Quién sabe por qué, el cabrerillo se enfadó y se puso a andar todavía más deprisa. Los resoplidos a su espalda aumentaron. Algunos terrones se precipitaron al desfiladero. Él sonrió con malicia enseñando sus dientes podridos. Una de ellas le tiró con fuerza de la manga. No podría decir cuál de las dos. Se parecían, debían de ser gemelas.
—¡No tan deprisa! —dijo la chica.
Al llegar a un pocillo, escondido entre las raíces de tres hayas que entretejían sus troncos, el cabrerillo se detuvo, aguzó el oído e imitó la llamada del cuco cinco veces seguidas. No hubo respuesta. Lozán se dejó caer pesadamente en la hierba. Una de las chicas destapó su cantimplora y le dio de beber. El cabrerillo volvió a llamar, esta vez siete veces y media. Aguzó el oído: nada. En la lejanía se oían los picotazos de un pájaro carpintero.
El cabrerillo siguió llamando insistentemente hasta que algo voló silbando en el aire. El cabrerillo gimió como un gatito al que han pisado y se apretó el hombro. Dos hombres, visiblemente airados, salieron de los arbustos y se abalanzaron sobre el grupo.
—¡Oye, Raycho —empezó a gritar uno de ellos, que llevaba una carabina recortada al hombro—, ni siquiera eres capaz de recordar una contraseña! ¿Cuántas veces dijimos que tenías que llamar?
—Pues… no sé —tartamudeó el cabrerillo frotándose donde le había dado la piedra.
—¡Nueve! —El hombre levantó los dedos de las dos manos y dobló uno.
—¡Pues yo llamé nueve!
—¡Nueve! ¡Y una leche! ¡Cinco! Quince… Diez… ¡Nos has vuelto locos!
—Depende de cómo lo cuentes —intervino una clara voz femenina—. Cu o cu-cu. En principio el cuco hace «cu-cu». Por eso se llama cuco y no cu.
—¿Y tú quién eres? —dijo el hombre bajando instintivamente su carabina.
—Tío Vanyo —respondió incorporándose Lozán—, vienen conmigo.
El otro partisano se echó a reír. Llevaba una cazadora de guardabosques y de su cintura colgaba una Parabellum de cañón corto. Tenía una cara ancha y plana con barba rubia.
El hombre de la carabina se lanzó hacia el estudiante, lo abrazó y dijo en voz baja:
—Ahora me llamo Lenin.
Era el mayor de los dos y por lo visto estaba al mando. Lozán empezó a contarle algo sobre la Unión de las Juventudes Obreras1 de Yuchbunar,2 pero el otro lo interrumpió con un indeterminado «luego, luego» y lanzó una mirada a las gemelas.
—¿Y estas quiénes son?
—Las camaradas Gabriela y Mónica, del grupo de sabotaje del Primer Instituto Femenino.
—¿Por qué las has traído?
—Ha habido un problema en la escuela. Ante la posibilidad de que las descubran, se ha tomado la decisión de que pasen a la clandestinidad.
—¿Quién lo ha decidido? —preguntó con aspereza Lenin—. ¿El Comité Central? ¿La comandancia? ¿Tu abuela?
—Puees… —respondió el joven bajando la vista—. Esto…, por cuestiones de conveniencia…
—¡Queremos ser partisanas! —exclamaron a la vez las chicas.
—Ya, ¿y qué más? —Lenin se quitó la gorra y empezó a rascarse la cabeza, que era completamente calva como la del propio Lenin—. ¡Es imposible! ¿Os creéis que esto es un juego de niños?
Se dirigió al cabrerillo:
—¡Llévatelas de vuelta!
—¡No vamos a ninguna parte! —respondieron, tozudas, las chicas.
Sus ojos grisáceos brillaban desafiantes y Lenin se dio cuenta de que no le sería fácil convencerlas. También intervino Lozán:
—Tío Vanyo…
—¡¡Lenin!!
—Camarada Lenin —empezó el chico con una solemnidad inesperada—. Las camaradas corren peligro de muerte. Los fascistas les pisan los talones. Les he prometido ayudarlas. Si no las admites, yo también me vuelvo con ellas y que sea lo que Dios quiera.
—Estas dos bocachas le han sorbido los sesos —dijo el otro silbando entre dientes.
—Oye, Enterrador, ¡no llames así a las camaradas! —lo reprendió Lenin—. Ya te amonestaron una vez ante el destacamento. ¡Si te lo oigo decir otra vez, informaré a Medved!
Al mencionar este nombre se produjo una pausa significativa. Las chicas intercambiaron miradas y sonrieron.
—Es como hablamos en Pernik,3 ¿qué pasa?… —refunfuñó el hombre conocido como el Enterrador.
Por supuesto, era su nombre de guerra, en realidad solo una parte de él. Pero nadie tenía tiempo de llamarlo Enterrador del Capitalismo, el nombre que eligió cuando se unió al destacamento. Lo llamaban, simplemente, Enterrador.
—¿Y qué hago ahora con vosotras?… —dijo Lenin, que apretaba nervioso la gorra—. ¿Sois de Sofía? —Las miró de arriba abajo e hizo un gesto con la mano—. Para qué preguntar, está claro que sí…
—Que lo decida Medved —propuso el Enterrador—. ¿Traéis pan?
—Traemos sándwiches —respondió una de las chicas.
—También armas —añadió la otra.
Bajaron las mochilas y sacaron dos pesados paquetes alargados envueltos en lona. Dentro, desmontadas, había dos escopetas de caza Smith & Wesson de cañones superpuestos. Una talla decoraba las culatas de caoba.
—¡Vaya! —exclamó con un silbido Lenin.
Tomó una y desplegó el cañón. Era un cazador empedernido, pero jamás había tenido en las manos un arma tan lujosa. Acarició la boca del cañón. Comprobó el cerrojo: la cámara estaba vacía. Levantó la escopeta y apuntó por encima de los árboles.
—¿Dónde las habéis pillado?
—Son de nuestro padre —contestaron.
—Vuestra familia parece tener dinerito —dijo con envidia el Enterrador.
—¿Dónde están los cartuchos? —preguntó Lenin.
—No tuvimos tiempo de recogerlos —explicó una de las chicas—. Hemos encargado doscientas unidades en la tienda de Michelson. Del calibre 9, el que usan para cazar jabalíes. Nuestro padre compra allí. Tenemos que mandar a algún camarada para que los recoja y nos los mande.
—¡Ay! —suspiró Lenin, invadido por un mal presentimiento—. ¡Vámonos!
Después se volvió hacia el cabrerillo, que aguardaba con expresión culpable:
—¡Nueve veces! —le recordó—. ¡Cu-cu!
—Cu-cu —repitió el cabrerillo alicaído.
Ahora el grupo lo encabezaba Lenin; a duras penas lo seguía Lozán, a continuación iban las hermanas y, por último, en la retaguardia, el Enterrador. Ante los pequeños y firmes culos que se bamboleaban delante de sus narices, era incapaz de aguantarse y de vez en cuando emitía unos agudos silbidos y repetía al ritmo de los pasos de las hermanas: «¡Primera bocacha!», «¡Segunda bocacha!». Las chicas al parecer no le prestaban atención, hasta que se sentaron a descansar y se dirigieron a él:
—Camarada Enterrador, quisiéramos preguntarle