a mis amigos ahora representaría una buena terapia para sosegarme. Me aseguró terminantemente que ordenaría detener el curso de la correspondencia en Bistritz hasta que no fuese el momento más indicado, por si acaso prolongaba mi estancia en el castillo. Para evitar problemas, fingí estar de acuerdo y le pregunté qué fecha debía poner en las cartas, entonces él calculó mentalmente y después dijo:
—La primera el 12 de junio, la segunda el día 19 y la tercera el 29 del mismo mes. Ahora sé con exactitud lo poco que me queda de vida. ¡Que Dios me ampare!
28 de mayo.— Una nueva oportunidad para huir de aquí; o al menos para enviar un mensaje a casa. Un grupo de gitanos, de zíngaros para ser exactos, llegaron hace poco al castillo y han acampado en el patio.
Primero escribiré algunas cartas a Inglaterra e intentaré que estos me las lleven al correo. Ya he establecido un primer contacto con ellos desde mi ventana. Se quitaron los sombreros, haciendo una especie de reverencia y después comenzaron a realizar una serie de gestos que a mí me costó interpretar.
He terminado de escribir las cartas. La de Mina está taquigrafiada, explicándole mi situación, elidiendo muchos de los horrores, si le confesara todo lo que siento, se moriría de horror. Si no me contestasen, entonces el conde no sabría realmente cuánto sé.
Los zíngaros ya poseen mis cartas, se las lancé por entre los barrotes de mi ventana acompañados de unas monedas de oro, luego hice gran cantidad de gestos más expresivos que significativos, de manera que comprendieran sin equivocación posible mis deseos. El gitano que las recogió se las llevó fuertemente al pecho e hizo una reverencia, y las metió en su gorra. Ahora solo podía aguardar, así que regresé al estudio y me puse a leer. Viendo que el conde tardaba, comencé a escribir…
El conde ya ha vuelto. Se ha sentado a mi lado y mientras abría las dos cartas, con su más dulce voz me ha comunicado:
—Uno de los zíngaros me ha dado estas cartas y aunque no sé su procedencia, me encargaré de ellas. ¡Vaya sorpresa! —seguro que ya sabía con anterioridad de quién eran ambas cartas—. Una es de usted, dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —en aquel momento, como consecuencia de los signos extraños para él; su rostro adquirió una expresión malévola y los labios empezaron a temblarle—, la otra es un insulto a la amistad. No lleva ninguna firma, así que no nos debemos preocupar.
Entonces, con gran serenidad acercó la carta a la llama de la lámpara hasta que el papel quedó convertido en cenizas. Luego dijo:
—La carta al señor Hawkins, como es de usted, haré que la echen al correo, pues sus cartas son sagradas para mí. Espero que perdone mi torpeza al romper el sello, pero le conseguiré un sobre nuevo.
Me entregó la carta y después con una educada reverencia me ofreció otro sobre. No puedo hacer otra cosa que no sea volver a escribir la dirección y devolverle la carta