–Me agradan, pero... –vaciló un poco, girando despacio la mano sobre una llama–, no lo sé. Cuándo estoy con ellos, me siento sola. Son buenos conmigo, siempre me ayudan en todo, pero no entienden ni la mitad de las cosas que digo. Son un poco... t-tontos.
En eso coincidían. Por alguna razón Lennox era la más lista, la más eficiente y la que más solía expresar sentimientos de toda la camada. Su razonamiento, similar al de un ser humano, podía llevarla a extremos desagradables. Él también era así, y es que a fin de cuentas la materia mágica para crearlos era su propia sangre. El misterio de su personalidad aún no estaba resuelto, pero sospechaba una herencia. La misma materia orgánica, las mismas palabras, la misma energía impresa, el mismo horno. Ella fue la última en nacer y la mejor de todos.
–¿Usted recuerda su infancia, señor? –le preguntó, volviendo sus ojos oscuros hacia su amo, el reflejo de la luz los hizo verse llenos de lágrimas. A continuación dejó las llamas tranquilas para colocar unos leños en la base, luego atizó el fuego con calma.
Dylen volvió a la pipa, el tabaco ya comenzaba a quemarse más de la cuenta y le dejó un sabor amargo– Muy poco –dijo después de reflexionar–. Lo que recuerdo es a mi padre regañando a mi hermana menor. Todo siempre giraba en torno a sus peleas. Elwinda era el peor ser humano en toda la tierra, jamás se comportaba –ladeó un poco la cabeza con la vista clavada en la alfombra–. También recuerdo a mi abuela decorando los pasteles para poner a la venta. El aroma a canela que despedían sus manos. Su sonrisa siempre me daba tranquilidad. La manera en la que me explicaba cómo hacer tal o cuál pastel... la verdad era que en ese entonces no me importaban los pasteles, pero de todos modos la escuchaba. Pasaba mucho tiempo a su lado –hasta ese momento no se había percatado de cómo le afectaba hablar acerca de ella. Su recuerdo era más abrumador que el de su madre–. También estaba el gato –ambos rieron–. Uno anaranjado a rayas, dormía sobre el escritorio de mi padre mientras él trabajaba en los libros de contabilidad.
–Yo recuerdo las tormentas –dijo ella tras un silencio–. Recuerdo cuánto me aterrorizaban. Jamás había sentido tanto miedo, la manera en la que las paredes temblaban, cómo se iluminaba el cielo, ¿Recuerda cuándo el rayo alcanzó el árbol frente a la casa?
–Claro, jamás lo olvidaría –vació el contenido de la pipa de un golpe. Las cenizas fueron a parar a un cuenco de metal a un lado de la butaca–. Solía abandonar la comodidad de mi cama, ir a buscarte para que dejaras de llorar y traerte aquí para intentar que te durmieras. A veces lo lograba, a veces me quedaba dormido antes de que ocurriera el milagro.
–Recuerdo sus caricias en mi cabello, eran lo único que me tranquilizaba –titubeó un poco en busca de las palabras correctas para continuar–, ¿Podría ser... podría usted...?
–Ya estás grande para esas cosas, Lennox, ¿Te quedaste por esa tontería? –ya era tarde. Hacía bastante tiempo que ya tenía puesta la ropa de dormir y los párpados le pesaban. Se dejó caer sobre la cama sin siquiera apartar las mantas, gracias a los leños que ella había colocado la habitación estaba caldeada. Su pequeña silueta recortada contra el fuego lo enterneció, había crecido rápido pero no había ganado tanta altura como sus hermanos. Se veía como una adolescente de unos dieciséis años, quizá un poco más.
Suspiró, a fin de cuentas un pequeño capricho no era nada. Palmeó el colchón como solía hacerle cuándo era una niña, ella enseguida se puso de pie para ir con él. El cuerpo de los Sanguine de fuego era cálido, la simple cercanía hacía sudar la piel. Se quedaron en silencio, escuchando el sonido del viento, el crepitar del fuego, el ulular de algún que otro búho proveniente del árbol frente a la ventana. Lennox olía a vainilla, a chocolate, a todos los aromas de la panadería. La suavidad de su cabello le hizo volver atrás en el tiempo, a épocas más felices, cuándo aún tenía todas sus cartas apostadas por el cambio.
Siguió acariciándole el cabello durante mucho tiempo. Ella estaba relajada, confiaba en él, era su creación y lo respetaba. Cuando escuchó su respiración tranquila, se detuvo. Se había quedado dormida demasiado rápido. A continuación contempló su rostro, Lennox era la misma de siempre, con ese rictus eterno en la ceja izquierda. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros, liso y brillante, algunas hebras rebeldes se le alborotaban en la zona de la coronilla dándole una apariencia simpática. Su piel era blanca como la leche, pero en épocas más cálidas, adquiría un tono rosado muy sutil. Era preciosa, perfecta, una criatura hecha con su magia.
Como todo integrante de su familia, él había nacido en la senda de la magia oscura, pero hasta el momento de crear a sus muchachos jamás había utilizado sus poderes. La única razón por la cual su padre no lo había desheredado después de manifestar su decisión, era por Elwinda. Su hermana, el peor de sus fantasmas, ¿Valía la pena arruinar el momento con ese tipo de pensamientos? Cerró los ojos y se relajó hasta que él también poco a poco se deslizó hacia el mundo de los sueños. Sin pesadillas, sin terrores nocturnos, sin sombras que lo atormentaran.
El fuego ardió en la chimenea cubriendo con su resplandor la superficie de la alfombra, los muebles, las mantas, incluso el marco del espejo situado frente a la cama, a través del cual una figura oscura los observaba en silencio.
III
–¿Las tienes? –la voz tosca fue absorbida por las paredes de la bodega, el lugar perfecto para sus encuentros.
–Sí, las tengo –respondió Kenneth–. ¿Sabes? Sé que mi trabajo es no meter las narices donde no me llaman, pero te advierto que estas gemas están malditas. Me causaron muchos problemas. Pienso que primero deberías quitarles lo malo...
–No necesito tus consejos. Sé muy bien qué hacer.
El tono se volvió más hostil y Kenneth temió que volviera a enfadarse. Sin embargo el asunto terminó allí, recibió una bolsa de monedas enorme, más de lo acordado. Como buen comerciante calló al respecto y le entregó un cofre mediano de madera, en la tapa aparecían talladas tres calaveras humanas. El objeto pesaba tanto que deshacerse de él supuso un alivio–No acepto reclamos –le advirtió después de que guardara el cofre en un saco de tela. Al colgarse la bolsa al cinturón, el dinero tintineó dentro. Le alcanzaría para cubrir todos los gastos de reparación que las gemas le habían provocado, incluso sobraría para algo más. Vender objetos por encargo tenía sus ventajas, aunque también existían muchos problemas de por medio–. Si necesitas otra cosa, me dices. Ya sabes dónde encontrarme –sonrió cuándo su cliente se echó la capucha sobre la cabeza, eso significaba «asunto terminado»–. Oye, Jace –le llamó antes de que se fuera. El hombre volteó a verlo con impaciencia. Esos ojos... le recorrió un escalofrío. Jace era uno de esos clientes que siempre pagaba una suma exorbitante de dinero por artículos oscuros que a saber para qué utilizaba. Como su trabajo era recibir el dinero y callar, no le importaba demasiado–. Ve con cuidado –esperó a que se retirara para sacar una moneda de la bolsa y subir las escaleras hacia la parte iluminada de la taberna. La paga mensual en oro le daba acceso a la bodega, donde se podía negociar lejos de los ojos de las autoridades. La misma tenía una salida que daba a un callejón oculto. Lugares como aquellos escaseaban en un pueblo lleno de cotillas, ¡Vamos! Que ni siquiera se podía respirar sin que alguien estuviera viendo.
Las circunstancias lo habían llevado a ser lo que era: un traficante de mercancías mágicas. Un trabajo tan excitante como peligroso. Pese a los riesgos las ganancias eran buenas, además se adquiría experiencia como mago. Sus consejos eran los mejores. Gracias al dinero por pieza vendida podía vivir con holgura y darse los gustos que quería. Sus únicas preocupaciones eran evitar la mano dura de la ley y los clientes problemáticos, afortunadamente estos últimos escaseaban.
Desde la taberna hasta su casa había un trecho corto. Vivía junto a los muelles, donde los barcos mercantes cargaban y descargaban mercancías. Por supuesto era una estrategia fríamente calculada para ingresar mercancía a su depósito durante las noches sin luna. Cuando se trataba de negocios nada quedaba al azar. Los cabos sueltos existían en otros aspectos de su vida, pero jamás en el tráfico de objetos mágicos.
Al