La olla de las alubias aún humeaba, colocada sobre cuatro piedras. En el suelo, como lombrices pisadas, se retorcían tres soldados. De sus bocas salían espumarajos amarillos y un gorgoteo. Sus dedos arrancaban convulsivamente la hierba. Tenían los ojos en blanco. Sus compañeros los habían rodeado sin saber cómo ayudarlos. El Capitán Noche se abrió paso empujando a los hombres asustados.
—¿Qué ocurre aquí?
—Han comido alubias, mi capitán —le informó Édrev.
Se acercó a la olla y miró dentro. Le llegó el aroma de las hierbas con las que el Arbusto había sazonado generosamente la sopa. Desprendían un olor irrealmente fresco, como si estuvieran recién recogidas. Se le hizo la boca agua. Con el hambre que le había entrado después del combate, sintió un impulso irresistible de tomar un cazo entero. Pero su mirada se volvió a posar en los soldados que se revolcaban en la hierba.
—¡Ri-rri-rri-cooo! —gorgoteaba sin parar uno de ellos mientras seguía retorciéndose.
Antes de largarse, el Arbusto había cumplido con la «misión especial»: vertió en las alubias el contenido de una pequeña cápsula que le había dado Medved. El veneno de acción rápida RN337 había sido sintetizado por la Dirección Central de Inteligencia a principios de la guerra. Consistía en una base de ricino combinada con un agente que potenciaba los aromas naturales de los alimentos. El objetivo era estimular los receptores gustativos del enemigo y su glotonería innata. Más tarde esta tecnología sería aplicada en la industria alimenticia para mejorar el sabor de los congelados. Las cápsulas de RN337 junto con el dispositivo Zvonok eran parte del paquete subversivo estándar con el que los especialistas soviéticos habían equipado a Medved.
—¡Imbéciles! —dijo entre dientes el Capitán Noche dándole una patada a la olla.
8. NOCHE EN EL BOSQUE
El único punto claro en la oscuridad era la cabeza blanca de Extra Nina, con el pelo recortado en forma de bol. Las chicas no tenían ni idea de adónde las llevaba, pero la seguían sin separarse. En plena noche, la hilera de partisanos se había alargado y dividido en grupos que no tenían comunicación entre sí. No se atrevían a intercambiar señales por miedo a ser descubiertos. El enemigo estaba todavía cerca, aunque aturdido por el cambio inesperado en el desarrollo del combate.
De pronto el bosque clareó y las tres se encontraron al borde de un precipicio. La luna iluminaba los peñascos entre los que crecían pequeños pinos torcidos. Extra Nina tanteó con el pie la ladera e intentó bajar. Varias piedrecitas cayeron al barranco, arrastrando otras a su paso y haciendo retumbar el monte entero. Dio media vuelta inmediatamente.
—Por aquí es imposible —concluyó—. Tendremos que pasar por arriba.
Continuaron subiendo por la ladera hasta que los árboles gradualmente dieron paso a los arbustos de enebro. La montaña pelada se cernió sobre ellas como una ola gigante que en cualquier momento podía salir de su letargo y aplastarlas. Por fin lograron superar la ladera y volvieron a bajar hacia el bosque. Extra Nina se tumbó de espaldas en el primer claro. Sus dos compañeras se dejaron caer a su lado.
Habían caminado casi seis horas sin descanso.
—¡Enhorabuena por vuestro bautismo de fuego! —las felicitó Extra Nina una vez recuperado el aliento.
—¿A alguien le apetece chocolate? —preguntó Mónica.
—A mí. —Su hermana extendió la mano.
—¿Chocolate?, estaréis de broma —se rio Extra Nina.
Mónica metió la mano en su mochila y sacó una tableta imponente envuelta en papel de plata. La partió en dos, guardó la mitad, y la otra la dividió en tres trozos y la repartió.
—Mmm, qué bueno… —se relamió Extra Nina.
—Es Lindt —puntualizó modestamente Mónica.
—¡Dame más! —Gabriela volvió a extender la mano.
—No. Dejemos algo para más tarde.
—¿Cuándo es más tarde? ¿Cuando nos maten?
—¿Y tú por qué no cogiste?
—Porque estaba pendiente de las armas.
—Por eso se te olvidaron los cartuchos…
—¡No os peleéis! —las interrumpió Extra Nina—. Gabriela tiene razón. Nunca se sabe. Hay cosas que no se deben dejar para más tarde. El chocolate es una de ellas.
Mónica suspiró, sacó la otra mitad, la partió y, en un tono de reproche, se lamentó:
—Ahora solo nos quedan los bombones de caramelo.
Se quedaron tumbadas, saboreando extasiadas los últimos trozos de chocolate. Pero al cabo de pocos minutos empezaron a castañetearles los dientes. El frío se había filtrado inadvertidamente a través de la ropa.
—¿Habéis traído mantas de lona? —preguntó Extra Nina apoyándose en el codo.
—Nadie nos avisó —respondió Mónica.
—Eso pasa cuando no hay una instrucción unitaria. —Extra Nina sacó de su mochila un trozo de lona y lo desplegó—. ¡Acercaos!
Las tres se acurrucaron bajo la manta. El calor de sus cuerpos se fundió y las envolvió en una cápsula invisible.
—Jamás os quedéis sin manta ni sin balas en el monte —susurró Extra Nina—. Sin chocolate se sobrevive, pero sin manta ni balas estáis perdidas. Al menos dos balas. Una para cada una. No os deben capturar con vida. De lo contrario os torturarán.
«Os torturarán…», repitió para sí la veterana.
El sabor del chocolate se mezcló con el amargor de un recuerdo doloroso. Sintió ardores en la boca del estómago, como si se hubiera tragado una cucharilla candente. Empezó a sudarle la frente, pero no se le humedecieron los ojos.
—¿A ti te torturaron? —preguntó en voz baja Gabriela.
Sus finos dedos tibios se aferraron a los de Extra Nina.
—Aquello que me ocurrió —empezó Extra Nina— en realidad no me sucedió a mí. Aquella muchacha ya no existe. No está. Y no soy ella, esta es la única manera de seguir viviendo. Incluso cuando consigo vengarme, no lo hago por mí, sino por ella. Así es más fácil…
Apretó la mano de Gabriela y continuó con voz seca y plana, como si se tratara de otra persona:
—¡Pobre Dimitrichka! La arrestaron cuando volvía del colegio, con el bolso lleno de cuadernos. Deberes que nunca iba a revisar. Su pistola estaba debajo del colchón. La encontraron en el registro. Una pistola de chicha y nabo, pero serviría… La esposaron y la mandaron directamente a Vratsa, al sótano de la oficina provincial de la policía. Fueron tres: el inspector Bázov, un tal Ivanoolu y un tipo gordo y sonrosado llamado Kúzov. Bázov le pareció enorme. Nada más entrar empezaron: «O sea que tú, mocosa roja, ¿les das a tus alumnos a leer a Geo Mílev?14 ¿Y a aquel lumpen soviético de Mayakovski?». La pobre pensó que la iban a acusar de subversión ideológica. «Eso no es un crimen —dijo audaz—. Geo Mílev aprendió de Marinetti. ¿Saben quién es Marinetti? ¡El poeta favorito de Mussolini!». «¡No queremos saber nada de ese gilipollas de Marinetti! —Bázov le dio un guantazo—. Y Mussolini nos importa un carajo. Aquí manda solo Adolf Hitler. ¡Bulgaria ante todo! Y, para tu información, esta paliza no es por unos puñeteros poetas pelagatos, sino por otra cosa bien diferente. Ahora dinos, ¿con quién de esta unidad te reúnes?». «Con nadie…». ¿Qué podía decir? Entonces le quitaron la ropa, la amarraron a un caballete para cortar leña y trajeron un manojo de varillas de cornejo humedecidas en vinagre. «¡Pero qué carne más bonita y blanca