El siglo XIII, repensando las críticas de Abelardo a Guillermo de Champeaux, alcanzó una síntesis más equilibrada, señalando que el universal es «unum in multis et de multis», o sea, algo que se dice de muchos (vertiente lógica), pero que está realmente en muchas cosas (vertiente óntica o extramental); en definitiva, que el universal se dice propiamente de muchos, porque esas cosas así denominadas son en la realidad de un modo determinado que justifica que de ellas se predique de verdad, y no arbitrariamente, el mismo universal. Por ejemplo: se dice la noción «perro» de todos los perros, porque el concepto «perro» expresa algo común y real en todos ellos y sólo en ellos.
B) TRINITOLOGÍA Y CRISTOLOGÍA
La cuestión de los universales incidió directamente en el tratado sobre la Santísima Trinidad. Abelardo había sido discípulo de Roscelino de Compiègne en Locmenach, cerca de Vannes (Bretaña), antes de viajar a París y disputar con Guillermo de Champeaux. Como ya se ha dicho, aunque criticó el hiperrealismo (como antes también lo había hecho Roscelino), subrayando el aspecto lógico de los universales, a la vez detectó que los universales tienen algún fundamento en la realidad. Denominó «estado» a esa realidad común a todas las cosas, de las cuales se predica una misma idea universal. Sin embargo, no supo concretar qué era el «estado» y, por ello, algunos coetáneos lo encasillaron en el grupo de los «nominalistas».
En todo caso, y desde la perspectiva abelardiana, predicar la divinidad de cada Persona (el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios) no es mera convención y nuda arbitrariedad —como había pretendido Roscelino29—, sino señalar que las tres Personas tienen el mismo «estado» o condición. El avance con respecto a Roscelino era importante, porque la unidad de la esencia divina ya no sería sólo la unidad moral de tres. Pero no despejó las ambigüedades, porque no aclaró, al menos en su opúsculo De unitate et trinitate divina (1119), qué es exactamente el «estado».
Aunque otorgó realidad extramental a la esencia divina, Abelardo temía la «cuaternidad», tan criticada por Roscelino (tres personas y una esencia). Por eso, situó la unidad del «estado» entre el mundo lógico y la realidad extramental, participando de ambas orillas, sin identificarse plenamente con ninguna de las dos. La inconcreción lo abocó a algunas imprecisiones, advertidas por san Bernardo. Lo arrastró, por ejemplo, hacia una doctrina de corte sabeliano30. A veces, en efecto, parece expresar que las personas no son algo substantivo o subsistente, si así se puede hablar, sino aspectos o manifestaciones de la única esencia divina. Esto es lo que se condenó en un Sínodo de Soissons, celebrado en 112131. Posteriormente retomó los temas trinitarios, apartándose de su primer conceptualismo, sobre todo en dos opúsculos titulados Introductio ad theologiam y Theologia christiana32.
Quizá influido también por el conceptualismo, planteó mal la «comunicación de idiomas»33. Acertó al señalar que los nombres absolutos y esenciales, como «potencia» y «sabiduría», pueden predicarse de las Personas divinas («el Padre es omnipotente», «el Hijo es omnisciente»). No advirtió, en cambio, que los nombres abstractos, referidos a cualidades esenciales, sólo se predican propiamente de la esencia divina (y no de las Personas), de modo que no hay tres omnipotentes, ni tres eternos, ni tres sabios, ni, en definitiva, tres divinidades o tres dioses, sino un solo Dios, aunque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios34.
Son asimismo dignas de consideración algunas tesis cristológicas abelardianas. Como en el caso de la Trinidad, también en cristología pagó el precio de trabajar con un instrumental filosófico inadecuado. Abelardo parte del principio de que toda naturaleza humana perfecta y acabada es eo ipso persona humana. Un hombre vivo, es decir, que tiene cuerpo y alma unidos orgánicamente, es un individuo acabado de la naturaleza humana y, por ello, es siempre una persona humana. En consecuencia, y según Abelardo, en Cristo no pudieron estar unidos el cuerpo y el alma, porque la unión de ambos habría producido de inmediato una persona humana, lo cual nos conduciría al error de Nestorio35. Por ello, Abelardo afirmó que Cristo tuvo, en cuanto hombre, un cuerpo verdadero y perfecto, y un alma verdadera y perfecta; pero no unidos entre sí, sino asumidos hipostáticamente, cada uno por separado, por la segunda persona de la Santísima Trinidad. Tal doctrina cristológica, que es errónea, recibe el nombre de nihilismo cristológico. Se llama nihilismo, porque, a la pregunta: ¿qué es Cristo en cuanto hombre?, la respuesta sería que, en cuanto hombre, no es nada, aunque tenga naturaleza humana completa (Lluch Baixauli, vid Bibliografía).
C) TEOLOGÍA MORAL
Muy polémicas fueron las tesis éticas de Abelardo, y de ellas se ocupó también san Bernardo, para criticarlas. En efecto, al estudiar la naturaleza del pecado Abelardo concluyó que el pecado, en cuanto tal, no es nada, pues pertenece más bien al no-ser (privación de bien) que al ser. Por otra parte, el vicio es sólo una inclinación al pecado y no es, de suyo, necesariamente pecado, puesto que se le puede resistir, en cuyo caso el vicio se transforma en ocasión de mérito. Estima, además, que la acción imperada por una buena intención es siempre buena, mientras que la acción resultado de una mala intención es siempre mala; pero puede ocurrir que una buena intención, seguida de una acción buena, produzca un resultado malo, es decir, una obra mala.
En consecuencia, para Abelardo lo decisivo en la calificación moral no es la obra hecha (opus operatum), ni principalmente la acción u operación (operatio), sino sobre todo la intención del agente (finis operantis). Es, pues, preciso centrarse en la intención y, luego, en la acción. En definitiva, hay que distinguir entre intención, acción y obra resultante; y no puede fundamentarse la moralidad sólo en el resultado de la acción, sino que es preciso tomar en cuenta muy en particular la intención del agente. Por esta vía, Abelardo afirmó indebidamente que la moralidad del acto se identifica, en última instancia, con la intención o fin del agente.
Un sínodo reunido en Sens (1140 ó 1141) resumió los puntos de vista de Abelardo en una proposición: «ni la obra hecha, ni la voluntad de esa obra, ni la concupiscencia, ni la delectación excitada por la concupiscencia, constituyen pecado» si la intención es recta36. Esta tesis fue condenada juntamente con sus puntos de vista sobre la comunicación de idiomas.
Es innegable que el giro abelardiano hacia la subjetividad enriqueció la teología moral medieval, aunque exageró la solución por su unilateralidad. Los autores posteriores armonizarían los dos aspectos (el objetivo y el subjetivo), y reconocerían que tanto la obra hecha, como la operación misma y la intención intervienen en la calificación moral del acto, aunque de diversa forma. La cuestión era establecer la verdadera jerarquización de estos principios de la moralidad. La escolástica reivindicó que la primera y más fundamental fuente de moralidad es la misma obra hecha, es decir, el opus operatum.
D) EL MÉTODO ESCOLÁSTICO
Abelardo ha pasado también a la manualística por otros dos temas. El primero, por haber sido el inventor, o por lo menos el sistematizador, del método escolástico en su obra Sic et non37. Había aprendido, en la escuela de Laón, a manejar las sententiæ patrum. Allí el maestro Anselmo le había enseñado que es preciso recoger en florilegios las afirmaciones más relevantes de la tradición patrística, y contrastarlas entre sí para intentar descubrir la verdad escondida detrás de aparentes contradicciones. Esto es justamente lo que Abelardo va a hacer en la obra Sic et non. En el prólogo ofrece el esquema del método: primero, aquello que parece afirmar la proposición, el artículo de la fe; segundo, lo que parece negarlo; y, en tercer lugar, la solución a la aparente antinomia.