Un movimiento musical necesita sus periodistas, los testigos de lo que los grupos nuevos están haciendo. Para nosotros, Café Tacvba, fueron Rogelio Villarreal y Mongo, quienes publicaban una revista underground llamada La Pus moderna. En esa revista aparecimos los grupos nuevos: Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, Café de Nadie, Santa Sabina. Gracias a Rogelio y Mongo tocamos en el Bar 9, el lugar en donde se escuchaba la mejor música de la ciudad, donde la vanguardia estaba sucediendo. Fue un impulso invaluable para nuestro grupo.
Pero así como tuvimos a quienes nos apoyaban en un principio, también tuvimos detractores. Aún los tenemos. Muchas veces me encabroné al punto de querer golpearlos por algo “malo” que habían escrito sobre nosotros. Con el tiempo aprendí que todo era válido, una opinión más sobre tu quehacer artístico. Como dice el “Dude” en The Big Lebowsky: “Its your opinion, man”.
Con el tiempo he ido jugando a ser un periodista musical. Digo jugando porque me doy cuenta de que no tengo ese afán incansable de buscar y descubrir música nueva para compartirla con mis lectores. Escribo de lo que me gusta. Pero eso, lo sé bien, no me hace periodista.
El periodista musical es aquel que indaga, escucha los discos nuevos una y otra vez con atención, la banda del barrio, aquel artista desconocido por todos; investiga en el pasado, en el presente, y sabe lo que vendrá en el futuro. Y lo más importante: nos lo muestra a todos los demás, nos lo comparte.
La mayoría lo hacía aún antes de que le pagaran por ello, y muchos no reciben la remuneración justa por ese arduo trabajo. Pero tengo la sospecha de que lo seguirían haciendo gratis. Es una pasión.
Espero que algún día todos esos transmisores de la música, invisibles muchas veces, que no se suben a un escenario, reciban el aplauso que se merecen.
Desde aquí les doy las gracias, les aplaudo y les hago una reverencia.
© Andrés Wolf
UMBERTO PÉREZ
Todos los días en el trayecto que va desde el barrio Chacarita, en donde se ubica su residencia, hasta Parque Chas, aquel barrio de forma circular que inmortalizara Bioy Casares en la novela Dormir al sol, Lisandro Aristimuño se acompaña de la voz de Nina Simone mientras conduce para llegar a las oficinas de Viento Azul, su productora, en donde también tiene su estudio de grabación. Transcurren los últimos días de enero de 2016 y después de varios intentos de establecer una conversación fluida, que se vio impedida por los cortes de luz veraniegos de la ciudad de Buenos Aires y la pésima señal de banda ancha que hay en el balneario uruguayo de Portezuelo, en donde acaba de presentar un show inédito junto al uruguayo Martín Buscaglia durante tres noches seguidas, la tecnología por fin se pone a nuestro favor: hay línea directa y clara entre Parque Chas y el popular barrio Fontibón, en Bogotá. La tercera es la vencida.
Aunque durante muchos años Aristimuño y Buscaglia formaron parte del sello porteño Los Años Luz –que editó los tres álbumes iniciales del primero y edita los discos del segundo en Argentina– jamás habían tocado juntos y apenas se reconocían. Así que la invitación a compartir tarima en simultáneo, en Portezuelo, fue la excusa perfecta para reunir a dos de los creadores de canciones más inquietos y particulares del continente en el último milenio. “Estoy agotado pero fue increíble”, dice. “Imaginate lo intenso que fue, porque nos conocimos y arrancamos a ver cómo nos llevábamos tocando. Había mucho nervio. Estuvimos charlando bastante, hicimos una sobremesa extensa en donde nos dijimos las cosas que habíamos escuchado del otro, cada uno había hecho una lista de las canciones que más le gustaban del otro para ver en dónde podíamos sonar bien juntos, y con qué instrumentos, porque los dos somos medio multiinstrumentistas. Así que fue un intercambio de palabra y de trabajo práctico, lo pusimos en acción ese mismo día, después de comer nos fuimos a ensayar desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche. Y fueron tres días así.”
Viento sur, ese que nace del río
Intensa, así podría describirse la vida de Lisandro Aristimuño Lehner desde que llegó a Buenos Aires detrás de un amor –porque también es una historia de amor–, a finales de 2001 en plena crisis política y económica, con apenas 23 años. “Cuando yo llegué Fernando de la Rúa se estaba yendo en helicóptero de la Casa de Gobierno, así que imaginate cómo estaba todo en Buenos Aires.”
Pero antes de la intensidad que le impondría la vida revuelta de la Capital, Aristimuño creció en medio de la tranquilidad bucólica de Viedma –capital de la provincia de Río Negro, en la Patagonia– combinada con el sopor mismo de un lugar que no le ofrecía nada. “Viedma es un lugar que tiene río y tiene mar, tiene las dos cosas, ahí desemboca el Río Negro que es el río que viene del norte y justo se junta con el mar. Así que hay una energía muy poderosa, porque se junta el agua dulce con el agua salada, eso me parece una característica fuerte. Pero es una ciudad bastante desierta en cuanto a la cosa artística. Es una ciudad esencialmente administrativa: se trabaja mucho a la mañana y después a la tarde siempre hace la siesta, como un reglamento. La vida nocturna casi no existe.”
Lisandro creció viendo trabajar a sus padres; papá, director de teatro, músico y arquitecto, y mamá, actriz. Entre sus primeros recuerdos musicales se encuentra una discoteca enorme de casetes de música latinoamericana y música ambiental que su padre usaba para musicalizar las obras que dirigía. Violeta Parra, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Peter Gabriel, Philip Glass, Rubén Blades, Rubén Rada y Eduardo Mateo, entre tantos. “Toda esa música le fascinaba a mi viejo y yo también me hice fan de todo eso. Me acuerdo de estar en el living, con la música sonando fuerte, y casi nadie hablaba pero bailábamos o cantábamos. O de mi vieja cantando mientras cocinaba, y yo escuchándola desde mi pieza, o sea que la música también se tomaba toda la casa.”
Después llegó el deseo de tocar, y aprendió solo o casi, aprendió de la mano del rock argentino, o como allá lo llaman: el rock nacional. A los quince años Lisandro integró Marca Registrada, una banda de versiones, y unos años más tarde, con La Bisogna recorrió todos los casinos de la Patagonia interpretando canciones de Virus, Los Abuelos de la Nada y Soda Stereo, entre otros. “Esa fue mi escuela. Como soy autodidacta, sacar canciones de otro me sirvió para aprender a tocar la guitarra, a cantar y a armar un grupo. O sea, tener que sacar los mismos sonidos de la guitarra, de la batería y cantar en el registro de Cerati, Moura o Miguel Abuelo, te da una técnica bastante amplia. Yo siempre lo recuerdo con mucho cariño, porque a mis quince años arranqué cantando todo eso y empecé a entender cómo hacían estos genios para ensamblar todo. Ahí arranco mi oficio y mi manera de entender que la música también puede ser un trabajo.”
A la vez que Lisandro cantaba a Luis Alberto Spinetta o a Charly García, también empezaba a escribir sus propias canciones como un recurso emocional. “Las primeras canciones que escribí fue porque estaba enamorado, pensado que estaba haciendo cartas de amor; sabía que era un plus, me parecía linda forma de transmitir un mensaje desde el corazón hacia algo o alguien que amaba y ahí arranqué, esa fue la primera forma de poder transmitirle amor a alguien.” Quien recibía esas primerísimas cartas sonoras que escribía el joven Aristimuño es Luz, su esposa y madre de Azul, la hija de ambos. Junto a Lisandro, Luz es la responsable de esta historia de amor. Ella fue el motivo principal por el cual abandonó Viedma para siempre y ella fue la que lo animó a grabar esas canciones que acumulaba en sus cuadernos.