En medio de ese proceso de selección apareció Tatu Estela, ingeniero de sonido y entonces novio de su hermana mayor, que le grabó esas primeras canciones que, a la postre, darían forma a su primer disco: Azules turquesas (2004).
El álbum debut de Aristimuño era y sigue siendo ingenioso. A mediados de la primera década del siglo XXI Buenos Aires fue testigo de una eclosión de una nueva cancionística rioplatense; jóvenes cantautores como Pablo Dacal, Tomi Lebrero, Alvy Singer, Pablo Grinjot, el mismo Aristimuño y algunos mayores, como Gabo Ferro o Ariel Minimal, abordaban desde diferentes ángulos al formato canción; el interés por las músicas populares y tradicionales había sido cultivado con la misma pasión que el rock and roll dando paso a un episodio transformador de la música argentina. Bajo la misma perspectiva de una novela de formación, Azules turquesas presentaba a un autor joven que migraba a la gran ciudad envuelto de querencias y nostalgias. El quid y la sorpresa del debut de Lisandro radicaban en su atrevida exploración de sonoridades tradicionales intervenidas con ambientes electrónicos, dando forma a pequeñas piezas de filigrana pop.
Hay un detalle sustancial en el germen de ese disco: en Buenos Aires, Aristimuño halló en la computadora una herramienta definitiva. “Es como si hubiera visto una nave espacial. Yo estaba acostumbrado a buscar un batero, un bajista y un tecladista y, de repente, cuando me di cuenta de que con una computadora más bien sencilla podía hacer una especie de maqueta, también empecé a entender que, de algún modo, podía ser el productor de mis propios discos.”
La trilogía fundacional del cancionero Aristimuño la completan Ese asunto de la ventana (2005) y 39º (2007). Ambos discos dan cuenta de la expansión del universo sonoro de Lisandro y de su crecimiento como escritor de canciones, a la vez que finalizan el relato primigenio de su autor y, también, su relación con Los Años Luz. Su creador analiza esa unidad conceptual desde un frente lírico: “Escribía lo que me estaba ocurriendo, la llegada de alguien de la Patagonia a la ciudad; con Azules turquesas quise definir un poco de dónde venía, porque es un disco muy de paisajes, luego con Ese asunto de la ventana me agarró una especie de fobia de la ciudad, me costaba mucho vivir acá, y después 39º habla de lo que significa vivir en una ciudad y cómo todo cambia repentinamente. Al día de hoy los escucho y es como agarrar algo que escribí como diario íntimo y que de repente se hicieron disco y se hicieron públicos.” Y también tiene una explicación desde lo sonoro: “En Viedma no tenía computadora; cuando me vine a Buenos Aires, mi primo Carli (Aristide) que es mi guitarrista, tenía computadora en su casa y ahí es donde yo encontré la manera de poder mezclar mi guitarra criolla que me traje de la Patagonia con la electrónica y la cosa de ciudad. Carli empezaba a usar programas para hacer música y él me medio enseñó cómo se podía programar una batería o un teclado, y se dio esa unión, como volviendo a lo que te decía antes: la mezcla del agua de Río Negro y el Atlántico.”
Desnudar la canción
La obra cancionística de Aristimuño se caracteriza por las atmósferas que envuelven a cada disco y cada canción. Eso, probablemente, sea fruto de su afición por el cine. Clásicos como Amadeus –por la que siente fascinación–, París, Texas, El padrino, Tiempos modernos, la filmografía esencial de Allen y Scorsese y piezas de culto como Bailarina en la oscuridad, Petróleo sangriento, El gran pez, Laberinto, Volver al futuro o Las trillizas de Belleville son una señal clara del efecto que el sonido del cine tiene en Lisandro a la hora de grabar un disco. “Lo que básicamente me encanta de las películas es la música, las bandas sonoras. Lo que más me emociona son esas partes donde la música está realmente bien puesta. Me fijo mucho en el ambiente que hay, no sólo en la parte musical, sino también en los detalles, eso me envuelve, me hace vibrar. Y eso lo aplico a mi música: poder crear la atmósfera primero desde algún sonido. Te podría decir que mis canciones nacen de afuera hacia adentro. Me gusta mucho la idea de hacer todo lo que va detrás de eso, todo lo que no se ve. Es como si, de algún modo, yo fuera el director de la película. Entonces se me hace mucho más fácil poder transmitir lo que quiero que hagan los músicos, mi banda o incluso los invitados.”
Entre las colaboraciones que acumula a lo largo de su carrera se destacan Fito Páez, Kevin Johansen, Ricardo Mollo, el español Quique González, en quien vio una figura paterna para su canción “Otra canción de cuna”; Nekro, de Boom Boom Kid, a quien convocó por su espíritu punk para que lo acompañe en esa denuncia folk que es “How long”, o la entrerriana Liliana Herrero, como la compañera ideal para “El plástico de tu perfume”, una canción que retrata a una pareja de esposos ya mayores. Justamente, con Liliana Herrero –figura basal del folclore argentino contemporáneo– ha establecido una de sus relaciones artísticas y afectivas más fuertes; en el año 2014 produjo para ella el álbum Maldigo. “Liliana es como si fuera una tía, es alguien que cuando tengo alguna duda, te diría hasta personal o ideológica, siempre la llamo y le pregunto qué opina. Tenemos formas muy similares de ver la vida; es una artista muy moderna y tiene muy claro lo que significa hacer arte en la Argentina, entonces las conversaciones con ella me ayudan mucho a pensar y a canalizar cómo se puede transmitir de una manera digna y bonita algo artístico.”
Cuando Herrero le propuso a Aristimuño que la produjera le planteó un reto. “Imaginate la cabeza que tiene ella, que cuando me convocó me dijo: «Li, quiero sonar como Radiohead, me encantaría fusionar todo lo que vos tenés de electrónica y todo eso, con el folclore y con mi voz, quiero jugar con eso y creo que sos la persona indicada para poderme ayudar a sonar así». Lo que pasó después fue increíble porque, en realidad, los arreglos que más Radiohead se escuchan en el disco los hizo ella y yo fui el más folclórico. Fue algo muy raro, en algún punto ella era la joven y yo el viejo.”
Liliana Herrero no es la única artista consagrada que lo ha convocado como productor. Otro caso reciente es Fabiana Cantilo, con quien trabajó en la creación de Superamor (2015), un álbum que le devolvió a Cantilo el lustre de compositora. Pero también contemporáneos suyos le han encargado esa misma labor, como Tomás Lebrero, Mariana Baraj, Martín Bruhn o su hermano, Tomás Aristimuño. Para cumplir las expectativas de cada artista Lisandro tiene claro cuál es su papel en cada caso: “Hay una diferencia muy grande, ahí uno sale de su traje, de su ego, y se involucra con el ego del otro. Cuando uno trabaja para el disco de otro tiene que escucharlo, ver qué quiere transmitir, hacia dónde quiere ir y ayudarlo desde ese lugar”. Pero eso no es todo, para Lisandro no es suficiente sumarse como coproductor, en ocasiones también ha ido más allá y ha editado los discos de sus colegas. Viento Azul, el sello independiente y autogestionado –conceptos esenciales en su ideario– que creó para poder editar sus propios discos y que estrenó al editar su álbum doble Las crónicas del viento (2009), también sirve de plataforma para otros, como en su momento hiciera con el programa de radio Ese asunto suena raro que realizó entre 2008 y 2011. Además de la posibilidad de cumplir un sueño y editar en vinilo el consagrado Mundo anfibio (2012), también asoma otro proyecto que, indirectamente, revela el nervio del que está hecho. “Existe la posibilidad de editar un disco del uruguayo Gustavo Pena (1955–2004), El Príncipe. Es un recital que dio en la Sala Zitarrosa de Montevideo y que me influenció mucho. Es un artista del carajo y no se le dio demasiada bola acá en Argentina, entonces me gusta la idea de poder mostrar ese concierto y poder difundir su música, que también me hizo a mí. Ojalá que el disco se venda; siempre intento seguir produciendo y editando cosas mientras pueda, porque también es autogestión e implica un dinero.”
Para el primer semestre