Hugo expone correctamente la doctrina cristológica, rebatiendo la cuestión del nihilismo cristológico abelardiano. «Él mismo es hombre y Dios. ¿Qué es el hombre? Si preguntas por la naturaleza: cuerpo y alma. […] Si buscas la persona, es Dios»43. El cuerpo y el alma están unidos, de modo que cuando Cristo muere en la cruz, el alma se separa del cuerpo: «recessit anima, et mortua est caro» (se separó el alma y murió la carne)44. Se separan, aunque cada uno por su cuenta (cuerpo y alma) mantienen la unión hipostática. La resurrección será, por consiguiente, el «regreso» del alma de Cristo a su cuerpo de Cristo, para volverlo a informar.
También resulta interesante su eclesiología. «La Iglesia santa es el cuerpo de Cristo, vivificada, unida en una fe y santificada por el Espíritu, que es uno»45. Esta Iglesia, que es la multitud de los fieles, o sea, la universalidad de los cristianos, está constituida por dos órdenes, los laicos y los clérigos, que suponen como los dos lados del cuerpo. A los fieles laicos cristianos les ha sido concedido poseer las cosas terrenas; a los clérigos, ocuparse de las cosas espirituales46. En términos modernos, podríamos decir, sin incurrir en un anacronismo excesivo, que Hugo intuyó la unidad orgánica de sacerdocio y laicado en la unidad de la Iglesia, cada uno con funciones propias y específicas.
El De sacramentis tuvo, además, una gran influencia en la elaboración teológica posterior, porque sentó las bases para una sacramentología correcta que sería desarrollada por Pedro Lombardo y por los teólogos académicos del siglo XIII. Es preciso reconocer que, después de las intuiciones de san Agustín, que había definido el sacramento como un «signo constituido por cosas y palabras», ese concepto se embarulló a partir de las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, para quien sacramento derivaría etimológicamente de «cosa sagrada». Así entendido, sería sacramento cualquier realidad que de una forma u otra significase misterios sagrados. Por eso el alto medievo llegó a establecer listas de sacramentos que en algunos casos llegaron a la veintena, incluyendo en tales relaciones, además de los siete sacramentos instituidos por Cristo, otros muchos ritos sagrados, como la unción de los príncipes (particularmente del emperador), la consagración de los abades, la profesión de las monjas, la dedicación de las iglesias, la ceremonia de la imposición de las cenizas en la Cuaresma, etc.
Hugo de San Víctor recuperó la noción agustiniana de sacramento como signo: «sacramentum est sacræ rei signum» (sacramento es signo de una realidad sagrada); y añadió que, como signo, el sacramento es un elemento corporal, perceptible por los sentidos, que representa por semejanza, significa por institución y, por la santificación recibida, contiene la gracia espiritual e invisible47. Es preciso destacar que al hablar del signo sacramental como continente de la gracia, estableció una noción quizá excesivamente material del sacramento, como si el signo sacramental fuese un recipiente. A pesar de ello, abrió las puertas de la teología al tema de la causalidad sacramental, que sería posteriormente desarrollado en el siglo XIII, al entender que, por institución divina, el signo sacramental causa él mismo la gracia, y que no se limita a disponer o preparar a recibir la gracia. También distinguió entre sacramentos mayores y sacramentos menores, y de esta forma separó los siete sacramentos en sentido estricto, instituidos por Cristo, de aquellos signos instituidos por la Iglesia y que no son sacramentos en sentido propio, sino sólo sacramentales.
En De sacramentis, Hugo de San Víctor ofrece asimismo un amplio tratado acerca de la Sagrada Escritura: qué es la Escritura y en qué se diferencia de los escritos de los Padres; qué es la inspiración, quiénes son los hagiógrafos y cuáles los libros inspirados o canónicos. Distinguió los tres géneros literarios de la Biblia (histórico, alegórico y tropológico); destacó las propiedades de la Escritura, especialmente la inerrancia; señaló las reglas de una sana exégesis escriturística; etc. Sobre este tema volvió repetidamente, por ejemplo, en el libro cuarto de su Eruditionis didascalicæ libri septem y en su De scripturis et scriptoribus sacris.
B) LA «SUMMA SENTENTIARUM»
Poco después de la muerte de Hugo, un autor anónimo (que algunos han identificado con Odón de Lucca, obispo de esta ciudad italiana entre 1138-1146) escribió una extraordinaria síntesis teológica, que se conoce como Summa Sententiarum48. Es preciso reconocer que la influencia de Hugo es patente. Por ello ha sido adscrita con toda seguridad al círculo victorino. Pero, como Joseph de Ghellinck destacó en su día, el estilo breve e incisivo la emparentan también con el círculo aberlardiano y laoniano. En todo caso, la sistemática de la Summa Sententiarum difiere del De sacramentis christianæ fidei de Hugo. Está además inconclusa, faltándole los tratados acerca del matrimonio, el orden sacerdotal y los novísimos, que fueron añadidos después a muchos manuscritos, por otros autores medievales. Los medievalistas suelen fecharla con anterioridad a la gran síntesis de Pedro Lombardo, de la que hablaremos seguidamente.
La Summa Sententiarum abandona la sistematización more histórico. Está dividida en siete tratados, según la edición de Jean-Paul Migne, que la incluye entre las obras de Hugo: el primero, dedicado a la Santísima Trinidad y a la Encarnación; el segundo, a la creación considerada en general y a los ángeles; el tercero, a la creación en particular (el hexamerón) y a la creación del hombre y su caída; el cuarto, a los sacramentos y al decálogo mosaico; el quinto, al bautismo; el sexto, a la confirmación, penitencia, Eucaristía y extrema unción o unción de enfermos; el séptimo al matrimonio (de otra mano, como se ha dicho).
C) RICARDO DE SAN VÍCTOR
Otro gran teólogo de San Víctor fue el escocés Ricardo de San Víctor (†1173). Ha pasado a la historia por tres tratados. El primero sobre la Santísima Trinidad, titulado De Trinitate49, dividido en seis libros, que constituye como el paso intermedio entre el armonioso De Trinitate de san Agustín, y la síntesis que elaborará posteriormente santo Tomás de Aquino en la segunda mitad del siglo XIII. Así, pues, para conocer la evolución técnica de la trinitología conviene tomar en cuenta estos tres eslabones de una cadena que va de comienzos del siglo V a mediados del siglo XIII. Sin olvidar, obviamente, el tratado un poco anterior de san Hilario de Poitiers (†367).
La estructura del De Trinitate de Ricardo es muy curiosa. Se abre con un prólogo y un capítulo primero que sientan las bases gnoseológicas y metodológicas. Ante todo, se compara el ascenso de la mente hasta el conocimiento de los misterios sublimes de la divinidad con la Ascensión de Jesucristo a los cielos, después de la Resurrección. Pero con una diferencia: Cristo ascendió corporalmente y nosotros ascendemos intencionalmente. Tal ascenso intelectual tiene tres momentos: partiendo de la concepción simbólica del cosmos, el intelecto se convence de que todos y cada uno de los elementos del universo son símbolos o representaciones de la divinidad; después medita intuitivamente sobre la naturaleza, descubriendo lo divino oculto en ella y, de este modo, sube por una escala, peldaño a peldaño, elevándose hacia lo alto; finalmente termina en la cúspide, que es la contemplación intelectual de los misterios divinos. Por ello, no hay oposición entre razón y fe. Cuando parezca que los misterios son contrarios a la razón, profundicemos en los argumentos racionales y comprobaremos que la razón nunca se opone a la fe.
En este punto Ricardo formula una máxima que conviene retener:
No nos conformemos con la noticia de las cosas eternas que tenemos por la fe; aprehendamos también la noticia que tenemos por la inteligencia, si acaso todavía no hemos alcanzado la noticia experiencial [es decir, el conocimiento místico].
Considera, en definitiva, que la fe se alimenta con el conocimiento intelectual o de la razón raciocinante, para alcanzar al final el conocimiento experiencial o místico. Dicho en otros términos: Ricardo consideró que la ciencia teológica (y de algún modo también la filosofía) constituye un momento interior del desarrollo de la fe.
En el prólogo del