Fue algo muy agradable a la vista, pues pude contemplar frente a mí un enorme lecho y otra cálida chimenea que humeaba. Él mismo entró con mis cosas, y antes de cerrar mi puerta y marcharse, me dijo:
—Después de tan largo viaje deseará asearse un poco. Aquí encontrará todo lo que necesite. Cuando esté listo, usted mismo vaya a la otra estancia, donde le aguarda la cena.
El calor, la luz y la cortés bienvenida del conde, contribuyeron en gran medida a disipar todas mis dudas y miedos. Al haber recuperado felizmente mi estado normal, descubrí que estaba desfallecido de hambre, así que puse fin muy pronto a mi estancia en el baño y enseguida pasé a la otra cámara, dispuesto a devorar cualquier cosa apetecible.
La cena estaba lista sobre la mesa. Mi anfitrión, que estaba de pie en un extremo de la chimenea, apoyado en el marco de piedra, señaló la mesa con un gracioso gesto y me dijo:
—Tome asiento, por favor y ¡buen provecho! Espero que me perdone el hecho de no acompañarle, pero ya he comido y no tengo la costumbre de cenar tan tarde.
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había confiado. El conde la abrió y la leyó con gesto serio. A continuación, me la devolvió con una encantadora sonrisa en el rostro, para que yo también pudiera conocer el contenido de esta.
Al leer uno de los pasajes quedé muy complacido.
«…Lamento muchísimo que un ataque de gota, de lo que sufro con mucha frecuencia, me haya impedido venir a verle. Sin embargo, me place haberle podido mandar un eficiente sustituto, en quien deposito mi más total confianza. Es joven, enérgico, con talento y sobre todo muy fiel. Él estará a su entera disposición y seguirá todas sus instrucciones durante su estancia en el castillo…»
El conde se adelantó y destapó una fuente, y al momento ya estaba saboreando un pollo asado excelente, acompañado con un poco de queso y ensalada, y para beber, una botella de Tokay añejo, del que tomé un par de copas; esta fue mi cena.
Mientras yo disfrutaba de aquel ágape sin igual, el conde se dedicó a inquirir detalles del viaje, y yo le conté todas mis experiencias vividas hasta mi llegada al castillo.
Acabé de cenar y de explicarle mi viaje al mismo tiempo, y accediendo a sus deseos, acerqué un sillón al fuego y me puse a fumar un puro que él me ofreció; de nuevo se excusó por no fumar él también. Esta fue la ocasión perfecta para estudiar con detalle su persona, y descubrí un rostro de rasgos exageradamente marcados.
Tenía un rostro enérgico, aquilino, de nariz delgada con un puente muy alto y ventanas arqueadas; la frente despejada y muy poco cabello alrededor de las sienes, en cambio, en el resto de la cabeza era abundante. Tenía espesas cejas, casi unidas sobre la nariz. Bajo el espeso bigote asomaba una boca de aspecto cruel, con agudos y blancos dientes, que sobresalían de los labios. Su piel mostraba un brillo y una vitalidad anormal y asombrosa a la vez para alguien de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran pálidas y en la parte superior, exageradamente puntiagudas, mostraba una fuerte barbilla y las mejillas firmes, aunque delgadas. La impresión general que uno tenía al observarle era la de una palidez supina.
Al principio solo estudié su rostro, pero después pasé a estudiar el dorso de sus manos cuando las tenía sobre las rodillas, y la luz del fuego las iluminaba, me parecieron finas y blancas, pero al verlas de cerca comprobé que había visto mal, pues eran bastas, anchas, de dedos cortos y gruesos, y con vello en el centro de las palmas. Sus uñas eran largas y afiladas. Al inclinarme, el conde me rozó con ellas y no pude impedir un sobresalto. Quizá se debiera a la digestión un tanto pesada de tan magnífica cena, pero la verdad es que sentí de pronto unas náuseas tan espantosas que me fue imposible disimular. El conde, al descubrir mi repulsión, retiró las manos. Y con una sonrisa un tanto lúgubre, me mostró claramente sus prominentes dientes. A continuación volvió junto a la chimenea. Permanecimos en silencio un buen rato y al mirar a través de la ventana al exterior, pude contemplar los primeros y tímidos brillos del alba. Una extraña calma se apoderó de aquel lugar, pero debido al excesivo silencio, escuché de nuevo el aullar de los lobos de allá abajo en el valle. Los ojos del conde chispearon al decirme:
—Atienda… ¡Son los hijos de la noche! ¡Qué gran música la que componen!
Y al ver mi extraña expresión, quiero pensar que es por eso, añadió:
—¡Ay, ustedes, gentes de ciudad, no saben apreciar los sentimientos de un cazador!
Después se puso en pie y me dijo:
—Estará muy cansado. Su dormitorio está listo y mañana podrá descansar hasta la hora que le plazca a usted. Yo tengo que ausentarme y hasta la tarde no regresaré. Así que mis deseos son que duerma bien y ¡que tenga un sueño feliz!
Y con una cortés reverencia me abrió la puerta de la sala octogonal, y yo entré en mi alcoba.
Me encuentro sumido en un mar de dudas. No entiendo, temo, pienso continuamente en cosas extrañas que me da vergüenza confesar. ¡Dios no me abandone, aunque solo sea por quien sé que me quiere de corazón!
7 de mayo.— Ya es el segundo amanecer en estas tierras lejanas y misteriosas, pero he podido reponer fuerzas y disfrutar durante veinticuatro horas. He dormido hasta tarde y me he despertado yo solo. Una vez aseado, he ido a la habitación donde cené en compañía del conde: el desayuno estaba dispuesto, se trataba de platos fríos variados y una cafetera que conservaba el café humeante, pues estaba estratégicamente colocada junto a la chimenea. Sobre la mesa, descubrí una nota, que decía:
«Debo ausentarme. No me espere. D.»
De forma que tomé asiento y gocé de una opípara comida. Seguidamente, busqué algún tipo de timbre para avisar a alguna persona del servicio; no lo encontré en ningún sitio. Está claro que esta casa tiene defectos un poco raros, que se contradecían con el ambiente de lujo y riqueza que se respiraba en ella. La cubertería de oro, trabajada artesanalmente, debía tener un gran valor. Las ropas con que estaban confeccionadas las cortinas, los sillones, el sofá y los colgantes de mi cama eran de lo más precioso que jamás había visto hasta entonces. Sin embargo, ninguna de las habitaciones tiene espejo, y tampoco en mi tocador, claro; así que he tenido que usar mi espejito de viaje para asearme esta mañana.
Después de desayunar —no sé si desayuno o cena, pues era ya muy entrada la tarde— busqué algo interesante para leer. No encontré nada en toda la habitación; ni libro ni periódico, ni siquiera algo para poder escribir unas líneas. Así que abrí otra puerta y vi con gusto una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta de enfrente pero me fue imposible; estaba cerrada con llave.
En la vieja biblioteca encontré, para mi sorpresa, gran cantidad de libros ingleses, largos estantes llenos de revistas y periódicos encuadernados. Hojeé algunos.
En el centro de la estancia había una mesa con montones de revistas y periódicos ingleses, pero todos muy antiguos. Los libros trataban muy distintas materias: historia, geografía, política, economía, educación y costumbres inglesas, entre muchos otros.
Mientras miraba con curiosidad aquellos libros, se abrió la puerta y entró el conde. Me saludó cordialmente; me manifestó que esperaba que hubiese dormido bien y prosiguió:
—Me alegro que haya encontrado la forma de entrar en esta habitación, pues estoy convencido de que aquí hay muchísimas cosas de interés para usted. Estos amigos —y puso la mano sobre unos libros— han sido buenos compañeros míos, y durante muchísimos años, desde que decidí que quería irme a vivir a su encantador país, han estado junto a mí, proporcionándome muchos momentos muy agradables. Gracias a ellos, he llegado a conocer Londres a la perfección, y conocerlo es amarlo. Ansío recorrer las concurridas calles de su inmensa ciudad, meterme en el bullicioso torbellino de las gentes que van y vienen, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes y todo aquello que les hace ser seres humanos. Pero,