—¡Que te den, Mináyev! ¡Y a toda vuestra chusma! —maldijo Medved soltando una ráfaga con su subfusil destinada a proteger a Dicho y el Clavo, que gateaban hacia el rosal silvestre donde estaba escondido el dispositivo Zvonok.
Dicho extrajo la caja negra de baquelita y giró la manivela para conseguir tensión. El dispositivo Zvonok se parecía a un teléfono antiguo, pero en lugar de un auricular tenía un mango en forma de T. Del dispositivo salía un cable enterrado a poca profundidad bajo la hojarasca.
—¡Dale! —dijo el Clavo apuntando hacia los arbustos de enfrente.
Dicho agarró el mango con ambas manos y lo presionó con fuerza. Ambos se tiraron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos a la espera de la explosión. Pero no hubo ninguna.
—¡Vuelve a girar la manivela! —ordenó el Clavo—. ¡Más rápido! ¡Más rápido!
De pronto, Dicho contrajo el gesto y lo miró con sus grandes ojos tristes, que ahora brillaban aún más melancólicos.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Dicho se limitó a levantar la manivela, que se había quedado en su mano.
—¡La madre que te parió! —El Clavo le quitó el dispositivo de las manos, agarró el mango y, desesperado, se dejó caer sobre él.
Las latas estallaron a la vez con un estruendo ensordecedor. La tierra se estremeció como una ballena herida. La onda expansiva produjo una granizada de cascotes mortíferos. Varios árboles se desplomaron crujiendo y con las ramas rotas.
En medio del silencio sepulcral que se impuso, los partisanos se lanzaron corriendo hacia el paso recién despejado en el bosque: agachados, avanzando en zigzag, como les había enseñado Medved. Solo Gabriela y Mónica se quedaron tumbadas donde las habían dejado. Les pitaban los oídos todavía por la explosión titánica; tenían la sensación de haberse caído en un sótano sumido en una oscuridad pegajosa. Entonces la cabeza blanca de Extra Nina asomó por encima de ellas:
—¡Venga, a moverse!
—¿Qué?
—¡En marcha!
Desde el extremo inferior de la pradera volvió a oírse la ametralladora, pero sus disparos sonaban distraídos y débiles. En la oscuridad vislumbraron la silueta diminuta del Arbusto, que llevaba el saco de pimentón sobre el hombro. Tras él corría Stoycho con la mochila de Medved.
Una bengala volvió a iluminar la pradera, donde solo se veía un desorden de cadáveres esparcidos. El tiroteo había cesado. El Tornillo oyó a su espalda los pasos cautelosos de unos soldados. Alguien susurró:
—Huyeron hacia allí, los cabrones…
El Tornillo tiró de la cuerda que tenía enroscada alrededor del dedo. Los protectores de las granadas de mano, amarradas en los árboles, salieron con un sonido metálico. ¡Clinc!
Los pasos se detuvieron.
—¿Qué ha sido eso?
«¡Fuegos artificiales navideños!», se rio para sus adentros el Tornillo y se tapó los oídos. Las bombas empezaron a reventar por encima de sus cabezas, provocando un nuevo torbellino de metralla, gritos y gemidos. El partisano aprovechó la confusión y corrió hacia sus camaradas. Poco antes de desaparecer en la maleza, a su espalda sonó un disparo solitario. La bala se deslizó por el lado derecho de su cráneo. El Tornillo se tambaleó y se desplomó sobre la hojarasca.
***
—Fantástico disparo, mi capitán —observó zalamero el sargento-cadete Zánev.
El hombre alto y de expresión grave tan solo sopló el humo de la boca de su pistola y la guardó en su funda. Era la variante de artillería de la legendaria Luger Parabellum, conocida también como Die Lange Pistole 1908 o LP-08. El cañón de este modelo tenía nada menos que doscientos milímetros de longitud y la mira estaba calibrada hasta ochocientos metros. Las Parabellum habían sido adoptadas como armamento en el ejército búlgaro en vísperas de la guerra balcánica, en el año 1911. Desde entonces había corrido mucha sangre, pero el sistema Luger seguía siendo tan fiable como siempre, aunque requería de una mano fuerte. Los oficiales actuales preferían los modelos más compactos y fáciles de manejar como la Walther o la Sig Sauer, pero el Capitán Noche tenía predilección por lo clásico.
—¡Édrev! —le dijo al cabo bajito que lo seguía como una sombra—. ¡Vete a recoger el cadáver!
—¡A la orden, mi capitán! —respondió Édrev y salió corriendo hacia el lugar donde había caído el Tornillo.
Sobre la pradera había salido una luna pálida y delgada como el recorte de una uña. Los soldados registraban la zona con la ayuda de potentes linternas; recogían los muertos y los dividían en dos montones: nuestros y suyos. Por otro lado estaba el grupo de los heridos, entre los que no había ningún partisano.
—¿Reporte? —preguntó el capitán al sargento-cadete.
—Nueve suyos y once nuestros —informó Zánev—. Heridos…
—Olvídalo —lo interrumpió Noche, para quien las personas se dividían solo en vivas y muertas.
Édrev volvió deprisa e informó con cierta incomodidad:
—¡No encontré nada, mi capitán!
Un espasmo doloroso contrajo la cara de su jefe. ¡¿Cómo?! ¿Acaso su fiel Luger le había fallado? ¿O es que estaba perdiendo vista? Llamó al soldado al cargo del perro y ambos se dirigieron hacia el fondo de la pradera. La luz de la linterna recorrió la hierba pisoteada y se detuvo sobre unas briznas salpicadas de sangre. Aquí ha caído, concluyó Noche, que siguió el rastro que se perdía en el interior del bosque.
—¡Vamos, Rex, busca!
El perro bajó el morro, obediente.
El Tornillo yacía a tan solo veinte metros de ellos, escondido en la maleza. La bala le había arrancado parte de la oreja y la sangre corría por el cuello, pero la herida no era grave. Sería mucho más grave que lo descubrieran. Se metió en la boca el frío extremo del cañón de la carabina. ¿Sería capaz de hacerlo? Hasta entonces había pensado que esta era la salida más fácil. Aprietas el gatillo y se acabó. Sin embargo, en aquellas circunstancias, entendió que no sería nada fácil. En absoluto. El terror se apoderó de él. Todas las torturas posibles palidecieron ante esta elección única e irrevocable.
—Pero ¿qué le pasa a este chucho? —preguntó nervioso el Capitán Noche.
El perro no hacía más que volver la cabeza y gimotear.
—Debe de haberse asustado por la explosión, mi capitán —supuso el soldado—. Se recuperará dentro de un par de días.
—Maldita sea —se lamentó el capitán.
Sacó la Parabellum y aguzó el oído. Tras el silencio que siguió a la explosión, el bosque volvía a llenarse de los ruidos nocturnos habituales, que tapaban cualquier vestigio de presencia humana. A pesar de ello, el Capitán Noche notaba que el herido estaba cerca, agazapado en la oscuridad. El latido de su corazón asustado iba a delatarlo. El corazón asustado suena como una lata, para oírlo basta con sintonizar los sentidos con las ondas del miedo. Centró su mirada en el cañón y se puso a filtrar las vibraciones que llegaban desde la oscuridad: una por una, como si estuviera pelando las capas de la noche.
La voz lastimera de Édrev interrumpió su concentración:
—¡Ha