Me subí a la diligencia. El cochero no había ocupado aún el pescante, pues estaba charlando con la dueña del hostal. Pronto vi que estaban hablando de mí, pues de vez en cuando se volvían para mirarme. Poco después se acercaron unos aldeanos que, se mostraron extraordinariamente interesados y se añadieron a la conversación. Todos me observaban con lástima. Yo conseguí escuchar algo, que repetían bastante a menudo. Palabras raras y de distintas nacionalidades. Haciendo ver que todo aquello no me afectaba, saqué mi diccionario políglota de la cartera y las busqué. Confieso que ninguna era demasiado animosa. Encontré ordog (Satanás), pokol (infierno), stregoica (brujo), vrolok y vlkoslak (una eslovaca y la otra serbia, ambas con el mismo significado: una especie de hombre-lobo o un vampiro.) (Nota: Debo preguntarle al conde sobre estas creencias.)
Entre todos habían construido un grupo considerable. Todos se santiguaron en dirección hacia mí. La diligencia por fin arrancó. Conseguí, después de mucho trabajo que un compañero de viaje me explicase el significado de ese gesto. Al principio se negaba a contármelo, pero cuando supo que yo era inglés me dijo que era una protección contra el mal de ojo. Aquello no me gustó debido a mi situación: iba hacia un lugar apartado al encuentro de un desconocido. Pero todas esas gentes me parecían tan bondadosas, y angustiadas, que me emocioné. Conservaré siempre esa imagen del hostal, con toda esa multitud de personajes pintorescos santiguándose bajo el paso abovedado sobre un fondo de naranjos y adelfas plantados en verdes barricas agrupadas en el centro del patio. Entonces el cochero, cuyos hiperbólicos calzones de lino cubrían todo el pescante, golpeó a los cuatro caballos con su látigo y estos, captando perfectamente la orden, emprendieron la marcha.
Perdí de vista el hotel y enseguida todos esos pensamientos fantasmagóricos desaparecieron. Aquella belleza tan agreste del paisaje me distrajo por completo. Aunque estoy casi convencido que de conocer el idioma de mis compañeros de viaje me habría costado bastante más olvidar.
Un terreno lleno de verdor se abría ante nuestras miradas. Era un campo en pendiente y cubierto de vegetación y bosques, salpicado de frondosas colinas, coronadas por grupos de árboles o granjas, con sus blanquecinos aleros mirando hacia la carretera. Brotaba por doquier exuberantes frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales, cerezos… Se podía oler la fresca hierba bajo los árboles, completamente inundada de pétalos caídos. No se percibía el final de la carretera, perdiéndose entre impresionantes pinares, que de vez en cuando descendía por las laderas como si de una gran lengua de fuego se tratase. A pesar de que el camino era pedregoso y arduo, lo atravesábamos con una prisa febril. Yo no sabía el porqué de tanta velocidad. Estaba claro que nuestro cochero deseaba llegar a Borgo Prund lo antes posible. Me enteré después de que aquella carretera, que entonces nos zarandeaba sin piedad, era excelente en verano, lo que sucedía era que no había sido reparada aún después del deshielo; de hecho era casi una costumbre, pues antaño tenían mucho cuidado de no repararlas por miedo a que los turcos no creyesen que estaban preparando alguna estrategia militar.
Después de pasar las colinas, se elevaban frente a nosotros, grandes cuestas de bosques, que llegaban hasta las más altas cimas de los Cárpatos. La diligencia se hallaba rodeada por ese paisaje bañado por el sol vespertino que lo transformaba en un hermoso manto de increíbles colores: las sombras de los pinos eran azules y púrpuras, y donde se mezclaban la piedra y la hierba de tonalidades verdes y pardas. En los Cárpatos se creaba una impresionante visión: rocas como colmillos y peñascos como dagas afiladas. Se podía observar despeñaderos que provocaban grandes fracturas en las montañas de verde manchadas. Durante el ocaso pudimos contemplar el hermoso espectáculo del agua brillante cayendo en forma de cascada.
Al doblar la falda de una colina, uno de los que viajaba conmigo me tocó el brazo, para que observara atentamente el elevado pico nevado de una montaña que parecía estar a un metro de nosotros.
—¡Mire! ¡El trono de Dios! —gritó.
Seguidamente se santiguó con gran fervor.
El sol caía cada vez más deprisa a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos por el camino zigzagueante. Casi sin atardecer nos vimos envueltos por las sombras nocturnas; gracias a lo cual la cumbre nevada tomó un bellísimo tono rosado.
Pude observar asombrado que la carretera se hallaba limitada a ambos lados por infinidad de cruces, delante de las cuales mis compañeros de viaje se santiguaban. Alguna que otra vez también vimos a algún campesino arrodillado frente a una capilla; para los cuales no existía el mundo exterior, pues ni siquiera volvían la cabeza cuando alguien se les acercaba. También nos cruzamos con algunas típicas carretas de campesinos, que regresaban de trabajar todo el día en el campo.
El anochecer se anunció con un intenso frío. Todo el paisaje se vio sumergido en una oscura nebulosidad; los árboles se apagaron, tan solo los sombríos abetos contrastaban su color con el fondo claro de las últimas nevadas. A la velocidad que iba la diligencia parecía que aquellas masas de follaje gris que salpicaban los árboles se nos fuesen a echar encima; las ramas producían un efecto particularmente lúgubre y solemne que animaba los pensamientos, y oscuras fantasías que aparecían con el anochecer, en el momento en que la puesta del sol vestía a las nubes con formas fantasmales, que parecen serpentear siempre por entre los valles de los Cárpatos. La carretera subía a veces por colinas tan empinadas que a pesar de la desesperación del cochero por llegar a su destino, los caballos no podían más que ir al paso. Mi intención era bajar de la diligencia para ir a pie, cosa que al cochero le pareció una locura.
—No, no —repitió—. Aquí no puede bajar. Este bosque está lleno de sabuesos salvajes —a continuación dijo unas palabras que seguramente formaban parte de una broma de mal gusto, a juzgar por la sonrisa que dirigió al resto de pasajeros—. Ya verá usted bastante antes de irse a dormir.
Tan solo realizó una parada para encender los faroles.
Entrada ya la noche, los nervios parecían dominar a los pasajeros, que empezaron a atosigar al cochero para que corriera más deprisa. Entonces este azotó sin compasión a los pobres caballos con su látigo, y con histéricos gritos de aliento les obligaba a hacer un esfuerzo impresionante. El nerviosismo de los pasajeros aumentó. La diligencia se balanceaba sobre sus grandes muelles de cuero como un barco en medio de un mar embravecido. Tuve que sujetarme para no caer. El camino se hizo más llano y por un momento me dio la impresión de que estábamos volando. A continuación, las montañas que teníamos a nuestro alcance parecían abalanzarse sobre la diligencia. Estábamos entrando en el Paso de Borgo. La mayoría de mis compañeros de viaje me ofrecieron regalos de todo tipo y bastante singulares, por cierto. No quise rechazarlos debido a la insistencia que pusieron, pues lo hicieron con toda su buena voluntad, con palabras amables, bendiciones y ese extraño gesto de temor que ya había visto antes en el rostro de la anciana de la puerta del hotel de Bistritz: ese signo de la cruz que protegía del mal de ojo. Luego, el cochero se inclinó hacia adelante, mientras la diligencia iba a toda velocidad y los pasajeros, impacientes, se asomaron por las ventanillas de ambos lados para escudriñar la oscuridad, esperando que ocurriera algo muy excitante. A pesar de mis continuas preguntas nadie quiso contarme nada de aquella conducta suya tan extraña para mí. Ese estado de nerviosismo generalizado duró algún tiempo hasta que al fin divisamos la parte más al este del Paso. Oscuras y amenazantes nubes se ceñían sobre nuestras cabezas, y en el aire se podía respirar una angustiosa tempestad justo en la dirección en la que íbamos nosotros; la atmósfera del camino que dejábamos atrás era totalmente distinta, estaba en calma. Miré al exterior, para intentar ver el vehículo anunciado por el conde. De un momento a otro, esperaba ver el brillo de unos faros rasgando las negruras; pero todo seguía igual. La única luz que se distinguía era la de nuestra diligencia, sobre los faroles de la cual se condensaba el vaho de nuestros fatigados caballos. Ahora podíamos ver la carretera arenosa extendiéndose ante nosotros, mas en esta