Media hora más tarde todos lo miraban completamente agotados. Era como si un arcaico reptil los hubiera empapado de toneladas de saliva prehistórica, densa y viscosa como pegamento.
Antes de aparecer en la futura Primera División de Guardia de Stara Planina, Bótev (Ilko Patsirev) había cambiado varias veces de destacamento. Primero estuvo en el grupo del Remendador, que operaba por los alrededores de Lóvech, su patria chica. Después, misteriosamente, entró en las filas del grupo Chavdar, cuyos miembros, siguiendo las indicaciones personales de Yanko (el futuro jefe de Estado Todor Zhivkov), lo enviaron con Slavcho Transki: «El camarada Transki permite criticar a los demás, pero cuando llega la hora de la valoración crítica de sus propios actos y palabras no hace nada». Pero el comandante de aquel glorioso destacamento no se dio por enterado y sin más miramientos mandó a Bótev al destacamento de Kyustendil,13 acampado cerca del pueblo de Gorno Uyno. Fue a principios del invierno, una estación particularmente apropiada para la autocrítica. La nieve había bloqueado las carreteras. En las largas noches invernales, delante de la estufa, en el refugio subterráneo, Bótev se sumía en profundos autoanálisis. Llegó incluso a interpretar sus sueños, en los que detectaba elementos reprochables, y rogaba entre lágrimas que el Partido le impusiera un castigo. Las primeras campanillas de invierno apenas habían asomado entre la nieve cuando Bótev salió escoltado por dos partisanos malhumorados. Después de tres días y tres noches de acelerada marcha por los caminos helados llegaron a las afueras de Sofía, donde sin más explicaciones lo entregaron a la comandancia de la zona. Desde allí lo redirigieron inmediatamente a Medved con el pretexto de reforzar la estructura del Partido en el destacamento.
Medved tenía un fuerte temple estalinista. Durante los años pasados en la URSS él mismo se había sometido numerosas veces a una despiadada autocrítica, de modo que algo así no lo asustaba. Sabía por experiencia que había cosas mucho más terribles. Bótev se convirtió en su arma secreta. Cuando daba por terminadas sus extenuantes confesiones nadie tenía fuerzas ni ganas de discutir. Reinaba una unanimidad ovina.
—Gracias, camarada —dijo Medved—. ¿Alguien quiere añadir algo?
Lenin bostezó, Extra Nina se frotó los ojos.
—En mi opinión estas chiquillas nos darán muchos problemas —prosiguió, enérgico, Medved—. Nada más llegar, provocaron tal alboroto que todos abandonaron sus armas. No quiero pensar en lo que pasará si se quedan más tiempo… Por eso propongo que mañana las mandemos de vuelta. Si la policía les pregunta, dirán que se han perdido en el monte y que no han visto a nadie. Provienen de una familia acaudalada y nadie se dedicará a torturarlas.
—Entonces resulta que las chicas tienen la culpa de que los camaradas se hayan quedado mirándolas, ¿es eso? —Extra Nina se había espabilado de pronto.
Después de la adormecedora autocrítica de Bótev, Medved no esperaba una oposición tan activa.
—No sé si lo sabéis, camaradas, pero en comparación con otros destacamentos, el nuestro es el que menos mujeres tiene —prosiguió Extra Nina—. En la práctica, solo una. Mientras que en el de Antón Ivánov hay nada menos que catorce.
—Bueno, los de Antón Ivánov son harina de otro costal —repuso el Enterrador—; ¡tienen hasta una ametralladora!
El comandante le lanzó una mirada escalofriante. El destacamento de Antón Ivánov operaba en el monte Ródope bajo la dirección del legendario Ded (Gueorgui Likin). Ded también había llegado en un submarino de la URSS, pero, a diferencia de Medved, ya dirigía una unidad completamente real de cuatro destacamentos con más de doscientos partisanos considerablemente mejor equipados e ideológicamente preparados que los valientes herederos del grupo Patarinska.
—Pues yo he oído que ya tienen una segunda ametralladora con mil cartuchos —añadió Lenin.
—¡Tonterías! —dijo Medved, incapaz de contenerse más—. ¿Dónde lo has oído? ¿Acaso lo han dicho en Radio Moscú?
—Si no tenemos ametralladoras, al menos vamos a…, eso, reforzar la sección femenina —dijo el tío Metodi con un tono tan ansioso que provocó una risotada malsana.
—¡Tú limítate a cuidar de tu Penka! —exclamó Medved con la boca torcida en un gesto de desdén.
—Nosotros, los miembros de la Unión Nacional Agraria, estamos a favor —se posicionó un hombre enjuto y con rostro de labrador, tostado por el sol, que hasta el momento había estado callado.
—¿A favor de qué?
—De reforzar la sección femenina. —La respuesta fue clara y la acompañó una mano levantada.
En un profundo e inconsciente impulso democrático, codificado en la propia naturaleza humana, todos, a excepción de Medved y Extra Nina, levantaron las manos y votaron sin que se hubiera establecido el procedimiento de la votación. Medved buscó con la mirada a Bótev, con la esperanza de que se lanzara a otra autocrítica, pero comprobó con amargura que él también había alzado la mano.
—Creo que la decisión está por completo en línea con la llamada del Partido a la masificación del movimiento partisano y a la movilización de la juventud estudiantil —concluyó Extra Nina, que también levantó la mano.
«Primero abandonan las armas y ahora imponen la democracia», pensó Medved alarmado. La influencia nociva de las muchachas ya tenía resultados evidentes. A saber qué otros peligros escondían…
—En lo relativo al irresponsable abandono de las armas —proclamó el comandante con voz llana—, impongo un castigo disciplinario a todo el destacamento, incluidos aquellos que han permitido semejante conducta frívola por parte de sus camaradas. Para la cena se servirá la ración habitual de las últimas dos semanas. El guiso quedará para la comida de mañana. Ha terminado la reunión.
***
La noticia de que la cena había sufrido cambios radicales tuvo una profunda repercusión en el espíritu de los partisanos. Delante de la cocina, desde la que seguía brotando el aroma de las alubias cocidas, se formó una cola melancólica. Con cierto pudor, el Arbusto entregaba a cada uno una rebanada de pan poco hecho cubierta con un trozo de tocino y una cebolla. Gabriela y Mónica también hicieron cola, se llevaron sus raciones y se sentaron en el corro de hombres malhumorados. Mientras masticaban apáticos, los partisanos no perdían de vista sus maltrechos fusiles, amontonados a sus pies. El sol había desaparecido detrás de las cumbres y sobre la pradera cayó una sombra densa y oscura, como si un dinosaurio enorme hubiera echado sus posaderas sobre ella. El bosque empezó a susurrar, se oyeron las voces del búho y del mochuelo.
Las muchachas observaban con interés su modesta cena. Con su navaja suiza multiusos, Mónica había pelado y partido con cuidado la cebolla en rodajas regulares. Gabriela dio un mordisco al tocino, cerró los ojos e hizo un gesto de aprobación.
La comida popular estaba sabrosa.
—¡Que aproveche! —dijo alguien con sarcasmo.
Las chicas no terminaban de entender qué inconveniente veían los camaradas en esa combinación tan apetitosa, pero notaban que su enfado de alguna manera iba dirigido también contra ellas. De pronto una se dio una palmada en la frente:
—¡Pero si tenemos sándwiches!
Abrieron sus mochilas y sacaron varios paquetes envueltos en finas servilletas de color rosa estampadas con conejos de Pascua. Los desenvolvieron y se los ofrecieron a los camaradas. Los sándwiches eran pequeños, triangulares, elaborados a la inglesa. La rebanada superior era de pan blanco, y la inferior, de pan negro. Entre ellas había una hoja de lechuga, un pepinillo, jamón de York o salchichón húngaro untados con mostaza bávara