La muchacha se animó un poco.
—Esto, sin embargo, no resuelve el problema de cómo las vamos a distinguir —dijo el Clavo—. Se parecen como dos gotas de agua. Incluso visten igual.
Enseguida alguien propuso:
—Que Gabriela se tiña de negro.
—¿Cómo vamos a encontrar tinte en el monte? Será mejor que se corte el pelo.
Mientras tarareaba la marcha del Batallón Thälmann, Dicho buscó en su mochila y sacó de su interior un pañuelo de seda rojo con lunares negros. Lo había comprado en Barcelona para su novia en 1938, poco antes de que las Brigadas Internacionales se retirasen de España. Pasaron dos años hasta que logró volver a Bulgaria. En el entretanto la persona en cuestión se había casado felizmente con un funcionario de la Agencia Tributaria. Pero ahora, con aquel trozo de tela entre las manos, Dicho no pensaba en su antiguo amor, que había fondeado en la bahía tranquila de la vida burguesa. Ante sus ojos desfilaron los soldados del ejército republicano, retirándose hacia la frontera francesa, exhaustos, envueltos en polvo; vislumbró las caras de sus compañeros fallecidos de diferentes nacionalidades y su corazón se inundó con la hiel de la derrota.
—Creo que esto servirá. —Dicho entregó el pañuelo a la chica—. Así todos sabrán que eres Mónica.
—Soy Gabriela —gruñó ella con cara de poco amigos, y todos se echaron a reír.
Mónica se puso el pañuelo en el cuello sin decir nada.
Dicho seguía tarareando la marcha del Batallón Thälmann. Quién sabe por qué, todos se entristecieron, aunque pocos tenían claro el significado de la guerra civil española en el contexto de la revolución mundial.
—¡Eh, camaradas! —gritó el Tornillo—. ¿A qué vienen esas caras largas? Esto no es España. Al este el Ejército Rojo está aplastando a las hordas fascistas y pronto acudirá en nuestra ayuda. ¡Arriba esas cabezas!
—¿Y qué pasa con las alubias? —se interesó el Clavo.
—¡Es verdad! —se impacientaron los demás—. ¡Alubias! ¿Dónde estáis, alubias? ¡Venid, alubias!
—¡Si supierais qué buenas están las alubias que hace el Arbusto! —empezó diciendo el Tornillo, que ya salivaba—. No sé qué clase de hierbas les pone, pero no he comido unas alubias más sabrosas en mi vida. Ya veréis, os vais a chupar los dedos…
Lo que no sabían era que ya hacía una hora que Medved había ordenado al Arbusto que quitara la olla del fuego.
6. SÁNDWICHES, AUTOCRÍTICA Y BALAS
Estas dos últimas horas habían sido las más dulces de la vida, por lo general falta de momentos felices, del soldado Kólev, conocido por el nombre de guerra de Valyo. Había huido de su unidad hacía unos tres meses por el trato inhumano que recibía de los soldados veteranos y del suboficial. Considerando que sus posibilidades de sobrevivir en el monte eran mucho mayores, se presentó en el destacamento con su fusil y su equipamiento.
Mientras la penumbra a su alrededor espesaba, Valyo no podía dejar de pensar en las dos hermanas que Lenin y el Enterrador habían llevado al campamento. Gabriela y Mónica, resonaban sus nombres. ¡Qué maravilla de nombres! Gabriela y Mónica, repitió en voz baja, con el cuerpo llenándose de dulzor y las piernas flojas. Valyo se apoyó en un árbol y se quedó mirando al cielo a través de un hueco entre las ramas. ¡Ay, Gabriela y Mónica! Hasta el cambio de guardia aún quedaban dos horas y se preguntaba cómo iba a aguantar tanto. Imaginaba a sus camaradas en el campamento hablando con ellas, gastando bromas y jactándose de sus hazañas. ¡Pues menudas hazañas! De repente se sintió tremendamente estúpido en su tosco uniforme de soldado. ¿Cómo podía atraer su atención? No tenía ninguna hazaña que contar ni resultaba particularmente gracioso. Sin embargo, tenía ciertas habilidades prácticas. Podía, por ejemplo, hacerles un refugio subterráneo. O fabricarles unos camastros. Los cubriría de heno y ramas de pino. ¡Olerían tan bien! Les haría también una chimenea, claro. ¿Acaso se podía pasar sin una chimenea? Pero para eso tendría que buscar un tubo…
—¡Quieto ahí!
Valyo sintió bajo el mentón la helada boca de un cañón.
—¡Ni se te ocurra abrir la boca! —le espetó la voz bajo el casco metálico.
De la penumbra emergieron más figuras uniformadas. Le quitaron el fusil y lo esposaron. Uno de ellos llevaba a rastras al cabrerillo sollozante con la nariz ensangrentada. Detrás apareció un tipo alto con la cara redonda como la luna, con bombachos, gorra y cazadora negra de cuero. De su cuello colgaba una linterna Siemens. Era el capitán Draguíev, comandante de la Séptima Compañía de Caza, también conocido como Capitán Noche por su costumbre de realizar las operaciones después de ponerse el sol.
—La segunda sección, que avance por la derecha —ordenó—. La tercera, que rodee el desfiladero. ¡Que nadie dispare antes de la señal!
***
—¡Treinta y nueve! —exclamó Medved agitando la lista con la que Stoycho había devuelto las armas a los camaradas—. Treinta y nueve de cuarenta y cuatro abandonaron sus armas por culpa de un par de faldas. ¿Qué hubiera ocurrido, pregunto yo, si el enemigo nos hubiera atacado en ese momento?
A su alrededor, sentados, estaban los miembros del comité del Partido en el destacamento, un total de once personas —comunistas veteranos—, entre ellos Lenin, el Enterrador y Extra Nina. La mayor parte de los partisanos eran miembros de la Unión de las Juventudes Obreras o simples simpatizantes de la izquierda. Había también unos cuantos miembros de la Unión Nacional Agraria, que habían enviado a la reunión a un representante que debía pronunciarse sobre el caso. El anarquista Dicho renunciaba a participar en tales foros. Estaba convencido de que no servían de nada. Sin embargo, acataba las decisiones que tomaban.
—Tío Metodi —se dirigió Medved a un hombre con impermeable y largos bigotes puntiagudos—, ¿cómo pudiste permitir que se llevasen a Penka?
—No lo sé… —El hombre abrió los brazos—. No sé qué me pasó.
Penka era una vieja carabina, con la culata naranja como la cola de un zorro, que él cuidaba con enternecedor esmero: la limpiaba, la empapaba de lubricante, la envolvía en un paño de lana para protegerla de la humedad y de la lluvia. «Ya quisiera yo vivir como Penka», bromeaban sus camaradas. La puntería de Penka era legendaria; se decía que había matado a un general en 1925. Le había dado justo en el monóculo cuando viajaba en su carruaje. Ahora bien, en el tiempo que llevaba en el destacamento, el tío Metodi (Golinko, del pueblo de Gubesh) no había logrado acertar ningún tiro, ni siquiera a un jabalí. ¿Sería porque tenía mala puntería?
—¡Quiero hacer autocrítica! —exclamó levantando la mano un camarada con el pelo claro y ralo y la frente grasienta, sembrada de pequeños granos blanquecinos.
En las caras de los presentes apareció una sombra de aburrimiento. Desde que se había leído el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique), Bótev había desarrollado una verdadera pasión por la autocrítica. No dejaba pasar la ocasión de utilizar aquel poderoso instrumento de purificación del espíritu revolucionario, con o sin motivo. Hurgaba en los rincones más recónditos de su mente como un psicoanalista experto y sacaba a la luz sin piedad sus debilidades.
—Yo —empezó Bótev— mostré una debilidad de espíritu imperdonable en un momento crítico para el destacamento. Puse en peligro la vida de mis camaradas, permitiendo a la biología